Introducción
Presentamos dos cuentos extraídos de la antología Ni una más. 40 escritores contra el feminicidio (Fabrizio Lorusso y Clara Ferri coordinadores versión mexicana, Ed. Universidad Iberoamericana León, 2017). El libro Ni una más es la traducción de una obra colectiva que salió originariamente en Italia, coordinada por la escritora Marilù Oliva. Los cuentos se basan en historias reales de feminicidios y, lejos de referirse tan solo a la realidad italiana, se presentan como universales y arrojan una imagen impactante de esta problemática social, cultural y política gracias a las herramientas del periodismo narrativo y de la literatura. Todas las traducciones han sido realizadas por estudiantes y egresados de la carrera en Letras Italianas de la UNAM bajo la revisión de Clara Ferri y Benjamín Maldonado Carrillo. La obra fue traducida gracias a una contribución a la traducción asignada por el Ministerio de Relaciones Exteriores y de la Cooperación Internacional Italiano. Fundamental ha sido el apoyo de la editorial italiana Elliot, de la coordinadora del volumen en italiano, Marilù Oliva, de las y los autores participantes, de los y las traductoras y de la asociación italiana Telefono Rosa para la defensa de los derechos de las mujeres.
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Cuento 1
LAS VOCES DESDE LAS PAREDES de Maurizio De Giovanni – Traducción Annalí Maya
Lo sabes. Te amé. Te amé mucho.
Lo recuerdo como si fuera ayer, cuando llegabas desde lejos, con tu andar seguro, la mirada alta, el cabello ondeándote en el viento. Cómo me gustabas. Eras tan inteligente, tan profundo; todo lo que me decías me hechizaba, me sentía pequeña, estúpida frente a ti. Me parecía absurdo que te hubiera gustado justo yo, insignificante, ingenua, insegura. Quién sabe qué te interesaba de mí.
A veces sentía que me mirabas fijamente mientras hacía otra cosa; y no me volteaba para cruzar la mirada contigo, para no interrumpir el flujo de tus pensamientos. Estaba consciente de que en tu gran mente había zonas en las que no podía entrar, que querías conservar para ti; y que de cualquier modo no hubiera entendido, porque estudiabas precisamente el proceso del pensamiento, conocías los atajos, los caminos desconocidos. No te preguntaba nada, tú no me decías nada. El fantasma del silencio que luego nos acorralaría, nos sumergiría despacio como la marea nocturna, oscura y muda; ya comenzaba a merodear a nuestro alrededor, cuando empezábamos a olfatearnos, a entender que seríamos el uno para la otra.
Lo debí saber. Lo debí entender. La culpa no fue tuya, ¿sabes?, fue sólo mía.
Porque debí saberlo.
¿Papá? ¿Papá, me escuchas?
Lo sé, no quieres que levante la voz. Ni siquiera quieres escucharla, mi voz. Incluso hasta una vez me lo dijiste ¿recuerdas?, que mi tono te fastidiaba, que te distraía de tus pensamientos. Y tus pensamientos eran demasiado importantes, no podían ser perturbados, desviados de su curso.
Desde que era niña conozco esa sensación. Las veces que estabas en casa, y que tenía que dejar de jugar, de ver la televisión, de escuchar música. Recuerdo los ojos de mamá, muy abiertos por el terror, una muda petición de comprensión, quizá de ayuda. Quédate callada, me suplicaba. Callada. Y yo me callaba, por ella y por mí. Para no sentir en la piel el ardiente dolor de tu cinturón, para no tener que experimentar la terrible combinación de tu rostro carente de expresión, de tu mirada vacía y del sufrimiento de las heridas en la espalda.
¿Me escuchas, papá? ¿Me oyes?
Me escogiste y me tomaste. Mi opinión jamás importó. Y, por lo demás, no habría sabido qué decir: no era ni feliz ni infeliz, estaba destinada a ti, y tu deseo era la única condición suspensiva para ser tuya. El matrimonio fue la actuación de siempre, sonrisas, felicitaciones. Sólo mi padre, en determinado momento, me apretó suavemente el brazo: lo miré a los ojos, leí con sorpresa un poco de inquietud. Él también era de los que no hablan mucho, ¿recuerdas? No dijo nada. Pensé que estaba triste porque me iba, porque ya no tendría a su niña.
Hoy sé que no era así.
Pero no tuvo la fuerza de decirme lo que estaba pensando, y yo no tuve la fuerza para escuchar su corazón. Y algo del mío.
Quería una casa, quería un hombre y quería una familia. Había nacido para eso, estaba programada como un robot. Y te quería a ti.
¿Papá, me escuchas?
Sé que no me contestarás. Nunca me has contestado.
No porque alguna vez te haya preguntado algo, por lo demás. ¿Qué habría podido preguntarte? ¿Qué teníamos en común? La casa, mamá. Pero tú regresabas y te sentabas en el sillón, con un libro sin leer en la mano, la mirada ausente, los ojos vacíos.
Aquellos ojos. Tan parecidos a los míos, tan terriblemente diferentes. Una ventana abierta a la nada, al espacio sin aire que hay entre las estrellas, sin la quietud de un rayo de luz. Tus ojos eran el lugar del silencio, papá.
Un silencio que infectaba también a mamá, que incluso renacía cuando no estabas, como despertándose en primavera después de un largo e incurable invierno. No significaba que estuviera alegre, pero al menos el mentón no le temblaba de terror como cuando me pegabas; la mirada en el fregadero, las manos blancas por la tensión, secando nerviosamente un plato que ya estaba seco.
No hablaba de nosotros en la escuela. Me avergonzaba la diferencia abismal entre mi mundo y el de mis compañeras, que hablaban de sus padres con ternura, con fastidio o con simpatía. Que incluso se reían de ello.
Yo no tenía nada de qué reír.
Sabes, incluso me sentí contenta cuando aceptaste el nuevo cargo. Ahora parece absurdo decirlo, pero me sentí contenta.
Claro, no era el ascenso que deseabas y eso agudizó tu nerviosismo, tus silencios; sin embargo, estabas más cerca de casa y los horarios eran definitivamente más cómodos. Pasaríamos más tiempo juntos, con dulzura podría mitigar tus inquietudes que no entendía, que no me dejabas conocer.
En cambio.
Pero no podía saberlo en ese entonces.
Quería un hijo, lo quería con todas mis fuerzas. Creía que lo quería para mí porque me sentía madre desde siempre, llevaba en la sangre y en las entrañas las ganas de que me llamaran mamá. Pero sin saberlo lo quería para nosotros dos. Imaginaba que junto a una cuna nos convertiríamos en otra cosa: dos padres, una familia. Que el velo que se espesaba cada día entre tú y yo se caería, que vería tu sonrisa.
Al principio, algunas veces me hablabas de tu trabajo. Me describías aquellos pasillos silenciosos, las celdas cerradas. Me hablabas del chirrido de las pesadas rejas que se deslizaban sobre los rieles, de los cerrojos, de las cadenas. Y me contabas sobre el horror del abismo de la locura, de la oscuridad a la que estabas obligado a asomarte, para encontrar la extremidad de las neurosis, de las fobias, de la locura que examinabas.
Cuando nació nuestra hija fui feliz. Recuerdo que, cargándola entre mis brazos, volteé hacia ti para ver al menos una vez en tus ojos la felicidad, el orgullo y un poco de fe en el futuro.
Mirabas hacia otra parte, frunciendo el ceño, las comisuras de la boca muy lejos de una sonrisa.
La oscuridad salía de las celdas y empezaba a tragarse tu alma.
¿Papá? ¿Al menos ahora puedes oírme, papá?
Quién sabe si me estás escuchando. No lo sé. Nunca lo supe, qué tanto me escuchabas, las raras ocasiones que tenía el valor de hablarte. Crecía, me convertía en mujer delante de ti y tú no me veías. Al final, aprendí lo mucho que me convenía que no me vieras. Ninguna mirada para mí, ningún dolor en la espalda.
Con el tiempo te acostumbras a todo, ¿sabes, papá? Te acostumbras.
Yo, por ejemplo, me había acostumbrado a no tener una vida.
Le dijiste a mamá que no te gustaba que yo estuviera fuera de casa para nada que no fuera la escuela. Que el mundo era un lugar terrible, como bien lo sabías, como lo experimentabas día tras día. Que la única certeza, la única seguridad estaba dentro de las paredes de la casa.
Lo dijiste justo así: dentro las paredes de la casa. Pensándolo bien, es muy divertido, ¿verdad, papá?
E ibas personalmente a recogerme a la salida de la escuela. En silencio, me traías de nuevo aquí. No consentías que caminara sola, ni siquiera algunos metros. Todos pensaban: ¡Qué padre tan amoroso! ¡Cuánto quiere a su hija!
Muchísimo, ¿verdad, papá?
Más que a nada en el mundo.
No tenía el valor. Nunca lo tuve, en realidad. Me daba cuenta de lo que le estabas haciendo a nuestra hija, de cómo la estabas encerrando en una jaula sin ventanas, de lo incapaz que sería de enfrentar el mundo si nunca lo hubiera conocido; pero nunca habías sido tan firme y decidido, y yo no te contradecía ni en las tonterías, no tenía la fuerza para oponerme.
Trataba de hablar con ella, al menos cuando no estabas, y habíamos desarrollado un lenguaje en el silencio, hecho de señas y miradas a tus espaldas. Le trataba de explicar tu forma de pensar, le contaba las cosas horribles que tenías que escuchar cada día, de los reos y de sus atroces delitos que cargabas en los hombros y en el corazón. Le platicaba que el mundo que tenías que enfrentar, tú que eras médico y que habías elegido ayudar a los demás a curarse, era demasiado pesado para tus frágiles hombros y que nosotras teníamos, al menos, el deber de ayudarte, dejándote tranquilo, dándote un poco de serenidad al menos entre estas paredes.
Entre estas paredes.
Que Dios me perdone.
¿Papá? ¿Me oyes, papá?
¿Recuerdas cuando lo llevaste a casa para mí?
Yo ya estaba grande. Ya no tenía que ir a la escuela, y ya no había fiestas de cumpleaños a las que me invitaran pero que tenía que rechazar, con cualquier excusa absurda.
Habías decidido que ya era una mujer. Que necesitaba un marido para tener un hijo, para darte un nieto. De repente te obsesionaste con el tiempo, la necesidad de ganar a través de mí un pedazo de supervivencia después de la muerte.
Y lo llevaste para mí.
Trabajaba contigo, era tu asistente, un enfermero. Robusto, alto: quizá sujetaba entre sus brazos a tus locos, babeantes pacientes mientras les inyectabas fármacos en las venas, para hacer que durmieran, para que perdieran lo poco de humano que aún conservaban.
Me daba miedo, al principio. Luego me di cuenta de que también en sus ojos vibraba aquel terror que conocía tan bien, la sumisión carente de voluntad que veía cada día en los ojos de mi madre.
Me fui con él. Una pantomima de matrimonio entre desconocidos, unos familiares estupefactos, algunos de tus colegas que intercambiaban miradas burlonas. La única fotografía, sobre el trinchador, captura nuestros ojos sin expresión: yo, tú, él. Sólo mamá se ve desesperada. Es increíble cuánto nos parecemos, ¿verdad, papá? Cuánto nos parecemos, sin parecernos en lo absoluto.
Duró poco. Cambiaste de opinión, casi de inmediato. No podías controlarnos a tu gusto, en otra casa; aun cuando él, al igual que tú, no decía una palabra, aun cuando su mirada aterrorizada ni siquiera me acariciaba, aun cuando mi vida no había cambiado en absoluto con el matrimonio.
Una mañana, me regresó a casa. Y después regresó también mis cosas. Sin decir palabra, sin dar explicación. Pero no era necesario, ¿verdad, papá? En tu mirada helada, en tu gesto de consentimiento, estaban todas las explicaciones necesarias.
Todo lo que se tenía que saber.
Cuando la vi regresar a casa, ocurrió algo en mi corazón.
Había aguantado todo; aguanté todo. Primero el amor, luego la inercia y el miedo me habían anestesiado toda voluntad, considerando que la haya tenido alguna vez; pero ver a mi hija, lo único hermoso en mi vida, la única dulzura, la única ternura que me había sido reservada, reducida a un animal sin futuro me hizo encontrar una fuerza que no sabía que tenía.
Esperaba, cuando tú mismo decidiste que debía tener una vida propia, un marido, una casa; que querías un nieto, alguien que diera un futuro a ti mismo, después de ti. Esperaba que le tocara un destino diferente, que tuviera una existencia lejos de tus terribles manos y de la locura que de las celdas oscuras te habías contagiado.
Y en cambio, estaba de nuevo allí, con el alma destrozada, entre aquellas paredes. Y tú de nuevo con tu penumbra sobre ella.
Esperé la noche de tu guardia. La esperé con frialdad, cuidadosa de no dar a ninguno de mis gestos una connotación nueva, diferente; consciente de tu diabólica capacidad de olfatear el aire, de reconocer las emociones como si fueran un sabor, un mefítico olor. Reuní las pocas cosas necesarias, las metí en una bolsa. Pensé que iríamos con mi hermano, lejos, aunque no lo veía desde hacía muchos años. Que de allí nos iríamos todavía más lejos, a América, a África; que trataríamos de encontrar un espacio para la vida, en nuestro tiempo. Para ella, no para mí.
Cuando, apenas cruzando la puerta, llegó por detrás el golpe a mi cabeza, tuve sólo un instante para pensar en lo que me había traicionado, cómo te habías dado cuenta.
¿Papá? ¿Sabes, papá? Me lo esperaba.
Nunca pensé que lo lograríamos. Me di cuenta de que veías las llaves del desván colgadas en el otro clavo, a pocos centímetros de distancia del clavo de costumbre. Que por eso, como de rayo, te habías dado cuenta de que mamá había buscado la maleta grande, lo único que podría querer de allá adentro. Tú y yo nos parecemos, lo sabes. No solamente en los ojos, también en la forma de pensar.
¿Y por qué no se lo dije? Fácil, papá: porque quería que lo intentara. Porque si hubiera sabido que habría una posibilidad, una sola, de que te dieras cuenta de algo, nunca lo habría hecho. Mamá es cobarde, lo sabes papá. No tiene nada de valor.
Lo teníamos que intentar. ¿Lo entiendes, papá? Al menos intentarlo.
Lástima.
Me desperté aquí. La cabeza me punza, siento la sangre que me escurre por el cuello. El olor del cemento fresco, la oscuridad, el silencio. La cinta adhesiva en la boca me hace respirar con dificultad. Las manos y los pies atados tocan las paredes que me rodean. ¿Qué lugar es éste?
Percibo el olor de ella, de nuestra hija. La toco, a pocos centímetros de mí. Está tranquila, no se mueve, pero respira con regularidad. No responde a mis lamentos desesperados, sólo escucho mi maullido de gata, como en los sueños en los que quisieras gritar y la voz no sale.
Pierdo fuerza. Caigo en el vacío.
¿Sabes, papá? Te vi. Agradezco que, aunque amarrada y amordazada, me hayas dejado ver mientras preparabas la cal, los ladrillos y el cemento.
Y lo entiendo todo, entiendo que lo haces por nosotras. Que la seguridad que querías para tu familia, la protección de un mundo loco y desesperado, en realidad puede estar aquí, sólo aquí.
En estas paredes.
Cuento 2
FUEGO AMIGO de Laura Costantini y Loredana Falcone – Traducción de Edita Cabrera
El rechinido de la silla en el piso es opacado por la agitada voz de Luisella. Aún está enojada cuando se sienta a la mesa frente al desayuno. Podía evitarse esa última chingadera: presentarse a la fiesta familiar sabiendo que no era bienvenido. Presentarse, Él y su expresión dura. Dura como su boca. Él nunca responde. Él y su expresión. Luisella se agacha hacia la taza del café con leche, lo aleja de su vista. Anticipa el momento que está por llegar. Él tiene que largarse hoy. Debe dejarla libre. Para recuperar el tiempo que le ha dedicado, para reconquistar los entusiasmos que Él apagó, para los proyectos que le reprobó. Libre para reír junto a los hijos que Él no quiso, no aceptó. No amó. Luisella levanta la mirada hacia el pasillo. Los niños todavía duermen en sus camas mientras Él forcejea a sus espaldas. Estará midiendo la leche en el pocillo. Ni un dedo más arriba ni uno abajo de la marca dejada por años de desayunos silenciosos. Luisella le reclama el desconcierto de su familia. Él está callado. Le echa en cara sus inútiles celos. Él está callado. Admite que casarse con Él ha sido el error más grande de su vida. Él está callado. Y ese silencio le pesa, lo siente en los hombros. Pero no la previene. No a tiempo.
El azote helado contra la nuca la embiste junto al olor penetrante del solvente. Las palabras se le apagan en la boca mientras el fuego se enciende. Es el odio que él ha incubado por años lo que quema. Es la maldad en sus ojos la que se nutre de su terror. Luisella es más fuerte que Él. Pero le tiene miedo al fuego. Y el fuego será su castigo por haber dejado de ser como Él la había creado. Por haber ridiculizado sus manías. Por haberle quitado todo lo que hacía de Él un Hombre. La esposa, la casa, los hijos que no hubiera querido. Los hijos, que lo han quitado del centro de su atención. Los hijos… culpables. Los hijos.
Son la cosa más importante. No pueden, no deben pagar. Ignora las llamas. Corre bajo la regadera. No grites. No los despiertes. Mantenlo alejado de ellos. No te detendrá. Ha confiado al fuego la tarea de detenerte. Él piensa que es suficiente. Él no es una madre.
Bajo el chorro de agua se deshace su envoltura. Ropas, cabello, piel, sangre se amontonan a sus pies. Luisella no los mira. Escucha la puerta de la casa abrirse y cerrarse. Él se largó. Él se fue. Quisiera creer eso pero ya no hay tiempo de deseos, proyectos, esperanzas. Luisella se topa con sus propios ojos en el espejo. La única percepción que le queda de sí misma.
Regresará. Y no tendremos salida. Pide ayuda. No importa cuánto duela.
La puerta está cerrada. Luisella choca contra las paredes. Deja huellas de sangre mientras grita. Después corre a la ventana pero sus dedos no logran sujetar la manija. Choca contra los vidrios. Él está regresando, escucha la llave en la cerradura. El terror invade su mente.
No pienses en ti. No hay tiempo. Ve con los niños.
Están despiertos. Los ojos abiertos sobre ese fantoche de carne. Pero es su mamá y es suficiente para tenerlos tranquilos. Luisella usa lo que queda de su cuerpo para protegerlos. Recibe sobre sí misma ese nuevo azote helado. Es como una ola que la embiste y le quita el respiro. Quema incluso antes de encenderse.
Los quemará también a ellos.
El grito irrumpe entre las llamas. No es dolor. Es la conciencia de que a Él no le basta su sacrificio. Su odio aún no se ha saciado. Como el fuego que la consume. No puede ver a los niños, están atrás de ella. Pero Él está frente a ella. La expresión dura. Sólo se ve en sus ojos el serpenteo de las llamas, nada más. Luisella extiende los brazos. Está lista para abrazarlo, para llevarlo a la hoguera consigo.
Lo detuviste. Míralo. Tiene miedo.
Tocan a la puerta. Golpean contra la puerta. Llaman. Los ojos de Luisella recobran la esperanza. Lo acorralan y después lo someten sin opción.
Lo lograste. Abrirá la puerta y ya no podrá lastimarlos.
Él camina hacia atrás. Mira fijamente las llamas que continúan devorándola.
Cuando la mirada horrorizada de la vecina se perfila en el rectángulo de puerta Luisella se traga los gritos. Ahora implora la salvación de sus niños. El fuego se apagó pero esto todavía no acaba. Él toma en brazos al varón. Lo aprieta en su pecho. Parece que lo está protegiendo pero Luisella sabe que se está escudando con él. En los ojos inmóviles Él ya tiene la respuesta a todas las preguntas. Un accidente. Un trágico accidente doméstico.
No se los debes permitir. Deben entender qué fue lo que pasó. Sólo así los niños estarán seguros. Diles que fue él. Que nos quería matar.
La voz de Luisella es débil. Sofocada por el sufrimiento que consume ese poco de vida que el fuego le ha dejado. Pide agua. Se la dan. Pero el inútil refrigerio no le regresa la fuerza para pronunciar el nombre de su asesino. Es su hija la que lo hace. En el silencio angustiante de la espera de los primeros auxilios es la pequeña voz la que hace la única pregunta a la que no habrá respuesta: «¿Por qué lo hiciste, papá?»
¿Por qué lo hizo?
Los ojos están inmóviles bajo lo que queda de los párpados. El cuerpo atormentado de Luisella es un capullo que está reabsorbiendo a la mariposa. Pero ella aún está ahí. Y necesita respuestas para estar en paz.
Lo hizo para estar finalmente a tu altura. Para demostrar qué tanto tú fuiste grande al crear, tanto él lo fue al destruir. Quería la misma felicidad.
Pero no la tendrá, piensa Luisella. Incluso en el sopor de los sedantes entendió las palabras susurradas por su madre: los niños están bien y él la va a pagar. Encerrado en una celda, prisionero de su orden maniático, condenado a su obtuso silencio, la va a pagar.
Es ésta la certeza que necesita. Ahora puede morir.
*La presentación del libro será en la UNAM el día 17 de agosto a las 5 de la tarde en el Aula A de la Facultad de Filosofía y Letras (link evento:https://www.facebook.com/events/120816551867595/).