Foto: El nombre y la edad de las víctimas de la masacre de Acteal aparecen escritos en cruces pintadas en la tumba conmemorativa del pueblo tzeltal de Acteal, en el estado mexicano de Chiapas. El 22 de diciembre de 1997, un grupo de paramilitares asesinó a 45 indígenas, incluidas cuatro mujeres embarazadas, en esta pequeña comunidad ubicada en los Altos de Chiapas. (Changiz M.Varzi )
En México, el asesinato de indígenas a manos de grupos paramilitares es tan habitual que ni siquiera se considera una noticia. Según el Informe Mundial de 2020 elaborado por Human Rights Watch, el gobierno mexicano no proporciona datos fiables sobre las ejecuciones extrajudiciales ni los ataques violentos a los activistas indígenas. Sin embargo, en documentos a los que Equal Times ha podido acceder, las organizaciones locales denuncian que entre 2012 y 2018 en México se han producido 499 ataques contra defensores de la tierra y activistas medioambientales indígenas.
Mientras la atención del mundo se centraba en la devastación que ha provocado la pandemia del coronavirus (actualmente México cuenta con la segunda mayor tasa de mortalidad por covid del mundo, por detrás de Estados Unidos) y ante la falta de observadores nacionales y extranjeros de los derechos humanos, durante el último año los paramilitares han intensificado los ataques contra los activistas de los derechos indígenas, defensores de la tierra y organizadores comunitarios.
El 15 de febrero, 100 días después de la desaparición del activista indígena Miguel Vázquez Martínez, se encontró su cadáver en una fosa clandestina en el estado de Veracruz. El 23 de enero, Fidel Heras Cruz fue asesinado en el estado de Oaxaca. Entre el 18 y el 21 de enero, grupos paramilitares atacaron la comunidad autónoma de Moisés Gandhi con armas de fuego y dispararon durante varias horas a las viviendas del pueblo. Sin embargo, la lista completa de ataques es mucho más larga.
“Existe una larga historia de paramilitarismo en muchos países de América Latina”, explica Michael A. Paarlberg, profesor de ciencias políticas de la Virginia Commonwealth University en Estados Unidos. En respuesta al levantamiento zapatista de 1994, en México surgió una nueva forma de paramilitarismo. Cuando varias comunidades indígenas mayas empuñaron las armas en nombre del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) para proteger sus tierras ancestrales y luchar contra la desigualdad y la discriminación en el sur de México, grupos armados derechistas empezaron a atacar a los indígenas con el apoyo encubierto del gobierno federal y de influyentes personajes regionales. Una década después, a medida que los cárteles de la droga reforzaban su presencia en México, se formó una alianza entre los narcotraficantes y los paramilitares para controlar los territorios de los indígenas y obligarles a abandonar sus tierras ancestrales.
Michael Paarlberg asegura que este incremento sigue un patrón regional: “Lo hemos visto con las autodefensas en Colombia, las rondas en Perú y las patrullas en Guatemala. Hemos visto cómo aumentaba la actividad paramilitar en zonas con poca presencia del Estado, instituciones débiles y una falta de garantías de seguridad y de una justicia fiable”.
En México, mientras la cuarentena nacional de marzo de 2020 limitaba las actividades de las organizaciones de derechos humanos y de los defensores de los derechos indígenas, los paramilitares aprovecharon rápidamente la oportunidad para extender su control territorial. Esto sucedió de un modo más notable en los estados meridionales de Chiapas y Oaxaca, donde viven la mayoría de las poblaciones indígenas.
“No hay pandemia para los paramilitares”, asegura Rubén Moreno, un activista de los derechos indígenas de la ciudad sureña de San Cristóbal de las Casas en Chiapas, el estado más pobre de México. “Los paramilitares siguen las acciones violentas, no hay acceso a la justicia. Eso es una discriminación total. ¿Por qué? Porque somos indígenas”.
El artículo 2 de la Constitución Mexicana, aprobada en 1917 en pleno apogeo de la Revolución Mexicana, hace hincapié en el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía, la autodeterminación y el derecho a mantener el control de sus territorios ancestrales. Sin embargo, lo que está escrito es muy diferente de la realidad de las comunidades indígenas, sometidas al racismo estructural, la exclusión social y la discriminación cotidiana.
Los indígenas tzotziles, tzeltales y zoques que viven en San Cristóbal siguen recordando cómo todavía a principios de la década de 1990 tenían prohibido caminar por las altas y estrechas aceras de la ciudad si algún mexicano blanco o mestizo transitaba por las mismas. Cualquier indígena tenía que bajarse de la acera y caminar por las calzadas, más parecidas a ríos durante la dura temporada de lluvias de San Cristóbal.
Una historia interminable de asesinatos en masa
Hoy en día, la discriminación sigue siendo bastante común. Aunque según el censo de 2015 los indígenas mexicanos representan el 10,1% de la población, casi el 70% de ellos viven en la pobreza, con un acceso mínimo a la asistencia sanitaria y la educación. Tras ser arrasados por los colonos españoles, los pequeños pueblos de las comunidades indígenas mexicanas siguen siendo el objetivo de repetidos ataques y objeto de asesinatos en masa. El último de estos incidentes tuvo lugar en junio de 2020, cuando los paramilitares aprovecharon la cuarentena para asesinar a 15 habitantes ikoots del pueblo de Huazantlán del Río en Oaxaca.
Pedro Faro, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas en Chiapas, asegura que el número de ataques a las comunidades tzeltales de Aldama, una zona montañosa de Chiapas, también ha experimentado una subida espectacular desde el inicio de la pandemia. Según los datos recopilados por este centro, entre el 17 de abril de 2018 y el 17 de septiembre de 2020 se dieron 658 ataques armados contra diferentes comunidades de Aldama. Entre el 18 de septiembre y el 30 de noviembre de 2020, los indígenas de Aldama fueron atacados 410 veces.
“Podemos decir que con la pandemia en los lugares de conflicto, los conflictos profundizaron en regiones que ya antes habían sufrido la violencia”, explica Pedro Faro. “Aldama es solo uno de ellos. Ahora estamos viendo la reactivación de grupos paramilitares en la región. La violencia ha aumentado en muchos lugares de Chiapas como Chalchihuitán, Chilón, Carmen San José y Moisés Gandhi”.
Sin embargo, los activistas de los derechos humanos han advertido de que la violencia paramilitar no se puede entender plenamente sin reconocer el papel que ha desempeñado el gobierno federal en la continua violencia del país contra los indígenas. Pedro incluso va más allá y asegura que las organizaciones de derechos humanos utilizan deliberadamente el término ‘paramilitar’ para los grupos armados derechistas con el objetivo de hacer hincapié en su relación con el ejército oficial.
“Nosotros hablamos de grupos de corte paramilitar porque se dedican totalmente a actividades militares”, subraya Pedro. “También vemos que hay complicidad entre el Estado y estos grupos. Por eso el Estado no los toca”.
Según analistas y activistas, el gobierno utiliza grupos paramilitares cuando no quiere intervenir directamente, como en el caso de la masacre de indígenas en 2006 en Viejo Velasco y la masacre de Acteal en 1997. En ambos casos, las fuerzas armadas mexicanas estaban estacionadas cerca del lugar de las masacres, donde podían incluso oír el ruido de los disparos, pero no hicieron nada para detener la violencia.
“El valor que los paramilitares ofrecen a los gobiernos es su disposición a llevar a cabo acciones que las fuerzas de seguridad oficiales no pueden realizar”, explica Michael Paarlberg. “[Acciones] como el tráfico ilícito, la persecución de rivales políticos o las ejecuciones extrajudiciales de civiles, mientras al mismo tiempo ofrecen a los funcionarios del gobierno una denegación creíble de dichas violaciones de los derechos humanos. Y su poder [el de los grupos paramilitares] reside en el miedo que generan a través del carácter impredecible y brutal de su violencia”.
Los indígenas bajo fuego
En un comunicado de febrero de 2020, el grupo de la sociedad civil Las Abejas de Acteal criticó el papel que ha desempeñado el gobierno para armar a los grupos paramilitares: “¿Cuándo dejarán de responder los malos gobiernos con armas, ejércitos, cuarteles, retenes y entrenamiento de grupos paramilitares a los reclamos de los pueblos que sólo quieren vivir en paz?”.
Las Abejas es una de las organizaciones de la sociedad civil más activas de los Altos de Chiapas. Promueven la movilización pacífica para construir autonomía en las comunidades indígenas y crean conciencia sobre los grupos paramilitares en México. Formada en 1992 en respuesta a la violación de los derechos de los indígenas, la organización consiguió unificar a los campesinos y pobladores tzeltales del municipio chiapaneco de Chenalhó. Sin embargo, pagaron un precio muy alto por sus logros: en 1997, más de 100 paramilitares entraron al pueblo de Acteal y asesinaron brutalmente a 45 hombres, mujeres y niños mientras estaban reunidos para rezar.
“No digamos ‘la historia’ cuando hablamos de la masacre de 1997; estamos hablando de ahorita”, explica Simón Pedro Pérez, un líder comunitario tzeltal y antiguo presidente de Las Abejas, haciendo referencia a la actual presencia de paramilitares en la región. “Ahorita aquí en Chiapas estamos viviendo esas situaciones [como en 1997]. Nosotros no hemos visto ningún cambio. Los gobiernos anteriores seguían lo mismo, las mismas ideas y las mismas políticas [que el gobierno de 1997]”.
En septiembre de 2020, el gobierno federal ofreció un “acuerdo de solución amistosa” en forma de disculpa pública a las familias de la masacre de Acteal, indemnizaciones y el reconocimiento de que el gobierno no había tomado todas las medidas necesarias para evitar la masacre. Sin embargo, Las Abejas rechazaron la oferta porque quieren que el gobierno lleve a cabo una investigación sobre los asesinatos, asuma la responsabilidad plena por la masacre y juzgue a los responsables.
En una pequeña capilla en Acteal, de pie cerca de un altar donde todavía se pueden ver los agujeros de bala de la masacre de 1997, Simón Pedro Pérez explica sosegadamente que las relaciones del gobierno con los paramilitares siguen intactas aunque hayan cambiado los individuos en el poder.
Como muchos otros líderes de comunidades indígenas, sabe que su vida corre peligro, una realidad que demuestra la incapacidad del gobierno federal para cumplir sus promesas de que se haga justicia en las comunidades indígenas.
“Dijo [el gobierno] que quiere que aquí en Chiapas haya igualdad, que haya paz, pues para nosotros eso es una mentira”, concluye Simón. “Los paramilitares usan las armas en Aldama y Santa Marta y ellos [del gobierno] saben quiénes son los que tienen las armas, y todavía no los quieren castigar. Entonces, ¿dónde está la igualdad de la que hablan? ¿Dónde está la paz? ¿Dónde está la justicia?”.
Este artículo ha sido traducido del inglés.
Publicado originalmente en Equal Times