En México viven casi 40 millones de niñas, niños y adolescentes, y representan 35 por ciento de la población; más de la mitad, 51.1 por ciento, vive en pobreza. “Las personas entre los cero y 18 años, alrededor de la tercera parte del total de la población requiere un cuidado particular del mundo adulto; ese cuidado es una responsabilidad social”, afirma la académica de la Escuela Nacional de Trabajo Social, Gabriela Ruiz Serrano.
A escala global, de acuerdo con el informe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), “Estado Mundial de la Infancia” (octubre de 2021), en el cual se examina la salud mental de esa población, se estima que 13 por ciento de quienes tienen de 10 a 19 años padece un trastorno mental diagnosticado. En ese rango de edad, el suicidio es la cuarta causa de muerte: cada año, casi 46 mil adolescentes se quitan la vida, uno cada 11 minutos.
En ocasión del Día Universal del Niño, que se celebra el 20 de noviembre, la universitaria reconoce que desafortunadamente las condiciones que aquejan a nuestro país son poco alentadoras y favorecedoras para el desarrollo integral de ese sector.
La sindemia (o sinergia de epidemias en un mismo tiempo y lugar: sanitaria, económica, social, etcétera), como denominó a la pandemia la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), agudizó las problemáticas que les aquejan: pobreza, trabajo infantil, deserción escolar y violencia al interior de las familias, entre otras. Hasta antes de la emergencia sanitaria, por ejemplo, siete de cada 10 niñas y niños indígenas en México no lograban satisfacer a cabalidad sus derechos, entre ellos, educación, alimentación y la salud.
Algunos organismos nacionales e internacionales, como la Redim y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, advierten que en México podría haber entre 30 mil y 45 mil infantes en actividades delictivas, y alrededor de 250 mil se encuentran en riesgo de ser reclutados por el crimen organizado.
Las personas niñas son utilizadas para delitos como explotación sexual a través de la pornografía infantil, la cual tuvo incremento importante durante los meses de pandemia, señala la experta. El balance anual de Redim 2020 “El año de la sindemia y el abandono de la niñez en México” estableció que ese delito tuvo un aumento de 157 por ciento el año pasado, con respecto a 2019.
Ruiz Serrano opina que es importante pensar a los niños y adolescentes como actores sociales, políticos, productores de cultura y que, por tanto, requieren de cuidado especial.
Para el Estado mexicano y “quienes nos dedicamos al acompañamiento de la niñez, y que no la vemos sólo como un grupo de atención prioritaria, sino como un proceso humanizante, hay muchas tareas y desafíos para lograr un escenario seguro para su desarrollo”.
Por desgracia, dice la especialista, prevalece una cultura adultocéntrica. “Si bien los marcos jurídicos nacional e internacional, como la citada Convención o la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes advierten que hablamos de sujetos de derecho, aún no logramos expresar a cabalidad lo que entendemos por tal concepto. Todavía en México y el mundo hay una percepción de que son ‘menores’; y esa no es una narrativa hueca, sino que expresa la manera como les percibimos”.
Este pensamiento, añade, permea las relaciones familiares: se emplea el abuso corporal como medida de crianza porque se considera que el golpe a tiempo es efectivo o necesario; o difícilmente se toman en cuenta sus opiniones, por ejemplo.
Proceso humanizante
Para la universitaria “la niñez es una geografía, un territorio, un espacio que nos llevamos para el resto de la vida, donde construimos las primeras relaciones sociales, los primeros encuentros, y configura en sí mismo un proceso humanizante. Por eso necesitamos desmontar la idea de que el niño es propiedad del adulto, que debe acatar indicaciones pasivamente, sin permitirle involucrarse en esa construcción humana donde él debe tener el protagonismo”.
También existe una perspectiva eurocentrista instalada en el pensamiento latinoamericano, y con ella la idea de que el maltrato infantil está presente a lo largo de la historia y en diferentes lugares. Eso es parcialmente cierto, explica.
Al hacer estudios de la niñez en el México Prehispánico “me encuentro con algo completamente diferente y revelador. En nuestros pueblos originarios las niñas y niños eran vistos como seres de luz. Si bien había sacrificios humanos, prácticas que vistas a nuestros ojos serían interpretadas como violencia y abuso de poder, en la idiosincrasia y cultura de los mesoamericanos eso tenía un significado profundo: eran seres que abrían el canal de comunicación con las deidades”.
Ruiz Serrano menciona que cuando se sabía que una mujer estaba gestando, el clan la cobijaba y se hacía cargo de ella; al nacer el bebé, la comunidad lo cuidaba. “Algunas exploraciones dan evidencia de que, en las sociedades prehispánicas, la práctica del cuidado era realizada a través del clan y no como un asunto privativo de padres y madres, ejercicio que preservan algunos grupos de referente indígena, como los mapuches o los mayas”.
Además, hace años un estudio reveló que entre los indígenas no había presencia significativa de enfermedades mentales, como psicosis o esquizofrenia, lo cual se entiende a partir de la construcción del vínculo seguro que pueden tener estas comunidades.
Y si bien hay prácticas culturales que se han visibilizado y hay que combatir, como la venta de infantes, el matrimonio forzoso o la explotación laboral, en esas poblaciones hay iniciativas interesantes; “en la crianza utilizan elementos tan simples como la canción de cuna o la transmisión de historias, y eso fortalece su sentido identitario y comunitario”.
La académica refiere que en numerosas ocasiones se piensa que el problema de los niños que viven extremas violencias se resuelve al alejarlos de sus sistemas familiares y al llevarlos a una institución, y se cree que la restitución de sus derechos se traduce en darles de comer, una cama o llevarlos a la escuela, en el mejor de los casos, darlos en adopción.
Sin embargo, el Estado tiene una deuda importante porque también se necesita trabajar con las familias que, a su vez, han sido receptoras de violencias estructurales, como la pobreza. Cobijar a la infancia en sus primeros años de vida tendrá resultados a largo plazo, y se favorecerá su desarrollo, sostuvo la especialista universitaria.
Acciones articuladas
El 20 de noviembre además de la celebración del Día Universal del Niño se conmemoran los aniversarios de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos del Niño (1959) y la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño (1989), entre los cuales se encuentran los relativos a la vida, salud, educación, jugar, a la vida familiar, protección frente a la violencia y la discriminación, y a que se escuchen sus opiniones.
De acuerdo con Ruiz Serrano, se debe pensar en una estrategia integral que logre proteger los tejidos comunitarios y eso se traduzca en familias con condiciones adecuadas para que los niños y las niñas no tengan que ser separados de ellas. “No quiero decir que sólo los pobres ejercen violencia en contra de la niñez, sino que la pobreza se convierte en un factor detonante para el ejercicio de las violencias”.
Recomienda revisar las prácticas de crianza en los sistemas de familia y desechar la creencia de que el golpe es necesario, de que a través de la violencia se aprende. Esta efeméride nos debe llevar a reflexionar desde dónde miramos a la niñez.
La Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes sería maravillosa si logramos materializarla; sería un referente, incluso, internacional. “Los marcos jurídicos de protección a la niñez son un avance, tener reglamentaciones que lo viabilicen es otra ventaja, junto con profesionistas interesados en comprender el mundo de los niños”, subraya.
Los esfuerzos de las organizaciones de la sociedad civil en materia de acompañamiento de niñas, niños y sus sistemas de familia, e iniciativas como la pedagogía de la ternura, son esfuerzos que debemos articular de manera más consistente para que se vuelvan propuestas contundentes, sostiene Gabriela Ruiz.
Hay que hacernos acompañar de profesionales cuando sintamos que estamos agotados; se vale estar cansados y buscar redes de apoyo. Y contar con políticas públicas, no focalizadas, como las becas –que son un paliativo, pero no resuelven los problemas de fondo–, sino integrales, y entender que para que los niños estén bien, sus cuidadores también deben estarlo, concluye.
Publicado originalmente en Gaceta UNAM