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Cómo entablar una relación íntima con la vida más allá del miedo a la muerte. (Notas tras el atentado en La Rambla de Barcelona)

Leodecerca

Ya está. Ya han llegado los atentados al portal de mi casa. No voy a decir que los estuviera esperando –el horror no se espera nunca– pero tampoco puedo afirmar que me haya sorprendido del todo. Siempre supe que tarde o temprano terminaría sucediendo algo así. Lo había hablado con los amigos muchas veces: cuando vives como se vive aquí, rodeado de hoteles y de tiendas de souvenirs y de un millón de personas que te dan igual, con las que sólo te relacionas por dinero, es fácil sentir que vives en un mundo construido fuera del mundo, y que tu vida no es ya parte de la vida sensible. En un lugar así, la sangre y la confusión terminan siempre por aparecer.

Por suerte, el atentado me ha pillado lejos, así que la sangre derramada por la acera de mi calle la he visto tan sólo por televisión y corriendo por el muro de Facebook. He de reconocer que no me ha resultado fácil manejar mis sentimientos desde la distancia. Al final, he hecho lo que hace todo el mundo: llamar a la familia y abrir un grupo de WhatsApp con los amigos. Mi madre, mi hermana y mi sobrina Maya de once meses se han librado por los pelos. Estuvieron paseando por La Rambla hasta media hora antes de que llegase la furgoneta blanca con la muerte metida dentro. Afortunadamente están todas bien. Y mis amigos también. Incluido Mario, que vive tan cerca de donde sucedió todo. Al grupo de WhatsApp lo hemos llamado Estamos bien, pero creo que hubiera sido mejor llamarlo Seguimos vivos, o El mundo es basura pero no quiero morir.

Cada vez que veo un atentado por televisión pienso lo mismo, que vivimos atrapados en un círculo cerrado. Esta vez, además de pensarlo, lo he sentido en el pecho, retumbando entre mis costillas como un tambor. Por todas partes y a todas horas nos dicen que la felicidad se alcanza comprando cosas, viajando, teniendo experiencias. Ahora sabemos que con todo eso lo único que se alcanza es la muerte. ¿Te has fijado que últimamente morimos siempre en los lugares donde supuestamente deberíamos ser más felices? En un concierto, en un centro comercial, paseando por La Rambla en vacaciones. Los lugares de ensueño de la publicidad son el nuevo campo de batalla de esta guerra extraña. Y más allá de él, nada, el No Man´s Land.

Ayer, desde la megafonía de sus coches patrulla, la policía nos dijo en español lo mismo que ya nos había dicho en inglés hace unos días en Londres, y lo mismo que nos dijo en Francés meses atrás en París, que abandonásemos la vía pública y que nos fuésemos a casa. En Twitter también hay gente diciendo esas cosas: «Dejad que las fuerzas del orden hagan su trabajo». Son expresiones sinceras de lo que parece ser nuestro destino inexorable: encerrarnos en casa. Pero por muy sinceras que sean no dejan de ser raras. ¿Que dejemos hacer su trabajo a las fuerzas del orden? ¡Pero si es precisamente el orden lo que nos ha traído este horror! Un orden, por cierto, que ya no puede –ni quiere– ordenar nada.

Lo único que quiere este orden es que las cosas sigan así, rotas, por siempre jamás. Y que si un día nos mata un camión en La Rambla, que al día siguiente vuelva a estar llena de turistas haciéndose selfies y bebiendo sangría a litros. Así es como el orden oculta el profundo desorden que le corre por dentro. Pero lo cierto es que el mundo está roto, roto en mil pedazos, y que ya no tiene arreglo. Todo discurso político que diga lo contrario miente, como mintió ayer el presidente del Gobierno cuando dijo que «la democracia doblegará al terrorismo». Semejante tontería la dice porque tiene que aparentar que hace algo por nuestras vidas. Pero la política nunca ha hecho nada por nuestras vidas. Al revés, su axioma fue siempre el de crear una esfera particular en la que la vida de las personas no tiene lugar. Y lo que más necesitamos ahora es que nuestras vidas tengan lugar.

Esperar de la política que nos eche una mano en esto, es como esos corderos que se pierden en el monte y lloran con la esperanza de que los oiga su madre y acuda a rescatarlos. Nunca es la madre la que los oye, es siempre el lobo. Tenemos que empezar a cuidarnos entre nosotros. No nos queda otra. Son nuestras vidas las que acaban en un charco de sangre en La Rambla, y nadie más que nosotros velará nunca por ellas. Lo de ayer en Barcelona es una experiencia muy dura, dolorosísima, pero lo será aún más si obedecemos las órdenes y nos replegamos detrás de un smartphone en la soledad de nuestras casas. No. No tenemos que irnos a casa. Lo que tenemos que hacer es lo ya empezaron a hacer algunos ayer, cuando ofrecieron su casa a todo el que andaba perdido por Barcelona sin tener a dónde ir. No la alquilaron por horas, no la anunciaron en Airbnb, simplemente la abrieron, eso es todo.

En este pequeño gesto se encuentra condensada toda la información que necesitamos conocer para iniciar una nueva relación con el mundo. Pues de la misma manera que se puede abrir una casa, se puede abrir también un corazón y llorar de verdad, con los pulmones temblando y agarrándole la mano a quien tienes al lado. Sin emojis y sin minutos de silencio oficiales, dejándonos afectar de verdad. Es necesario que nos dejemos afectar, que aprendamos de nuevo a estar con el otro. Por mucha información al minuto que tengamos, sin esto no tenemos nada. Únicamente estando con el otro, sintiendo con él, es como tendremos alguna opción de definir el curso de los acontecimientos que están por venir. Y que serán tan dolorosos como el de ayer o más.

Es por esto que tenemos que entender la diferencia entre estar y ser. Estar y ser son cosas distintas, y confundirlas no trae nada bueno. Los nacionalistas las confunden, y todos esos que andan hoy ya pidiendo más seguridad y menos tolerancia, también. Estar es dejarse afectar por otro que no eres tú. Sólo eso. De ese afecto es de donde nace la amistad y cualquier posibilidad de formar una comunidad. Porque, por más que lo digan, una comunidad no se forma nunca alrededor de una bandera, ni de una religión, ni de un partido político, ni tan siquiera alrededor de una ideología. Una verdadera comunidad nace siempre del afecto de sus miembros y de la experiencia de sostener juntos un encuentro. Si queremos aspirar a mantener una relación íntima con la vida que vaya más allá del miedo a la muerte, tenemos que empezar por aquí. Sólo espero que todo el dolor de estos días nos sirva al menos para comprender esto. Lo vamos a necesitar.

Este material se comparte con autorización de Leodecerca

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