Algunas obviedades sobre Suecia: es el país de Bergman, de Larsson y Salander, de dónde venían las turistas del destape y todo un paradigma del –cada vez más añorado– Estado de bienestar. Al país escandinavo se le supone a la vanguardia de todo. Quizá por eso sorprende aún más que exija la esterilización forzosa e irreversible a las personas trans que quieren cambiar el sexo y el nombre en su carné de identidad. La ley de marras es de 1972, cuatro años antes de que el Gobierno sueco aboliera formalmente las normas que justificaron esterilizaciones en el país durante décadas. La querencia por la eugenesia en Suecia se refugió en el colectivo trans y ahí sigue, con precauciones incluidas: quienes proceden a cambiar sus datos en el registro tienen prohibido congelar sus gametos para poder usarlos en procesos de reproducción asistida. Cualquier posibilidad de paternidad o maternidad biológica de un/a trans en Suecia queda anulada. Eso sin contar que el cambio no se acepta en el registro salvo que el sujeto se haya sometido a la cirugía genital completa. No sólo hay que serlo, hay que parecerlo. Totalmente.
La situación sueca ha levantado a organizaciones como All Out o Human Rights Watch (HRW), que han iniciado sendas campañas para exigir al Gobierno la abolición de la ley. Ya lo habían hecho antes, por ejemplo, con las autoridades holandesas. La campaña, según los medios suecos, ha pillado al ejecutivo en plena discusión sobre su vigencia. El debate se barrunta entre la espada y la pared, ya que uno de los socios del Gobierno, el minoritario Partido Demócrata Cristiano, se enroca en la actual legislación con un argumento clásico: el “interés de los niños”.
Paternidad o identidad. He ahí la cuestión por ahora. Un dilema que, según HRW, no está en igualdad de condiciones: “La ley sueca genera angustia en las personas trans que han decidido no someterse a cirugía genital por razones personales, que pueden ser tan simples como el deseo de ser padres. Los datos de su documento de identificación no concuerdan con su identidad y apariencia, lo que conduce a frecuentes humillaciones públicas, les hace vulnerables a la discriminación y genera una gran dificultad para encontrar empleo”.
La ley española se hace la sueca
Quienes se hacen eco de la campaña sueca citan la legislación española como ejemplo, pero ¿tenemos derecho a llevarnos las manos a la cabeza? Desde 2007, el cambio oficial se logra si el sujeto trans acepta someterse a un proceso de hormonación por un mínimo de dos años. La elección del plazo no es casual. Según explica David Molina, de Acera del Frente y la Asamblea Transmaricabollo del 15M, los endocrinos consideran que ése es el período habitual para que se produzca la esterilidad del paciente. Paciente porque, además, ha tenido que someterse a una evaluación psicológica que determine que padece una enfermedad mental, la disforia de género. Parece que la ley española se hace la sueca, aunque no prohíbe que se congelen gametos para intentar ser padres o madres biológicos a posteriori. Eso sí, sólo por la privada y previo pago de su importe.
No es una enfermedad
El debate que subyace es el de siempre: la despatologización del hecho trans. Y aquí es cuando la cosa roza el esperpento. Mientras el Estado español sigue viéndolo como una enfermedad, Suecia toma la delantera junto a Francia y, desde 2011, el sistema sanitario no lo considera una patología. De un tiempo a esta parte, el clamor por sacar las identidades trans de los manuales médicos y de psiquiatría se ha extendido hasta llegar al mismo Parlamento Europeo. Según HRW, en 2010 el Consejo Europeo recomendó a los Estados miembros que revisaran los requisitos, incluidos los cambios de naturaleza física, exigidos en el reconocimiento legal de cambio de sexo para evitar “elementos abusivos”. La idea es que el cambio registral se haga “de forma rápida, accesible y transparente”. Parece que el Estado español no puede cantar victoria en la conquista de los derechos trans.
Gran parte de los colectivos exigen la completa abolición de los requerimientos para el cambio en los registros, aunque no lo hace así la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (FELGTB). Molina lo resume: hormonación libre y voluntaria. Y siempre con acompañamiento, información sobre los efectos del proceso y asistencia sanitaria pública y de proximidad. Y por supuesto, la eliminación del certificado de disforia que determina que el individuo tiene una patología. Como explican los sociólogos de la Universitat Autònoma de Barcelona Miquel Missé y Gerard Coll-Planas en uno de sus últimos trabajos: “Se trata sobre todo de reivindicar que las personas trans, en los tratamientos médicos que puedan requerir, deben ser reconocidos como sujetos activos, con capacidad para decidir por sí mismos; se trata de reivindicar autonomía y responsabilidad sobre sus propios cuerpos, de tomar la palabra para hablar de sus propias vidas, algo que hasta ahora habían hecho exclusivamente los médicos”. En definitiva, que no sea cuestión de parecerlo. Sólo de serlo. Libremente.