EZLN, 25 años

César Romero / Damián Mendoza

Hace 25 años, mientras el presidente Carlos Salinas preparaba la fiesta de Año Nuevo más importante de su vida —la puesta en marcha del NAFTA—, un puñado de periodistas, activistas y operadores políticos aterrizaban en el aeropuerto militar de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en ruta a San Cristóbal de las Casas donde se celebraría otro rito de proporciones históricas: la presentación pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su declaración formal de guerra en contra del Ejercito Mexicano y todo lo que la aún no bautizada mafia del poder representaba.

Un cuarto de siglo después de aquel levantamiento rebelde, queda un país que sigue siendo racista y ni siquiera se reconoce como tal, en el que demasiados niños siguen muriendo de enfermedades relacionadas a la pobreza extrema, y en buena parte del planeta gobiernan el autoritarismo y la derecha extrema. Sin embargo, la historia del EZLN y sus protagonistas difícilmente podría darse por concluida.

Probablemente, el subcomandante Marcos es ya un viejito gruñón que se refugia en la poesía y la bohemia a la espera de su próximo encuentro en algún lugar del cielo Lacandón, con Samuel Ruiz, Manuel Camacho, la comandante Ramona, el infame comandante Germán y por qué no, Absalón Castellanos, el Croquetas Albores, el general Salgado y, en una de esas, el doctor Zeta y el mismísimo Chupacabras.

Primer gran movimiento social de la globalización, el conflicto zapatista ha sido ya olvidado por gran parte de las nuevas generaciones. Y aunque ciertamente fue un parteaguas en la historia reciente del país y forma parte de la biografía de diversos personajes cercanos a la nueva élite política de México, son muchos los puntos oscuros de aquel momento nacional, entre ellos la fragilidad y obsolescencia del aparato propagandístico del Estado, así como la pobreza intelectual de nuestra intelligentsia tropical.

Los zapatistas son solamente “los restos del naufragio” del pensamiento marxista-leninista que había sido derrumbado, junto con el Muro de Berlín, apenas cinco años atrás, aseguró en esos días el laureado Octavio Paz. El subcomandante Marcos no es alguien importante dentro de la estructura del EZLN, coincidieron en sus análisis del momento el periodista Carlos Monsiváis y Jorge Castañeda, experto en revoluciones latinoamericanas.

Recordar lo que se dijo y lo que se publicó entonces obliga a la autocrítica más severa. Desde ese encabezado a ocho columnas que informaba de un bombardeo aéreo a escasos kilómetros de la capital chiapaneca, a la gran cantidad de conspiraciones internacionales sobre quienes estaban detrás del levantamiento. El mismo carácter noticioso de la primera Declaración de la Selva Lacandona resulta, a la distancia, un tema bastante difícil de comprender, pues la presencia de una guerrilla en el sur del país era ya un tema conocido e incluso publicado desde tiempo atrás.

—Pero ¿quién les da las armas? ¿Quién los patrocina?, un par de reporteros se acercan a la mesa en que desayuna el Comisionado para la Paz y Reconciliación en un hotel a unas cuantas cuadras de la Catedral de San Cristóbal de las Casas. Es a mediados de enero de ese 1994 y, por supuesto, hace frío en el pueblo. Manuel Camacho conversa con dos de sus más cercanos, Oscar Argüelles, Marcelo Ebrard y con alguien más. Siempre amable, se da tiempo para responder.

— ¿Y qué importancia tiene eso? ¿Qué importancia tiene el poco dinero que puedan costar unos rifles de madera? Lo que está en juego aquí es algo de mucho mayor alcance, es un asunto sobre la estructura del Estado y el país que queremos.

Más allá de los lazos familiares con la estructura de poder en Chiapas, de quien un par de meses antes era finalista en la oculta pero feroz disputa por la candidatura presidencial del PRI y más allá del involucramiento logístico en apoyo al zapatismo de un sindicato afín a él, en el fondo las palabras del todavía principal contrincante de Luis Donaldo Colosio tenían mucho de verdad. El tema del patrocinio difícilmente alcanzaba para explicar las dimensiones de lo que estaba ocurriendo en México. Y sin embargo, desde la Secretaria de Gobernación y Los Pinos se hacía todo lo posible por desvirtuar el levantamiento zapatista. Y por supuesto, salvo la presión del Ejército Mexicano para que se llamara al EZLN como “autodenominado”, el fracaso en la guerra mediática contra ese movimiento fue total. “Pinches reporteros, en cuanto llegan a San Cristóbal se disfrazan de guerrilleros”, se quejaba alguna vez el propio presidente de la República.

Armado de una retórica cursi, pero muy efectiva, el zapatismo inició como un reclamo histórico contra la discriminación y marginación contra los pueblos indígenas y, por supuesto, en rechazo al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Distribuidos por un periódico local convertido en vocería mundial, los obuses epistolares de Marcos circulaban por todos lados. Luego de un audaz “golpe de timón” que llevó a una “tregua armada” —que duró para siempre—, en cosa de unas pocas semanas el levantamiento zapatista se transformó en la punta de lanza de un gran reclamo social en favor de la democracia y la justicia social y, después, en la vanguardia del activismo internacional contra la globalización de la economía mundial y sus consecuencias. Pronto, a los encapuchados con pasamontañas de lana negra —pequeña auto tortura considerando el clima del municipio de Ocosingo—, se unieron los monos blancos, jóvenes activistas de fuera del país que vestían overoles de ese color, los célebres “globalifóbicos”, que luego dieron origen a tantas rebeliones al inicio del nuevo milenio. De Seattle a Wall Street.

A 25 años de distancia las cosas parecen un poco más claras: un gobierno audaz y rapaz que se creyó sus propios boletines de prensa y víctima en parte de sus propias luchas intestinas perdió estrepitosamente la batalla mediática ante un pequeño grupo de activistas de medios, que desde Balderas 68 y otros espacios de influencia supieron aprovechar su momento.

No importa demasiado que poco después la traición y los negocios devoraran a sus propios protagonistas: Quedan los recuerdos del rol de Esteban Moctezuma en las operaciones militares para arrestar a Rafael Sebastián Guillén Vicente, el intrascendente individuo detrás de la máscara del subcomandante. También la captura y pronta liberación del comandante Germán, aquel obscuro personaje que a inicios de los años noventa desplazó violentamente a los diáconos del obispo Samuel de lo que sería conocido como el territorio zapatista. Ahí queda también la historia del equipo de enlace secreto entre Los Pinos y La Realidad, que amparados en una cámara de televisión cruzaba sin problemas los retenes de ambos bandos; incluida la escena del general Salgado reconocido por sus propios “torturados” cuando cantaba en el bar de un hotel de Acapulco. O los documentos de inteligencia militar que señalaban a Richard Feinberg, un profesor universitario estadounidense, quien había sido operador del Departamento de Estado para temas latinoamericanos, como cabeza de una enorme red de apoyo intelectual al zapatismo, o que los mismos expedientes enriquecieron años después el libro más completo publicado sobre el tema.

A 25 años, las imágenes que quedan en la memoria son pocas: las fotos trucadas sobre los soldados zapatistas muertos y sus rifles de palo, la foto de Manuel Camacho agarrando la bandera nacional que el subcomandante Marcos levantaba desde el pulpito en la catedral, las fotos de un anónimo vocero de la PGR (que después entraría a Los Pinos en calidad de cuñado) revelando al mundo “la verdadera identidad” del supuesto guerrillero, o las de la explanada de la UNAM repleta de chavos, como nunca antes, para escuchar al propio Marcos.

De lo ocurrido entonces, el regreso al centro de la vida pública de las dos grandes instituciones del siglo XX, El Ejército y la Iglesia Católica, la caída de los precios internacionales del café, el abandono gubernamental de su retórica sobre el ejido, el resquebrajamiento de la omertá priista, es mucho lo que seguramente quedará en el olvido. Y algo más, se mantendrá en las sobras, al menos mientras sus protagonistas sigan en activo. Por ejemplo, la participación de algunos operadores en México de George Soros —como un actual senador sin partido—, en la estructura social de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, o la propia carta que el obispo Samuel Ruiz entregó de propia mano al papa polaco en mayo de 1990, advirtiendo del estallido social; quizás las razones que alimentaron la presión mediática que llevó a la liberación del comandante Germán. Quizá lo más relevante a un cuarto de siglo, es la lección básica de que todo es posible: Como el hecho de que un pequeñito grupo de activistas universitarios fueran capaces de ir más allá del fin de la Guerra Fría y sin pasar por La Habana (al parecer) o por la llamada izquierda partidista —desde el cardenismo al morenismo—, hayan podido desafiar como lo hicieron a quien es señalado como el jefe de jefes de la mafia del poder.

Sobre la inevitable pregunta de si valió la pena tanto ruido, tanta tinta derramada, seguramente es posible evadirse en el juego de las estadísticas o detrás de la ideología del momento. O a lo mejor es suficiente con darse una vuelta por los pasillos del mercado municipal de San Cristóbal para ver qué venden y qué compran los vecinos del lugar, o por la clínica tanto tiempo abandonada en San Andrés Larráinzar, corazón del territorio zapatista para poder intentar alguna conclusión personal. O en una de esas, 25 años no son nada y habrá que esperar otro tanto. Bueno, por lo menos ya la mayoría de los mexicanos decimos “Chiapas” y no “Chapas”.

 

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