Los familiares repudiaron la forma en que la Procuraduría estaba conduciendo las investigaciones sobre la muerte de Julio y exigieron un proceso limpio y acorde con protocolos internacionales.
Diana del Ángel
“Joven eterno, vives, comunero de antaño,
inundado por gérmenes de trigo y primavera,
arrugado y oscuro como el metal innato,
esperando el minuto que eleve tu armadura.
No estoy solo desde que has muerto. Estoy con los que
te buscan.”
Pablo Neruda
A un año de los hechos ocurridos en Iguala, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, en donde fueron desaparecidos 43 estudiantes y asesinadas seis personas (tres normalistas y tres civiles), la familia de Julio César Mondragón, el joven con el rostro desollado cuya fotografía se dio a conocer en las redes sociales la mañana del 27 de septiembre, no ha obtenido justicia, verdad, ni reparación del daño. Lejos de esto, durante el proceso judicial que ha entablado en busca del castigo a los responsables, ha sido revictimizada por las instancias del gobierno federal, estatal y municipal.
Al recoger el cuerpo de Julio, en Chilpancingo, Guerrero, su viuda y su tío fueron obligados a firmar el acta de defunción sin que en el documento constara la tortura que evidenciaba su cuerpo. En ese momento, ellos sólo querían dar descanso a su amado y, ante el temor de que les quitaran su cuerpo, se lo llevaron sin más. Julio tenía el rostro arrancado; lo mismo querían que ocurriera con su historia y con la demanda de justicia por la tortura y la ejecución de que fue objeto.
El porqué de esa muerte lo sabemos: mandarnos un mensaje de terror. Ahora queremos saber quién, quiénes, cómo, cuándo, con qué y porqué. El esclarecimiento de los hechos es el principio mínimo para hacer justicia; no su comprobación, como sugirió la procuradora Arely Gómez en conferencia de prensa.
El caso de Julio César es sintomático de la violencia en contra de los disidentes del gobierno, del terrorismo de Estado, de la colusión entre narco y autoridades, de la tortura como práctica cotidiana en el país. También, se ha vuelto representativo de la impunidad, marginación y olvido al que apuestan las instancias de justicia mexicanas. En los primeros días de octubre, Marissa Mendoza, viuda de Julio, recibió un par de cheques de no más de 10 mil pesos cada uno por parte del gobierno estatal. Sin embargo, hasta la fecha no ha obtenido justicia.
La PGR ha buscado dar carpetazo al asunto o dejar pasar el tiempo para asegurar la pérdida de evidencia, como lo demuestra el hecho de que “el peritaje para establecer la mecánica de lesiones y mecánica de hechos sobre la muerte, que la misma PGR consideraba necesaria para establecer si la muerte de Julio estaba relacionada con los hechos de esa noche, se ordenaron hasta el 13 de noviembre del 2014, más de un mes después de los hechos ocurridos” (Informe, GIEI, p. 172). Luego, el pasado 26 de febrero del 2015 –incumpliendo los acuerdos del 29 de octubre, firmados por Peña Nieto–, se hizo público, sin notificar antes a la familia, que habían capturado al policía municipal Luis Francisco Martínez Díaz por la responsabilidad directa en la tortura y homicidio de Julio César.
El desesperado intento mediático de la PGR por poner punto final al caso no dio resultado. Los familiares repudiaron la forma en que la Procuraduría estaba conduciendo las investigaciones sobre la muerte de Julio y exigieron un proceso limpio y acorde con protocolos internacionales. En menos de un mes, el supuesto responsable fue exonerado. Posteriormente, a siete meses de los hechos de Iguala, la PGR se acercó a Marissa para preguntarle si sabía algo sobre la desaparición de los 43. El absurdo no podría ser más humillante. Meses más tarde, la pregunta de un agente de la PGR superó la anterior ignominia: “¿Está confirmada la muerte del señor Julio César Mondragón?”.
Otro acuerdo incumplido –también firmado por Peña Nieto– es para con la pequeña hija de Julio César, cuyos insumos de leche y pañales fueron cortados hace poco más de un mes. Finalmente –no porque sean las únicas, pero sí las más representativas–, otra de las afrentas sufridas por la familia es que no todos han sido incluidos en el Registro Nacional de Víctimas porque –no podía esperarse menos de nuestras autoridades– la acreditación para ser víctima ante el gobierno mexicano también pasa por la tradicional burocracia.
La familia de Julio, la abogada coadyuvante y un colectivo de personas solidarias han trabajado en conjunto para mantener viva la memoria del caso y exigir justicia. Desde marzo –antes no se pudo porque los trabajadores del tribunal de Iguala estaban en huelga–, la abogada inició una serie de diligencias para conocer el expediente y las causas en que se involucra el caso –212, 214 y 217, todas del 2014– para, así, establecer el diagnóstico y la estrategia jurídica a seguir. El proceso no ha sido fácil y ha puesto al descubierto las pequeñas torpezas ingenuas y las omisiones deliberadas que construyen el camino hacia la impunidad en el país. Desde la falta de tóner para integrar fotografías a color en el informe pericial del levantamiento del cuerpo, hasta la deshumanización manifiesta en el trato que da la PGR a las víctimas, pasando por la falta de voluntad de funcionarios locales para resolver el caso.
A un año de los hechos, en el tribunal de Iguala se siguen tres causas penales, que implican a más de 20 imputados, José Luis Abarca entre ellos, pero no se sigue ninguna investigación por parte del Ministerio municipal. En la averiguación que lleva la PGR hay otros tantos imputados, pero a ciencia cierta no se sabe qué ocurrió esa noche. Ninguna de las investigaciones abiertas es por el delito de tortura. Según el peritaje del médico forense Carlos Alatorre, adscrito al SEMEFO de Iguala –que incumple los protocolos nacionales e internacionales pues no acompaña su dictamen con fotografías– la razón de la muerte de Julio es homicidio, y la ausencia del rostro se debe a la fauna del lugar. El GIEI ha cuestionado la falta de sustento forense para dar por bueno el dictamen del perito Alatorre y, a pesar del tiempo transcurrido, ha recomendado realizar una segunda necropsia al cuerpo de Julio.
Así, en virtud de las diligencias realizadas por la abogada Sayuri Herrera, la familia se enfrentará al proceso de exhumación, en espera de obtener elementos que coadyuven al esclarecimiento de una parte de los hechos ocurridos en la ciudad de Iguala, el 26 de septiembre del año pasado. El proceso de exhumación y de segunda inhumación será uno más de los momentos en que la familia tendrá que revivir el duelo producido por la muerte y la tortura de Julio César; un momento más en que la omisión e incompetencia de las autoridades en turno habrá de hacerlos víctimas, a la espera, sin duda, de que esa revictimización los deje sin fuerzas para seguir exigiendo justicia.