Cómo evitar un apartheid tecnológico

María José Carmona

Es difícil predecir cuántas personas leerán este reportaje, pero sí podemos asegurar que unos cuatro mil millones no lo harán.

Como tampoco harán su próxima transferencia bancaria desde el móvil, ni conseguirán un vuelo barato de última hora, ni podrán inscribirse desde casa a las miles de ofertas de empleo que se publicarán hoy.

Viven desconectados, en las antípodas de las cuentas Premium de Amazon, excluidos de la conversación global por falta de tecnología, de dinero y de educación. La digital es ahora la gran brecha que divide el mundo entre una mitad que pasa más horas en línea (online) que durmiendo y otra que piensa que la nube es simplemente agua evaporada.

La brecha afecta sobre todo a países en desarrollo (el 60% de las personas desconectadas vive en Asia y el 18% en África), pero también parte en dos a aquellos con la mayor renta per cápita. Ahora mismo un 15% de los europeos no tiene acceso a internet. Gente como Julio Zamora.

“Antes, para pedir una cita con el médico tenía que hacer cola durante horas en el ordenador de la biblioteca, si no, me tocaba ir al aparcamiento del centro comercial y engancharme a la wifi”. Julio vive con sus tres hijos y su mujer en la Palmilla –uno de los barrios más deprimidos de Málaga– y hasta hace poco su único equipamiento tecnológico era un móvil (sin datos) para toda la familia.

Estar en el lado malo de la brecha significa precisamente eso: rastrear cafeterías y centros comerciales buscando redes abiertas, aguantar largas lista de espera para resolver un sencillo trámite administrativo, ir empresa por empresa repartiendo currículos en mano y que te los rechacen por no poder enviarlos por e-mail.

“Internet nació para mejorar nuestra calidad de vida, pero cuanto más se avanza, cuantos más servicios electrónicos hay, más atrás estamos dejando a una cantidad enorme de gente”, cuenta Tomás Pérez, de la Asociación al Servicio de la Investigación y la Tecnología (ASIT). Este colectivo llegó hace 20 años a la Palmilla. Entonces, una cuarta parte de sus habitantes vivía en el umbral de la pobreza, siete de cada diez estaba en el paro y un 8% ni siquiera sabía leer. “Cuando planteamos abordar la brecha digital todo el mundo nos miraba como si viniéramos de otro planeta. Para ellos, internet era un lujo”.

Empezaron por visitar varias empresas y reunir viejos ordenadores a punto de ser desahuciados. Ellos los reciclaban, los reparaban y los ponían al servicio de las familias. Desde entonces han facilitado equipos a casi un centenar viviendas (entre ellas, la de Julio). “Pero solo con distribuir ordenadores no arreglamos nada”, precisa Tomás Pérez, “tenemos que facilitarles formación para que puedan sacarle provecho”.

Investigadores como el sociólogo Stefano de Marco distinguen entre brecha y desigualdad digital. La brecha marca la diferencia entre los que tienen internet y los que no, la desigualdad está relacionada con el uso.

“La tendencia en occidente es que la brecha desaparezca poco a poco. En España, por ejemplo, el 84,6% de la población ya tiene acceso a internet, cuando hace cinco años era solo el 65%”, explica De Marco, “el problema es para qué se utiliza”.

Según un estudio elaborado por Orange en 2014, solo un 46% de las familias con renta baja utiliza internet para hacer trámites con la administración y un escaso 23% lo aprovecha para comprar o hacer gestiones con su banco. Los hogares de rentas altas usan estos servicios casi tres veces más.

“Las personas con más problemas económicos tienden a conectarse menos y encima los usos que hacen suelen ser solo de entretenimiento”, insiste el sociólogo. Desigualdad digital es esto. Que solo una parte de la población sea capaz de disfrutar las ventajas de la red (acceder al conocimiento, conseguir una mejor atención, ahorrar tiempo, comprar más barato). Y que esa parte sea precisamente la que ya tenía más privilegios.

Huérfanos digitales

Según el Estado Mundial de la Infancia 2017 (de UNICEF), 346 millones de los llamados “nativos digitales”, en realidad, no tienen acceso a internet. Es la “nueva línea divisoria entre infancias ricas y pobres”.

Incluso en países como España, donde tres de cada cuatro niños tiene móvil, el estatus socioeconómico vuelve a marcar la diferencia. El hijo de una familia con recursos usa más la red para buscar información, hacer los deberes y leer que el hijo de una familia humilde. Sencillamente porque a este último le falta el conocimiento, la habilidad y un contexto social que le ayude.

“Dicen que son nativos digitales, pero realmente son huérfanos digitales. Aprenden a usar la tecnología solos, con Instagram o con Snapchat. Hay que educarles en el buen uso de la tecnología”. Habla Rosa Liarte, maestra de educación secundaria.

En sus clases utiliza a diario herramientas para crear ebooks, aplicaciones para editar contenidos online, planos de google maps. “Proponemos que se traigan su propio dispositivo móvil, la gran mayoría tiene móvil, tableta u ordenador. Si no, el colegio se lo presta”.

Pero su experiencia no es la más habitual. Todavía el 40% de los profesores sigue sin incorporar la tecnología a las aulas, ya sea por falta de equipamientos o de formación.

“El mundo de internet evoluciona a una velocidad tremenda y las escuelas no saben cómo actuar. De un centro a otro hay muchas diferencias, en algunos es obligatorio usar las tabletas y en otros hablar de tecnología es como hablar de ciencia ficción”, afirma la investigadora Estefanía Jiménez, especializada en alfabetización audiovisual y uso de redes sociales. Por eso destaca la necesidad de invertir en educación. No solo porque algunos alumnos estén hoy en desventaja, sino porque además la falta de aptitudes digitales también les expone a más riesgos.

“Se trata de prevenirles de nuevos peligros como el ciberacoso o el discurso del odio en la red”.

Internet, espejo de la desigualdad

Más del 90% de los empleos que hoy se crean en la Unión Europea exigen habilidades tecnológicas. Internet no es un lujo, es la diferencia entre tener un trabajo o acabar marginado en un mundo lleno de pantallas, entre heredar la pobreza o conseguir una vida mejor que la de tus padres.

Por esa razón, el investigador del CSIC José Manuel Roblespropone definir esta tecnología como un “bien público, no opcional”. Pide que la educación en internet sea universal y obligatoria, como la educación básica. “La brecha y desigualdad digital deberían ser consideradas como un problema social”, defiende Robles, porque contribuyen a que se potencien el resto de desigualdades.

El sociólogo Stefano de Marco lo define como un espejo. “Internet refleja la desigualdad que ya existe en la realidad. Aunque muchas veces también actúa como una cuña. Ayuda a que se agudicen aún más las diferencias”. Para entenderlo basta con volver al principio de este reportaje:

Si los que ya tienen recursos aprenden a aprovechar mejor internet, eso les ayudará a conseguir todavía más recursos y la diferencia con los que tienen menos se hará más grande. Se hará, con el tiempo, casi insalvable. Una especie de apartheid tecnológico.

Según De Marco, solo hay una forma de evitarlo. “Que en las nuevas generaciones se haga una política agresiva de igualdad de uso, acceso y habilidades desde que son pequeños. Ellos son la única esperanza”.

En casa de Julio Zamora ya se van notando los cambios. Desde que instalaron su primer ordenador, los niños han mejorado sus notas. “Sobre todo en lenguaje y matemáticas”, dice Julio. “Yo lo que quiero es que aprendan, que estudien, que el día de mañana puedan competir por un puesto de trabajo con cualquiera”.

 

Publicado originalmente en Equal Times

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