Estática

Sauli Dalmasso

Compartimos el cuento «Estática», de Sauli Dalmasso

Un mundo finaliza cuando los signos procedentes de la metamáquina semiótica se hacen indescifrables para una comunidad cultural que se percibe a sí misma como ese mundo.

Franco “Bifo” Birardi

Suena la alarma del despertador, Mijaíl abre los párpados en respuesta. Se acuerda de la reunión laboral que le espera y frunce el entrecejo. Con una mano se quita las lagañas, con la otra se aprieta la entrepierna constatando una erección. Medita unos segundos si masturbarse antes o después de cepillarse los dientes. Le cuesta despabilarse. La noche estuvo plagada de sueños desagradables. Los sedantes no funcionaron y dio vueltas en la cama prácticamente hasta el amanecer. Retiene fragmentos de tres pesadillas.

La primera transcurría frente a una enorme repisa cargada de artesanías. Captaban su atención nueve lechuzas de barro similares a las que, en las crónicas familiares, la tatarabuela de su madre compraba a los tobas y ofrecía a su descendencia como amuletos de protección del hogar. Se detenía frente a una adornada con pinceladas violeta. Ante su presencia el animal movía las alas con una delicadeza hipnótica. Seguidamente emitía un chillido agudo y se abalanzaba con las garras en pinza, en dirección a sus ojos.

En la segunda aparecía en una habitación de motel junto a una mujer desconocida. Ella jadeaba mientras él la recorría con besos y mordiscos desesperados, como si quisiera comerla. Cuando se bajaba el calzoncillo para penetrarla descubría horrorizado que allí donde antes tenía un pene, ahora, palpaba una vagina húmeda. La carcajada estridente de la extraña, que vibraba contra los espejos del cuarto, le producía mareos. Desconcertado se introducía los dedos, con la intención de ver si su miembro no estaba en el interior. Su puño se perdía en el orificio. Repentinamente sentía un orgasmo.

El tercer sueño era más extenso. Miraba las noticias en el comedor, comiendo pochoclos. En el televisor un grupo numeroso de personas se arrojaba pacíficamente desde la barranca del parque España, aferrando sus celulares contra el pecho. Parecían zombis. Previo a saltar al río se tomaban una selfie, intentando sonreír por última vez. El sócalo del noticiero versaba: “¡Desocupación: ola de masivos suicidios aislados de extrabajadores!”. Quiso recordar dentro de la pesadilla hacía cuánto tiempo había sucedido eso en el mundo real ¿diez años? la diferencia radicaba en que, en aquella época, abandonaron sus teléfonos antes de entrar al agua dejando tras de sí una enorme montaña de tecnología de gama-media. Al terminar de leer el titular se descubría de frente al Paraná, a punto de saltar. Pero no podía hacerlo, no por falta de valentía, sino porque no lograba encontrar en sus bolsillos, el maldito celular.

Las tres historias se conectan en su mente con una conversación que tuvieron meses atrás con Enrique, pero evita ahondar en eso. Divaga con impaciencia sobre el contenido de la fantasía para masturbarse. No sé decide. Va a ser más fácil intentar el sexo-de-cristal, el sexo-de-piel ya no es viable ni siquiera en la imaginación. La seguidilla de pandemias que desalentaban el contacto físico culminaron anulando casi por completo ese placer; le dan asco el olor, la textura y el sabor de otros cuerpos. En la última década, además, las mujeres acordaron para sortear el eterno debate sobre la prostitución que el sexo era un trabajo para todas, estableciendo la moda generalizada de cobrar. No vale la pena recurrir a ese gasto, piensa, desde que las píldoras para la disfunción eréctil fueron retiradas del mercado sólo consigue sostenerla dura con el estímulo de la luz de una pantalla. Intenta desbloquear el celular pero algo anda mal.

Tiene que levantarse de una vez y maximizar el tiempo. Resuelve tomar un baño y mear en la ducha, afeitarse mientras desayuna. La calentura se le pasará cuando ingiera su pastilla de Caoidea. La droga sintética apareció después del suicidio colectivo tras la última crisis económica causada por el conflicto de los minerales, en el que se restableció el mapa global. En ese contexto las personas se quejaban en las redes sociales de dificultades para poder reír y llorar de forma espontánea; el trabajo virtual intermitente les impedía relajarse durante los lapsos de descanso, los días se percibían cada vez más cortos. Por más que quisieran pagar nadie estaba dispuesto a escuchar, la psicoterapia había claudicado con la desaparición del inconsciente, y los psicólogos no encontraban procedimientos efectivos para abordar la nueva condición. El caos emocional generalizado se resolvió con una pastilla de color amarilla desarrollada a partir de una variedad de cannabis, de un componente de la ayahuasca, algunas pizcas de opioides y otros químicos desconocidos. Al principio la vendían. Posteriormente, debido a su éxito, se garantizó de forma gratuita.

Mijaíl se seca con prisa y arroja la toalla al tacho de ropa sucia. Desempaña el espejo del baño para echar un vistazo a la parte de su cuerpo en dónde supo tener abdominales marcados. Le habla a su reflejo “¿quién pagaría para coger con vos?” Toma el frasco de Caoidea del botiquín, se lo pasa de una mano a la otra, como si fuera una brasa, y decide regresarlo al estante.

Bebe un yogurt con vitaminas, el batido proteico y acompaña el café con un biscocho de harina de ibuprofeno. Aún no percibe ningún dolor pero asume que el día será difícil. Vuelve a intentar destrabar el celular, le continúa apareciendo en la pantalla la leyenda “inhabilitado”. Ruega que esa palabra sea transitoria.

Lo asalta el viejo deseo de fumar. Imposible, el tabaco fue prohibido para maximizar el recorte en el gasto sanitario. Lo que experimenta es sólo un síndrome de abstinencia tecnológico-informativa. Necesita, antes de salir al mundo, chequear los mensajes, saber cómo será el clima, ver las redes sociales y que no aparezca ese vacío que surge al no tener nada en concreto para hacer. También precisa conocer el estado actual del apocalipsis cotidiano: si se intensificaron los conflictos armados a miles de quilómetros que impactaran en el precio de la criptomoneda y la cotización del agua, si hay un nuevo asteroide con riesgo de impactar sobre la tierra, cuánto aumentó la temperatura del planeta, y por último pero no menos importante, corroborar el grado de mortalidad de la nueva enfermedad zoonótica circulante. Aunque no puede cambiar el curso de esos acontecimientos, precisa informarse para sentir seguridad. Entre resoplidos aspira una línea del relajante muscular que le consiguió su amigo Carlos en la highweb.

Le cuesta escoger, sin los consejos de google, qué ropa utilizar para la reunión laboral. Su sentido de la formalidad se ha esfumado con tantos años de trabajo remoto. Resuelve vestir el traje de bodas y la chomba que usó en la última sesión de terapia matrimonial. Se ríe. Al fin habían abierto la pareja luego de tantas discusiones, pero el trío verbal con la psicóloga no logró salvarlos. Era una pena que la Caoidea no hubiese estado disponible, tal vez la relación hubiera durado un poco más. A su ex esposa sí estaría dispuesto a pagarle por sexo. Se pregunta si eso no es romántico.

Es muy tarde. Lo sabe porque aunque no consigue destrabar el celular, persiste en marcar la hora. No tiene forma de avisar al trabajo que acudirá con retraso porque el auto se halla bloqueado. Tampoco puede recurrir a los otros medios de transporte semi-públicos, su billetera virtual se encuentra como todos sus recursos, “inhabilitada”. Recuerda la vieja bicicleta en la cochera.

La retira de la pared en la que está amurada. Funciona. Valió la pena engañar la ordenanza que instaba a entregar todos los objetos de la gamma-obsoleta para enviarlos en contenedores al espacio. Los camiones chatarreros habían recorrido las calles con los altoparlantes a todo volumen “…aceptamos baterías viejas, lavarropas viejos, heladeras viejas…”. Todos obedecían para evitar pagar multas en el período de inspecciones. Mijaíl también, pero había un aparato del que no admitía desprenderse, su arcaica bicicleta azul. Decidió “esconderla” declarándola como un artículo retro de decoración. En aquel entonces muchas personas que no soportaron económicamente el cambio se arrojaron al río también. Pero no hubo cobertura, sobre todo porque se suicidaron de forma privada, sin que nadie pudiera verles, como lo hicieron algunos indígenas durante la colonización. Y cuando le enseñaron eso en la primaria, le había parecido que era algo muy digno y razonable.

Luego del último salto tecnológico los teléfonos se constituyeron en los nuevos documentos de identificación. Interconectados con los artefactos personalizados, dentro y fuera de los hogares. Mijaíl prueba el celular de repuesto con funciones operativas básicas, pero le aparece la misma pantalla “inhabilitado”. Algo muy grave debe estar sucediendo como para que lo hayan cancelado. Exasperado le pega una patada a Zimón que yace sentado en una de las banquetas de la cocina, mirando fijamente a la pared, con las pupilas sintéticas dilatadas. No responde. El androide, por supuesto, también está bloqueado. Los relatos de ciencia ficción del siglo anterior los habían proyectado como una amenaza, tal vez por eso los programaron de una forma tan rudimentaria, y únicamente sirven como juguetes de compañía, cumpliendo la función de denotar el status socioeconómico de sus dueños.

La casa está hecha un desastre, prácticamente en estado inoperable. Experimenta extrañeza por no escuchar la voz del sistema operativo. Se siente como hace mucho tiempo no le pasaba, solo. Introduce la mano derecha en el pantalón, la filtra dentro de la ropa interior para frotarla contra su vello púbico. Retira los dedos, los huele y suspira satisfecho de reconocerse.

Sale por la puerta manual de emergencia. Al panel solar, los electrodomésticos de limpieza-programada y el filtrado de agua de césped en el techo, le quedan doce horas de autonomía, antes de entrar en suspensión. Espera resolver lo que sea que haya que resolver y regresar para esa hora. Mientras cierra la puerta un grupo de runners lo embiste. No hay heridos. Tampoco discusión, solamente se observan con apatía. Mijaíl cavila en que nunca entenderá a esa gente, dicen que lo hacen para estar saludables, pero en realidad corren para escapar de la muerte, y miran al resto con la altanería de creer que son capaces de ganar esa carrera.

Elige circular junto al rodado hasta llegar a la avenida, se percata de que pueden llegar a detenerlo por perturbar el tráfico con un vehículo no permitido. Lo tiene sin cuidado ¿qué más da? su suerte está echada. Se lamenta de no haber tomado la dosis de Caoidea, le rechinan los dientes y ha empezado a sudar. Con cada minuto que pasa lo invade la sensación de que una tormenta se avecina, a pesar de que el sol brilla en lo alto, y no hay nubes a la vista.

Avanza por la vereda pensando en los muchachos, en que al fin de cuentas Pedro y Enrique habían tenido razón. Sus teorías conspirativas dieron en el blanco, se aproximaba el siguiente conflicto de ocupación laboral. La nanotecnología había permitido mapear un cerebro humano en funcionamiento. Existían dificultades para estabilizar los datos debido a que las personas transitaban las últimas fases del desarrollo de neuroplasticidad adaptativa que permitiría el auge de la inteligencia artificial más avanzada. Pero estaban a unos pasos de alcanzar ese hito. En un abrir y cerrar de ojos serían sustituidos cientos de trabajadores como ellos, que habían confiado su futuro a la ingeniería informática, en el pasado, el reducto laboral más viable. “¡Esto ni siquiera puede llamarse evolución esto ya es otra cosa! Tanto nos burlamos de los suicidios de los periodistas y de los diseñadores gráficos cuando fueron descartados, y en poco tiempo las putas inteligencias artificiales se van a reír de nosotros con nuestras propias risas”, sentenciaba Pedro.

A Mijaíl le desagradan esas conversaciones. Afortunadamente no abundan porque mientras juegan en línea se evitan esos temas, nunca se sabe a qué base de datos pueden llegar, pero tienen en claro las consecuencias. Escasean, además, las oportunidades para hablar cara a cara. Únicamente se juntan de manera presencial con “los muchachos”, el grupo de ingenieros y programadores, para ver el mundial de fútbol. Durante los partidos la mayoría bebe cerveza light, el alcohol está contraindicado por el uso de la Caoidea, y charlan sobre el deporte favorito: la especulación financiera.

En el último encuentro, en el entretiempo, Enrique les pidió que dejaran sus aparatos tecnológicos y lo acompañaran unos minutos al sótano. Cuando bajaron Mijaíl se dio cuenta que no había ningún dispositivo que pudiera grabar, y presintió que tendrían unos de esos debates insoportables acerca del transhumanismo.

No alcanzaron a terminar de sentarse que Enrique se puso eufórico. Les empezó a insistir con que debían colectivizarse y armar un movimiento de resistencia, se venía lo peor y no estaban preparados porque el trabajo remoto hacía quimérico generar vínculos. Proponía retomar la antigua experiencia de los sindicatos, sin caer en sus vicios, y terminar de una vez por todas con el fantasma de la estructura estatal coercitiva. Guardaron silencio, lo toleraban porque así era Enrique un ser inconformista con ideas disparatadas que más que peligro, daba pena. Carlos lo interrumpió y le aconsejó que dejara de ver películas viejas. Era imposible organizar en la red, un tejido entre los trabajadores “…además ¿qué querés que hagamos? ¿Qué salgamos como en la prehistoria a cortar calles o quemar edificios con la cara tapada? ¡Sabés cómo termina la cosa! esa gente termina muerta y nadie se entera de nada porque o no sale en los medios o te lo muestran como otra verdad. A nadie le importa nada en el reino de la mentira. Somos peces solitarios nadando en círculos en una cacerola, sólo nos queda la opción de sonreírle al cocinero”. Mijaíl sospechaba que las bebidas estaban alteradas y tenían alcohol, deseaba irse pero no quería ser descortés.

El otro Pedro, Pedro-José, coincidía en parte con Enrique, pero argumentaba que resultaba utópica su propuesta en la antesala del automatismo y la experiencia enjambre. “¡Estamos anestesiados por las pantallas y por las drogas que evitan que nos autoeliminemos y por el cansancio de los préstamos y créditos el presente es cada vez más costoso no hay otra forma de respirar sin que sea endeudándonos!”. Algo de razón tenía porque salvo los de carácter colectivo, ya no existían tantos suicidios individuales, si no contaban por supuesto los infantiles, que se producían porque algunos niños experimentaban intolerancia a la Caoidea.

Mijaíl no pudo contener su indignación e intervino en la conversación, “…tanto barullo hicieron cuando empezaron a estar en circulación los androides y al fin y al cabo son marionetas inofensivas, siempre alertan de que las maquinas van a reemplazarnos y nunca pasa, todavía las seguimos controlando. Y no creo que estemos peor, por algo llegamos a que los sindicatos se prohibieran cuando se burocratizaron y no servían más que para solventar sus propios intereses. Por algo la generación anterior decidió proscribir a los políticos para que cada persona se autorepresentara libremente. ¡La democracia, recuperada con sangre, terminó siendo una trampa al servicio de la soberanía del poder económico-concentrado disponiendo gobernantes para expedir leyes en pos del sostén de la paz del mercado! ¿Qué otra cosa se puede inventar después de toda esa mierda?”.

Nadie contestó a su pregunta. Estaba sorprendido de su explosión, y casi seguro de que se había ganado enemigos. Pero tanto no les importó porque cuando volvió del baño Enrique seguía insistiendo una y otra vez que valía la pena intentarlo, que era tiempo de cambiar el modo supervivencia por el vivir, ya no podían evadirse y distraerse con el entretenimiento. Debían recobrar los sentidos y la conectividad entre los humanos, romper la conexión y recuperar la capacidad de sentir emociones, porque al final para darle un alma a los algoritmos habían tenido que ceder la suya. Decía todo esto mientras sacaba un libro de papel, preservado de la campaña de reciclaje para la construcción de viviendas sustentables. Se titulaba “Fenomenología del fin”. Les explicó que allí estaba la respuesta. La única herramienta que les quedaba era la poesía.

Se lo había memorizado por si, llegado el momento, lo tenía que quemar, ya que esos textos no estaban disponibles en los e-readers: “…la poesía es el acto del lenguaje que no puede ser definido, ya que de-finir significa poner límites. La poesía es precisamente, el exceso más allá de los límites del lenguaje, que son los límites del mundo…”, a través de la poesía, señalaba, conseguirían cambiar la relación entre el significante y el significado, tenían que lograr que los poetas abandonaran el cinismo y rescataran las utopías. Cuando se calló para tomar aire todos los presentes se rieron, era una mariconada. Pero le quedaban palabras, miró en dirección a Mijaíl con los ojos inyectados en sangre y le gritó a punto de quebrarse en llanto: “¡¡¡Los androides no nos reemplazaron porque resultó ser más sencillo automatizarnos a nosotros, que creímos encontrar en la propia explotación el sabor de la libertad, trabajando hasta la autodestrucción o el suicidio!!!”.

El planteo no era nuevo, se lo había robado a otro filósofo, al surcoreano de nombre dificultoso de pronunciar para occidente. Carlos rompió la tensión bromeando con que era fascinante verlo utilizar la vetusta filosofía como autoayuda. El grupo dio por finalizada la charla subiendo las escaleras. Mijaíl se durmió esa noche en estado de ebriedad, pensando si Enrique estaba loco o no estaba tomando sus pastillas adecuadamente, y tal vez era hora de denunciarlo. Si no se autopercibía satisfecho tenía que tirarse al río y dejarse de joder. Al fin y al cabo existía gente en peores condiciones, trabajando por más horas/gigabits a un menor precio. Pero al despertarse, luego de reponerse al sobresalto de las pesadillas, recordó esta conversación, con la inquietud de que en las palabras de Enrique había algo de cierto.

Mijaíl se sube a la bicicleta y comienza a pedalear, le cuesta orientarse sin la ayuda del GPS. Aunque sigue intentando negarlo la burbuja de estabilidad ficticia ya explotó y no conseguirá esconderse. El semáforo está en verde, avanza. La noche anterior la corporación les envió un correo citándoles a una reunión urgente por la mañana, en la oficina que visitarían por primera vez. Algo delicado sucedía. Llega a la siguiente esquina el semáforo da amarillo, luego rojo. Espera. Veinticuatro horas antes se produjo una falla en la última actualización global ciberbancaria. Da verde, avanza. Era un caos sembrado. Mijaíl sospechaba cuál iba a ser la solución y no le gustaba nada. Aunque todas las áreas trabajaban por segmentos de manera independiente, sin compartir información entre sí, su sector estaba desarrollando el eslabón de un dispositivo que resolvería, en un tiempo que era imposible para los humanos, los problemas de los sistemas. Llega a la siguiente esquina el semáforo da amarillo, espera. El cuidado de la ingeniería humana resultaba ineficaz para las complejidades futuras, habían alcanzado el punto en que las maquinas dependerían de las máquinas no-orgánicas. El semáforo da rojo, avanza.

Abre los ojos. No sabe cuánto tiempo pasó ¿segundos? ¿minutos? Escucha una voz femenina que pronuncia su nombre, mueve la cabeza en dirección al sonido. Ve todo borroso. Se sienta en lo que cree es el cordón, reconoce la voz, es Ema, la esposa de Enrique, que le consulta si todavía piensa que las mujeres son una amenaza. Mijaíl sonríe, y Ema le dice en respuesta que no se preocupe, que está bien, porque sus reflejos masculinos permanecen intactos.

Recobra paulatinamente la nitidez, la bicicleta yace a un costado, destruida. Siente un hilo de sangre que le cae desde la frente, raspones en las manos y seguramente en las rodillas que arden. Ema le explica que el conductor del auto con el que chocó no se detuvo, pero que es mejor así porque ante cualquier litigio de seguros tiene las de ganar el vehículo más inteligente, le dice que va a llamar a una ambulancia, que golpeó de lleno la cabeza contra el pavimento. Mijaíl le indica que desista y lo lleve por favor con urgencia a la empresa. Se suben al vehículo. Ema es enfermera, es de la última camada de personas peor pagas que continúan en la lista de trabajos antiguos irremplazables. Mijaíl le pide un analgésico. Ella abre la guantera interrogando: “¿Qué te duele más?”. Él contesta esbozando una mueca: “La vida”.

Guardan silencio. Aflora la incomodidad porque él no la llamo para ver cómo estaba cuando ocurrió el suicidio terrorista de Enrique. Tenía miedo de que las autoridades de ciberseguridad pensaran que era cómplice. Además ella siempre le pareció peligrosa, desde el primer día que la conoció y la escuchó hablar sospechaba que formaba parte de la liga anarcofeminista que seguía pregonando el discurso antinatalista.

Ema enciende la radio, se ríen. Desde hace varias décadas se volvió obsoleta, pero los vehículos la siguen teniendo en el panel, tal vez el sector de diseño se habría olvidado de quitarla o simplemente la dejaban de adorno. Luego de buscar unos minutos encuentra una melodía suave en lo que parece una flauta. Mijaíl se pregunta si habrá sido creada por personas o por una inteligencia artificial. Da lo mismo, le genera emociones, más específicamente melancolía. La música se corta abruptamente. Irrumpe el chisporroteo de la estática. Cuando Ema está por acercar la mano a la perilla para aclarar la frecuencia aparece una voz, distorsionada ¿es una voz humana deformada por un aparato o es un aparato simulando una voz humana? mientras sus cerebros divagan en eso escuchan lo que parece ser un comunicado que narra lo que está sucediendo. Vuelve la interferencia de la estática. Luego silencio.

Algunos vehículos se detienen, seguramente la información se ha filtrado en las redes, es imposible contener el bigbang. Mijaíl gira el rostro buscando los ojos de Ema que tiene la boca cubierta por ambas manos, no debe compartir su nudo en la garganta porque está llorando. Le da las gracias y abre la puerta. Antes de bajarse susurra un inaudible “perdón”. Ella desciende el vidrio y le grita algo que no comprende: “¡Siempre le dije a mi Errico que poca justicia le hace Mijaíl a su nombre, me gustaría estar equivocada!”.

Comienza a correr, no es el único. Otra vez el fin del mundo, para algunos. Más fuerza hace para acelerar el ritmo, más se afloja el nudo en la garganta, se transforma en jadeo y cede en llanto. Tiene una erección. Corre y el sudor mezclado de sangre se filtra en la boca. Piensa que tal vez los runners no quieren escapar de la muerte, quizás corren hacia ella, para acortar la insoportable distancia intermedia. Observa los brotes de la primavera e insulta a la naturaleza, acusándola de insensible.

Veinte cuadras después llega flácido y exhausto al parque. Se abre camino entre el tumulto de vendedores de pochoclo, algodón de azúcar y maní caramelizado. Un grupo de trabajadores está formando fila para, con el último envión de voluntad, saltar desde la barranca. Se alegra de conocerles, aunque sea formando parte de la misma pandemia de suicidios. Dos niñas les apuntan con sus celulares, una está grabando, la otra ya está editando con filtros para subir el video a la red social. Se acerca al borde para verlos caer, la escena es magnética. Las escalinatas del parque España comienzan a llenarse de espectadores.

Un avión sobrevuela las aguas. Capta la atención de los presentes. Se aproxima y comienza a arrojar pequeñas bolsas. Mijaíl agarra una en el aire y la abre. Tiene cigarrillos y un barquito de papel, lo despliega y lee: “Estamos aquí para recordarte que el mundo terminó hace mucho tiempo. No vale la pena intentar morir, ya estás muerto. ¡Supéralo!”. Tiene la firma de una organización “Los culpables remanentes”. El nombre le resulta familiar, ¿son esa agrupación que surgió luego del primer suicidio masivo en el que se había esfumado el dos por ciento de la población mundial? Le consulta a una de las niñas. Le contesta que ella no responde preguntas que se pueden googlear. El avión se pierde por los edificios construidos sobre lo que una vez fue la vista a un humedal. Posiblemente en minutos lo derriben y el horizonte se tiña de fuego.

Susurra para sí mismo “porque eres agua y al agua volverás”. Se debate entre arrojarse desde allí o respetar la fila. Dicen que en las instancias de muerte inminente las personas repasan los sucesos más importantes de su vida, pero lo único que lo orbita es la pregunta de si dejó bien cerrada la puerta de la casa al salir. No siente el impulso ávido de saltar. Cierra los párpados para sumergirse en la oscuridad. Le late la sien, lo invade el sonido de la estática. Despega un pie y avanza en cámara lenta hacia el abismo… ¡Entonces recuerda un poema!

Fin

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2 Respuestas a “Estática”

  1. Mercedes

    Me encantó el cuento Estática de Sauli Dalmasso. La realidad hecha ficción parece doler un poco menos. Y el uso de nombres con personajes históricos es un buen recurso literario. Gracias por compartir.

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