La fiesta patronal en la Montaña es el evento más importante que celebran cada año los pueblos indígenas. Se preparan desde que nombran a los nuevos mayordomos, quienes son los encargados de organizar la comida para todos los visitantes. Regularmente el jefe de familia que es elegido para este cargo, tiene que trabajar como obrero en las grandes construcciones de la ciudad de México o se aventura con su familia, para enrolarse como jornaleros en los campos agrícolas de Sinaloa o San Quintín, Baja California. No hay otra forma de obtener dinero para la fiesta. En varios pueblos donde ya no funcionan las cofradías, que prestan al 100 por ciento el dinero del Santo para reintegrarlo en un año, los nuevos mayordomos tienen que juntar entre 50 a 100 mil pesos, para hacer la fiesta grande.
El tiempo festivo es el momento más denso para los habitantes de la comunidad. Es una actividad onerosa, cuya responsabilidad se comparte entre la mayoría de las familias. Está de por medio el prestigio de quien ocupa el cargo y la buena fama de la comunidad. Si los visitantes no son recibidos y atendidos como se merecen, la comunidad queda en el olvido y el peor castigo es que no sean invitados como visitantes distinguidos. El valor de la correspondencia es clave, si como pueblo no devuelve el don que recibió a través de la comida, la bebida, el hospedaje, la música y el jaripeo, la exclusión de este circuito festivo es en automático. Si esto llega a suceder, se traduce en la falta más grave que comete un pueblo contra sus vecinos, porque no respeta las reglas más elementales de la convivencia comunitaria.
Esto mismo sucede, pero en menor escala, en la organización escolar. Para los pueblos indígenas, las escuelas de nivel básico se han erigido en parte del patrimonio comunitario. La Iglesia, la comisaría y la escuela son los edificios que engalanan al pueblo y forman parte de su orgullo. Son los espacios más respetados, porque ahí se comparten las creencias y los saberes que robustecen la organización comunitaria, que le dan identidad y que mantienen viva su memoria histórica.
Las escuelas que a cuenta gotas van integrándose a la vida comunitaria representan la oportunidad para que las nuevas generaciones reviertan los altos índices de analfabetismo y encuentren un camino apropiado para desarrollar sus capacidades cognitivas, técnicas y científicas dentro de su propio entorno cultural y lingüístico. Los padres y madres de familias saben cuál es la brecha que persiste cuando no hay oportunidad para estudiar formalmente. Por eso cuando logran la proeza de que alguno de sus hijos o hijas termine una etapa de su formación básica, no es para menos que la misma comunidad lo asuma como un logro colectivo.
Ante tanta precariedad económica y situaciones sumamente desgarradoras que enfrentan las familias de la Montaña que ven truncados sus sueños por las dificultades de sostener a sus hijos e hijas para que continúen sus estudios, los pueblos se han organizado para pelear con todo, con el fin de que los funcionarios autoricen la creación y construcción de más escuelas.
Un gran ejemplo de tenacidad y determinación han sido las comunidades me’pháa de los municipios de Acatepec y Atlixtac, que en más de tres ocasiones, se han visto orilladas a bloquear la carretera de Tlapa a Chilapa para exigir a las autoridades educativas que cumplan con su responsabilidad de garantizar el derecho a la educación enviando maestros y maestras a las comunidades donde hay escuelas pero que carecen de personal docente. La batalla de los padres y madres de familia ha sido contra el trato discriminatorio que secularmente les han impuesto quienes dicen velar por la educación de los excluidos.
La lucha de los pueblos se ha focalizado en demandar una educación digna, que en las condiciones tan desiguales que viven, implica contar con instalaciones de calidad, mobiliario en buenas condiciones, material didáctico apropiado y personal docente suficiente que hable los idiomas de la región y que tenga arraigo. Se trata de una demanda justa y que no es tomada en cuenta por la misma reforma educativa que considera al maestro o maestra que pertenece a un pueblo indígena como no idóneo para la docencia, porque supuestamente no está dentro de los parámetros del maestro o maestra de ciudad. Las mismas evaluaciones están elaboradas con esa visión urbanocéntrica, excluyendo los conocimientos de los pueblos indígenas que son parte del México diverso que portan e imparten los docentes indígenas.
Por el hecho de que tengan como lengua materna un idioma indígena y que preferentemente lo usen para la enseñanza-aprendizaje de la niñez, entre los burócratas de la educación persiste el estigma de que las maestras y maestros indígenas no son docentes, sino simples instructores o alfabetizadores. La indianidad, para quienes tienen el poder y quieren imponer a rajatabla la reforma educativa, consideran que es un obstáculo para el desarrollo de los niños y niñas, por eso, el mismo secretario de educación, Aurelio Nuño, ha propalado públicamente que las escuelas Normales son innecesarias porque cualquier profesionista puede ejercer la docencia en cualquier región del país. Esto quiere decir que no es importante el perfil profesional de un docente, mucho menos de un docente indígena formado con un enfoque intercultural y multilingüe. Lo indígena se torna en un problema para la visión racista y monocultural que se empeñan en imponer los tecnócratas de la educación.
A pesar de esta disputa nacional por la educación, los padres y madres de familias ven en las escuelas un gran potencial para transformar las condiciones de oprobio en que el gobierno los mantiene sumidos. Cuando la comunidad se las apropia adquieren otro significado, porque no solo son espacios para transmitir saberes o reglas cívicas, sino espacios culturales y políticos, donde la comunidad es también un actor importante que le imprime una dinámica propia a las instituciones que deben de responder a las necesidades propias del pueblo. De ahí la importancia del vínculo estrecho que debe existir entre la escuela y la comunidad. Una relación profunda con una coordinación permanente en los trabajos comunitarios.
En este marco comunitario no es casual que los actos de clausura del ciclo escolar, para las comunidades son también una fiesta cívica, porque los niños y niñas que terminan una etapa de sus estudios condensan el esfuerzo colectivo y representan un impulso para avanzar en la lucha contra el racismo y el olvido. Tienen la certeza que están formando a ciudadanas y ciudadanos que velarán con mayor ahínco y profesionalismo por los derechos de la colectividad.
En esta semana los pueblos de la Montaña estarán de fiesta, porque saben que la educación es un bien intangible y un derecho que se conquista en las calles y las carreteras. Como padres y madres, a ejemplo del pueblo de Nochixtlán, Oaxaca no se arredran ni se resignan a que el gobierno quiera sofocar el malestar y la exigencia de abrogar la reforma educativa. En medio de sus escuelas derruidas, porque el gobierno se ha desentendido por construirlas, las autoridades del pueblo darán cuenta junto con la planta docente de la lucha que está por venir. A pesar de que no hay mobiliario, de que faltan maestros y maestras y de que no hay baños, agua ni luz en los espacios escolares, la comunidad se organiza para celebrar este fin de cursos y se alista para incorporarse al movimiento nacional que está protagonizando la CNTE.
Con el ejemplo inigualable del maestro Othón Salazar la Montaña cuenta con un gran bastión para dar la pelea contra la reforma educativa. Los mismos pueblos están prestos para apoyar al magisterio con el fin de levantar la lucha en la Montaña, que en los tiempos del Tata Othón logró cimbrar las estructuras del poder caciquil de Guerrero y poner en jaque al charrismo sindical.
El fin de cursos en la Montaña, debe ser el momento clave para que el magisterio democrático afiance sus lazos con los padres y madres de familia para que puedan incorporarse al movimiento de resistencia que se ha extendido en varios estados, contra la reforma educativa. En esta fiesta cívica debe aflorar el espíritu solidario y combativo de quienes ven en la educación la llave del cambio, no para ahondar las desigualdades sociales, sino para cerrar la brecha de la exclusión y la miseria. El ambiente festivo debe dar cauce para que la palabra emancipe conciencias y rompa las cadenas del sojuzgamiento y el miedo. La clausura del ciclo escolar debe marcar la nueva etapa de lucha para trabajar en la reforma educativa por la que a diario luchan y escriben los pueblos sabios del México profundo e indómito.
foto: Niños de Buenavista / CDH de la Montaña, Tlachinollan