Fidel: Cuando vencer es morir

Luka Morello / Marcha

Nosotros sí celebramos la muerte de quien fue tan libre que derrotó a quienes intentaron imponerle un destino y  fracasaron. Pero celebramos la muerte porque es la muestra más acabada de su vida, de su dignidad y su entrega.

“Pero de tanto morirnos, al menos nos hemos ganado el derecho de decidir cómo queremos morir”, canta y proclama en una de sus conmovedoras canciones Liliana Felipe. “El que es revolucionario puede morir donde quiera” sentenciaba Víctor Jara en su memorable “Juan Sin Tierra”. La muerte en su consumación es símbolo de luto, tristeza y muchas veces derrota. La muerte implica la más abnegada realidad de que la voluntad humana tiene un límite, simboliza un acontecimiento que nunca podrá modificarse. Pero la muerte también es un campo de batalla en un mundo en donde el valor de la vida no es igual para todos. Fidel murió como vivió, libre, lúcido y despierto.  Fidel y su historia hicieron que su muerte sea una más de sus grandes victorias en esa incansable lucha por la vida que supo emprender.

Su muerte no solo significa la tristeza para toda mujer u hombre digno y rebelde que habite esta tierra, sino que también significa la derrota estrepitosa de los planes imperiales para ese pequeño país latinoamericano; la significación irrisoria de unos pocos gusanos que festejan mientras todo un pueblo despide a su líder como lo vivió, en la calle y con la dignidad bien alta; la burla a la CIA y sus 634 obsoletos intentos por asesinarlo; la materialización de la unidad del “tercer mundo” (Asia, África y América Latina) en el homenaje a un líder común; una muerte después de que un presidente yanqui negro reconoce en Cuba  los avances de la Revolución y un mundo entero repudie el bloqueo a la isla.

La muerte es el final, es la materialización más drástica de la desesperanza y la derrota definitiva. La voluntad militante y los anhelos incansables de liberación de los pueblos, han hecho que los muertos en la causa popular se transformen en iconos para la lucha, en mártires que renuevan la mística del cambio social. Pero Fidel le escapó a este engaño esperanzador, Fidel no es un mártir,  Fidel no murió en batalla, no lo ajustició ningún traidor, no lo volaron por el aire.  Fidel murió con la victoria como lecho hacia la otra vida. Con su muerte se simboliza la victoria de todo un pueblo que soportó aberraciones humanas como bloqueos, terrorismo mediático, atentados terroristas y demás males que el capitalismo sabe engendrar. Una muerte tranquila y natural, con aires burlescos ante el tirano.

Nosotros sí celebramos la muerte de quien fue tan libre que derrotó a quienes intentaron imponerle un destino y fracasaron. Pero celebramos la muerte porque es la muestra más acabada de su vida, de su dignidad y su entrega.

Y también lloramos. Lloramos porque se nos fue un padre que hasta en su último aliento nos demostró que es posible, derrotar al imperio, empoderar al pueblo, hacer patria y socialismo al mismo tiempo.

Para los que nos tocó nacer sin un Vietnam, sin una URSS (cuestionable pero existente), sin un Cordobazo o un Mayo del 73, Fidel fue ese puente con ese pasado heroico.

Cuando en un 26 de mayo del 2003 pudimos escuchar sus palabras en aquella atiborrada escalinata de la Facultad de Derecho, nuestra generación se sintió parte de esa continua historia que habían sabido abrigar a nuestros viejos, de esos anhelos de futuro que tanto palo y tortura no había podido enterrar definitivamente.

Fidel no dejó obras completas (aunque con sus reflexiones y discursos seguramente se llenaran varios volúmenes) ni grandes tratados de filosofía política. Fidel nos deja el imponderable ejemplo de la praxis revolucionaria. Encarnada en un líder que ya es un pueblo y muchos pueblos, que parió y apaño con su lucidez miles de fuegos de resistencia en toda América, fuegos que prendieron como el de la Venezuela del Comandante Chávez o la Bolivia aborigen de Evo y muchos otros que pretendieron apagar pero aún arden en cenizas prestas a renacer.

Estas desordenadas líneas solo intentan decir que este hombre demostró su grandeza hasta en su último aliento, en ese desprendimiento humano que hasta ordenó que sus restos fueran cremados y no puestos en un inerte mausoleo, como quien sabe que la muerte solo fue uno de los últimos actos heroicos que cumplir, ante un historia que,  más que absolverlo lo eligió como constructor y artífice. El padre de nuestros sueños ya partió, ahora nos queda revalidar su grandeza cada día realizando tal sueño.

Texto publicado en Marcha.org.ar

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