Europa era una fiesta

Juan Bordera / Periódico Diagonal

En los últimos días se han aprobado dos pactos vergonzosos en el Consejo Europeo. Por un lado, el pacto con Reino Unido por el cual podrá discriminar a los trabajadores en función de su pasaporte para controlar la inmigración –fantasma del Brexit mediante–, y en el otro flanco, el histórico y siniestro pacto con Turquía, la capitulación del sueño de una Europa justa y solidaria: les pagaremos 6.000 millones de euros para que laven nuestras manos manchadas, facilitaremos al Gobierno autoritario de Erdogan acceso a la Unión Europea y visados, a cambio de que ejerza de barrera/portero ante unos refugiados a los que hemos dejado apátridos con nuestra política exterior reciente, en busca de los recursos que devoramos en el aquelarre consumista mal llamado “primer mundo”. Que más bien parece la antesala del último. El Muro de la Vergüenza en mayúsculas renace en Turquía.

Europa vive inmersa en una gran fiesta en la que casi nadie quiere que la música se detenga, una música un tanto sórdida, de esas que hacen prever que ya queda poco para que enciendan las luces del tugurio. Aparte del flamante portero turco también hay reservados para VIP como Reino Unido o Alemania. Europa es como una discoteca en la que a uno le dan ganas de todo menos de permanecer, salvo a las élites, ellas están más cómodas que nunca. Pues jamás fue la UE un intento de equiparar derechos y deberes, ni de ayudar a los más desfavorecidos siquiera dentro de sus propias fronteras. Valga lo ocurrido en Grecia como ejemplo. Siempre fue un proyecto de las oligarquías –en principio del carbón y del acero, luego de las financieras, si es que no son las mismas– para buscar mercados más homogéneos y, por tanto, controlables. Por eso la desigualdad ha conocido su mejor época desde que Europa es una fiesta. La fiesta de la plutocracia y la hipocresía. Nobel de la Paz incluido.

Aviso a navegantes, atentos a babor y a estribor, después de la fiesta vendrá la consecuente resaca. Se están creando nuevas barreras que, a diferencia de los antiguos muros de hormigón, están armados de un material mucho más difícil de derribar: prejuicios.  ¿Qué mensaje le estamos mandando a los partidos xenófobos de Europa Central, Amanecer Dorado o al Frente Nacional de Le Pen? ¿Que tienen motivos? Calais, Idomeni, son nombres que pueden mancharse tanto como Auschwitz o Treblinka. Recordemos, al principio no eran más que campos de concentración, el horror vino después. A diferencia de aquellos pobres alemanes a nosotros nos están narrando el comienzo del genocidio en directo, ahora simplemente la cámara de gas ha mutado a líquido y se llama mar Mediterráneo.

El doble rasero con las fronteras de Turquía y Reino Unido evidencia las condiciones de absoluta debilidad de este proyecto descompuesto que es la Unión Europea. El TTIP promete una nueva genuflexión de las soberanías, ya con rojeces en sus rodillas y enfermas terminales. Mientras los derechos de circulación de las personas retroceden, los de las multinacionales y los capitales avanzan a un ritmo que debería provocar una rápida reacción organizada en la población. Asistimos impasibles ante la magnitud de la tragedia y sin saber bien qué hacer. Y la respuesta es obvia.

Algún día diremos “hasta aquí”, quiero pensar. O paramos al capital financiero que legisla en todos los países a golpe de mercado y sus proyectos como el TTIP o lamentaremos en un plazo muy corto no haber hecho algo para evitar que las personas seamos cada vez más mercancías en manos de estadistas sin alma como los dirigentes del Consejo Europeo. Del “no pasarán” cuando el fascismo venía de fuera al “pasarán” con el que ahora corresponde recibir a nuestros hermanos refugiados, ya sean sirios, afganos o iraquís. El fascismo de baja intensidad lleva tiempo instalado dentro de la fortaleza llena de debilidades que llamamos Europa.

Texto publicado en el Periódico Diagonal el 10 de marzo de 2016.

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