Foto: Durante la contienda, el régimen sirio ha bombardeado sin tregua numerosas áreas controladas por la oposición, arrasando barrios enteros incluso tras la huida de los insurgentes. Imagen de un barrio del este de Alepo (Siria), el 20 de enero de 2017.(AP/Hassan Ammar)
Ocho años de guerra han destruido buena parte de las principales ciudades de Siria. El sangriento conflicto armado que comenzó en 2011 con una revuelta popular –que exigía democracia e igualdad– ha dejado más de 370.000 muertos, provocado el desplazamiento forzoso de más de la mitad de la población y empujado a 5,6 millones de sirios al exilio. Con los últimos estertores de los combates y bombardeos apagándose, ha llegado la hora de levantar un país en ruinas para permitir el regreso de la población, pero, ¿cuál es el modelo de reconstrucción elegido?
Numerosos observadores consideran que el Gobierno se ha servido de la guerra como una herramienta de planificación urbanística con la que diseñar un país a medida de los vencedores: el del régimen de Bashar al Asad y sus afines. Durante la contienda, el régimen sirio ha bombardeado sin tregua numerosas áreas controladas por la oposición, arrasando barrios enteros incluso tras la huida de los insurgentes, tal y como ha documentado ampliamente la organización de derechos humanos Human Rights Watch.
En ciertas zonas de ciudades como Homs, Alepo o las afueras de Damasco se ha aplicado lo que la arquitecta checo-siria Lynda Zein denomina Dys-construction(desconstrucción), es decir: “no rehabilitar lo que quedó destruido, sino destruirlo todo para reemplazarlo por algo completamente distinto”, explica a Equal Times. El Gobierno está empleando este modelo de tabula rasa para expulsar a la población más desfavorecida (en muchos casos, opositora), considera Zein, y atraer a gente de clase alta, menos proclive a desafiarlo. “Es una forma extrema de gentrificación”, opina.
Desde su llegada al poder en el año 2000, Bashar al Asad inició una apertura de la economía, implementando, entre otras, varias medidas liberalizadoras del suelo: la contienda ha sido aprovechada para acelerar y facilitar este proceso. Entre la batería de nuevas leyes de propiedad destaca la Ley 10 aprobada en abril de 2018, una normativa que autoriza la expropiación o demolición de vivienda para reconstruir sobre ese terreno sin apenas compensaciones para los propietarios. Aunque el decreto 66, aprobado en 2012, autorizaba el derribo de asentamientos informales (en torno al 40% del parque de vivienda en el país cuando estalló el conflicto), la Ley 10 que lo ha sustituido elimina la alusión a estos últimos, legalizando de facto la confiscación masiva de todo tipo de propiedades en pro del desarrollo urbano.
Miles de personas que huyeron durante la contienda se han quedado así sin un hogar al que regresar.
Mientras Rusia e Irán, principales aliados del régimen durante la contienda, empiezan a repartirse el pastel de los recursos naturales, y otros países como China y los Estados del Golfo están dispuestos a invertir de forma comedida, la comunidad internacional –representada por Naciones Unidas y la Unión Europea– sigue reclamando una solución política en Siria para participar en la reconstrucción del país al tiempo que mantienen las sanciones contra instituciones y personalidades sirias.
“Su rol es conflictivo y contradictorio”, opina el investigador sirio-suizo Joseph Daher. “Europa se llena la boca diciendo que no reconstruirá en Siria por Al Asad, pero no tienen reparos en reconstruir en Palestina sin culpar a Israel y mañana ayudará a la reconstrucción en Yemen sin exigir responsabilidades a Arabia Saudí. Sin eludir la responsabilidad del régimen, es necesario que haya coherencia”. El experto considera que, ante la realidad en el terreno, debe imponerse el pragmatismo. “Es un periodo de derrota: la gente está cansada y hay miles en personas viviendo en una situación terrible, las ONG y actores europeos deberían participar en la reconstrucción, eso sí, poniendo condiciones: os ayudaremos si la población puede regresar y si garantizáis su seguridad”.
Macroproyectos urbanísticos de lujo donde no caben los sirios de a pie
Siria requerirá una inversión de entre 250.000 y 400.000 millones de dólares USD (219.000-350.000 millones de euros) para reparar su economía e infraestructuras, según cálculos de Naciones Unidas o del propio Gobierno. Durante el conflicto interno, un tercio de los edificios ha quedado fuertemente dañado o destruido y el país acumula pérdidas por valor de 226.000 millones de dólares (198.000 millones de euros), cuatro veces su PIB de 2010. Con el Estado en bancarrota, no hay fondos para reconstruir.
En ese contexto, el Gobierno ha dado vía libre a las autoridades locales para crear compañías de inversión público-privadas (PPP, por sus siglas en inglés) que se encarguen de financiar los proyectos de reconstrucción y, por supuesto, recojan los dividendos. Estos jugosos contratos están quedando en manos de una élite económica vinculada al régimen, como el magnate Samer Fawaz o Rami Makhlouf, primo de Bashar Al Asad, que está haciendo su particular agosto a partir de la devastación.
El ejemplo más tangible de la nueva política de reconstrucción impulsada por el Gobierno sirio es Marota City, un macrocomplejo en el suburbio damasceno de Basateen Al-Razi: tras destruir decenas de hectáreas de terreno, sus responsables prevén una zona de nueva construcción con edificios de oficinas, centros comerciales y hasta 12.000 viviendas de lujo. Otro proyecto en marcha es Basilia City, nueva área residencial de 4.000 viviendas en las afueras de la capital; y en otras ciudades del país, como Homs o Alepo, el esquema de reconstrucción podría seguir un patrón similar, según los expertos.
“Los antiguos residentes expropiados serán reemplazados por gente de clase más acomodada. Al mismo tiempo, la reconstrucción se está llevando a cabo en lugares específicos donde ya había un desarrollo económico previo, mientras se dejan de lado otras zonas deprimidas”, señala Daher. “Es un modelo que profundiza en las políticas neoliberales que explotaron con la llegada Bashar Al Asad al poder, y solo servirá para replicar las desigualdades existentes antes de la guerra y exacerbarlas”, considera, recordando que ya se dio una situación similar en otros escenarios de posconflicto bélico: Bosnia, Irak y Líbano, sin ir más lejos.
Efectivamente, si hay un espejo en el que se puede mirar la Siria actual es el de Líbano, país al que se encuentra íntimamente ligada en términos geopolíticos por su pasado, presente y, probablemente, futuro.
A mediados de los noventa, el centro de la capital libanesa, Beirut, sufrió una suerte similar a la que están viviendo hoy muchas ciudades del país vecino. Aludiendo a la falta de fondos públicos y la necesidad de romper con la sectarización que había sumido al país en 15 años de guerra civil (1975-1990), el comité gubernamental encargado de la reconstrucción cedió la tarea a una empresa privada, Solidere. Su principal accionista era un multimillonario que había hecho su fortuna en Arabia Saudí y regresó del exilio al final de la guerra con la promesa de devolver a la capital su gloria pasada. Rafik Hariri, que acabaría convertido en primer ministro del país mediterráneo y moriría asesinado en 2005, es considerado héroe y villano a partes iguales en Líbano. Mientras unos lo ven como el artífice del renacer del país, para otros personifica varios de sus males endémicos, como el clientelismo y la corrupción.
De la mano de Solidere, la reconstrucción del distrito central de Beirut fue concebido para crear un símbolo de la modernidad tras años de guerra: “Se buscaba una configuración urbana que atrajera inversiones extranjeras y destilara prosperidad”, explica Mark Ghazali. Este joven es el guía del tour Layers of a Ghost City (capas de una ciudad fantasma), con el que trata de explicar el controvertido proyecto. A lo largo del recorrido, Ghazali muestra los efectos visibles de un urbicidio consumado: la modernización se logró a costa de borrar por completo la identidad de una zona que en su día destilaba vida y tradición, y era lugar de encuentro para ciudadanos de todas las confesiones y clases sociales.
Hoy en día, el Downtown, como los lugareños conocen a la zona, ofrece un paisaje de rascacielos acristalados y tiendas de lujo, que conviven junto a un club náutico exclusivo y un puerto deportivo repleto de yates. El antiguo zoco, donde los comerciantes vendían artesanía y productos locales, es hoy un centro comercial poblado de enseñas internacionales, de H&M a Zara o Dunkin’ Donuts. Los antiguos teatros han desaparecido, la famosa Opera Cinema se convirtió en una tienda de Virgin y uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, la Plaza de los Mártires –emplazada en la línea verde que separaba el este cristiano del oeste musulmán durante la guerra– es hoy un aparcamiento.
El centro de la capital libanesa es una burbuja totalmente desconectada del resto de la ciudad, un lugar excluyente en el que los espacios públicos brillan por su ausencia. Sus calles están semivacías, a excepción de algunos turistas y soldados o personal de seguridad custodiando edificios oficiales y oficinas. En la zona, el precio de la vivienda supera los 1.000 dólares por metro cuadrado (unos 880 euros), por lo que los nuevos habitantes son mayoritariamente ricos expatriados y ciudadanos del Golfo. “¿Quién puede permitirse residir ahí? Spoiler: pocos libaneses”, bromea Ghazali.
Durante la reconstrucción tuvo lugar otro de los fenómenos de desconstrucción (del que hablaba Lynda Zein): se demolieron en torno a un 87% de los edificios de la zona –según nuestras fuentes–, muchos más que durante la propia contienda, y miles de habitantes fueron expropiados, recibiendo a cambio exiguas compensaciones económicas o acciones en Solidere, un modelo que recuerda sospechosamente al que se está empleando con los nuevos proyectos urbanísticos en la Siria actual.
En el nuevo Beirut tampoco quedó espacio para el patrimonio histórico: los cientos de ruinas de civilizaciones antiguas, de la época romana a la otomana o la mameluca, surgidas de las tareas de excavación (que convertirían la capital libanesa en el mayor yacimiento arqueológico del mundo en los años noventa) también fueron destruidas sin contemplaciones en la mayoría de los casos, ante la urgencia de devolverle el esplendor perdido con la guerra, ese que hacía de Beirut el “París de Oriente Medio”.
Convertido en un paraíso artificial, su alma escapó con las excavadoras, y también su memoria: actualmente no existe ningún monumento que recuerde a las víctimas o los estragos de violencia bélica. El único lugar previsto para la reconciliación, el llamado “Jardín del Perdón”, aún no ha llegado a construirse, teóricamente por falta de fondos. “El enfoque elegido fue el de la amnesia”, afirma Ghazali.
Aunque no hay cifras oficiales del coste de la reconstrucción, se estima que la inversión podría haber alcanzado los 70.000 millones de dólares (unos 61.500 millones de euros) y es difícil saber a quién benefició, más allá de aquellos que contribuyeron a la burbuja urbanística de posguerra. Desde luego, no a la población: para financiar la reconstrucción, el pequeño Estado se sumió en un proceso de endeudamiento que hoy ha derivado en la tercera deuda pública más alta del mundo, en torno al 150% de su PIB.
En Líbano, el modelo de reconstrucción consumó la convergencia entre el interés público y beneficio privado: los contratos se repartieron entre empresas donde los políticos que habían asignado los proyectos tenían fuertes intereses personales. De hecho, los líderes de los distintos bandos durante la contienda se convirtieron en los responsables políticos del periodo de posguerra, repartiéndose los distintos sectores de la economía, del agua a la electricidad, las telecomunicaciones, y las infraestructuras, para hacer de los servicios públicos su particular y lucrativo negocio.
“Entre el modelo de Solidere en Líbano y lo que sucede en Siria pueden verse numerosos paralelismos: la privatización de la reconstrucción, el nepotismo, las expropiaciones masivas…”, alerta Daher. La forma en la que se reconstruya un país reducido a escombros determinará en gran medida su futuro, pero el modelo actual pronostica nuevas tensiones y mayores desigualdades. Muchos se preguntan si en la nueva Siria habrá espacio para todos los sirios.
Publicado originalmente en Equal Times