Foto: Diario Correo
Para el poder económico y político, la minería es la única actividad económica viable en las regiones andinas. Perú es un país minero desde la conquista. Pese a los inocultables daños que produce, los críticos suelen ser acusados de “enemigos del desarrollo”, mientras las comunidades que se oponen a la megaminería han sido acusadas por la justicia mediante una nueva figura legal: “organización criminal que extorsiona al gobierno central y la empresa minera”. Un diálogo imposible entre intereses antagónicos.
La luminosidad del Cusco lacera la vista. Pero también retiene la atención, seduce la mirada que se va posando ingenua sobre las piedras incas, primero, y tuerce hacia las montañas mágicas, poco después. Los suaves valles cusqueños van dando paso, carretera arriba y abajo, a profundas gargantas tapizadas de los más variados cultivos según los diferentes pisos ecológicos que recorremos. Las tierras altas y frías, a más de 3.500 metros, pobladas por pastores de alpacas, llamas y ovejas, dialogan e intercambian con las tierras bajas y cálidas, productoras agropecuarias y de frutos tropicales.
La despiadada geografía del Ande, en uno de sus nudos centrales, permite contemplar, en una sola mirada, desde la profundidad del valle hasta las cumbres nevadas. La región de Apurímac es crucial por lo abrupta y extrema. La llegada a Andahuaylas, la ciudad más poblada con cien mil habitantes, implica bajar casi dos mil metros en apenas diez kilómetros de carretera. Una caída vertical, con mil vericuetos, desde el páramo hasta un valle cálido y húmedo a poco más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Por algo el geógrafo Antonio Raimondi comparó la región con un papel arrugado.
Recorriendo el cañón del río Apurímac, que nace a cinco mil metros y vierte en el Amazonas, trepamos por laderas verticales cinceladas de parcelas verdes y amarillas, aferradas a las pendientes donde las familias comuneras cultivan en condiciones sólo explicables por la obstinación que exige la sobrevivencia. Allá arriba sólo papas y habas desafían el frío y las ventiscas; en la zonas templadas intermedias, las espigas de trigo van mudando del verde al ocre anunciando la inminente cosecha; más abajo, en la calidez de la hondonada, el maíz generoso y la infinita variedad de frutas, mangos, granadillas, aguacates y papayas.
En alguna vuelta del camino, en general cerca de las decenas de caseríos que bordeamos, los pisonay majestuosos se yerguen frondosos, ostentando un tapiz de flores coloradas. En pequeños grupos, emergiendo de improviso, con cierta timidez, islotes de quinuas destacan por la multiplicidad de colores, desde el verde marcial hasta un verdoso que chilla cuando lo ilumina el sol en las alturas, pasando por morados brillantes, rojos frenéticos y los ocres amarillentos de múltiples variantes, tan bien retratados por el poeta nacido en Andahuaylas: “las cien flores de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores”.
ABUSO MINERO. El llamado “corredor minero” atraviesa tres regiones: Cusco, Apurímac y Arequipa. Son 500 kilómetros entre la mina de cobre Las Bambas, a cuatro mil metros de altura, hasta el puerto de Matarani en el Pacífico, por donde se exporta el mineral con destino al continente asiático. La carretera atraviesa 215 centros poblados donde viven 50 mil personas, está militarizada porque cualquier alteración del transporte tiene costos millonarios para la empresa.
Apurímac es el corazón del corredor, la región más pobre del país y la que cuenta con el mayor porcentaje de quechuahablantes. Campesinos humildes de manos arrugadas y pies encallecidos, pero no tan pobres como sus elites, que recién se avinieron a crear universidades, en la capital Abancay y en Andahuaylas, la ciudad más poblada, hace poco más de una década para calmar a las mujeres del mercado que reventaron las calles para demandar educación terciaria para sus hijos.
Entre febrero y marzo la carretera estuvo cortada durante 68 días por los comuneros de Fuerabamba, la comunidad más cercana a una de las mayores minas del mundo, que produce 140 mil toneladas diarias de cobre. La mina está a 75 kilómetros al sur de Cusco y comenzó a operar en 2015, pero los primeros pasos para su instalación se dieron una década atrás de la mano de la minera suiza Xstrata Cooper, que en 2014 la vendió a la estatal china Minerals and Metals Group (MMG).
Cuando la minera china compró Las Bambas, decidió modificar el proyecto que ya contaba con el permiso ambiental. Lo más grave fue el abandono del mineroducto destinado a transportar el cobre hasta Espinar (Csuco), donde sería procesado, optando por el traslado del mineral en camiones. Es el principal motivo de conflicto, ya que todos los días pasan por las comunidades y pueblos 600 camiones articulados que se desplazan en convoyes de 35 unidades, levantando impertinentes nubes de polvo.
Los campesinos se quejan de que las chacras fueron invadidas por el polvo, que ya no pueden sacar su ganado y el ruido que hace “el gusano de trailers” les impide converasr con los vecinos. Peor aún porque la carretera de la empresa atraviesa sus tierras, sin la autorzación de los comuneros. Además, pasan decenas de cisternas con combustibles, por lo cual la carretera se convirtió en un verdadero peligro.
El anterior presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski, en prisión preventiva por lavado de activos, ocupaba la presidencia del directorio de Servosa, una empresa que en la actualidad cuenta con 400 camiones y tiene el monopolios del transporte del mineral de Las Bambas. El economista, empresario y banquero presidente, jugó fuerte a favor del proyecto minero, escondiendo sus intereses en el transporte del mineral. En 2015, el congresista Justiniano Apaza denunció que Kuczynski recibía financiamiento de la minera y que su empresa obtuvo “sin licitación el cien por ciento del transporte del mineral en varias zonas del sur del país”. Al año siguiente fue elegido presidente sin que nadie investigara las denuncias.
COMUNEROS SIN COMUNIDADES. La lógica del modelo extractivo es implacable. Para hacer posible la explotación de Las Bambas, las 450 familias de la comunidad Fuerabamba debieron ser trasladadas, porque vivían justo encima de una fabulosa riqueza que supuso la mayor inversión minera del mundo, con 11 mil millones de dólares para poner en marcha la quinta mina del mundo. El nuevo asentamiento fue levantado con viviendas “estilo suizo”, se compensó a los comuneros con elevadas cifras y en el nuevo asentamiento (a dos kilómetros del original, a 3.800 metros de altitud) se construyeron un centro de salud, instituciones educativas y hasta un cementerio, completamente trasladado del sitio original.
Pero ya no cultivan la tierra, se sienten “como palomas encerradas” en la nueva localización y los ancianos no saben qué hacer sin sus ovejas; deambulan sin norte entre las modernas viviendas en hileras que parecen prisiones. Sin embargo, sobrellevan el dolor y el abandono en silencio, porque en el Perú uno de los epítetos más difíciles de aceptar es el de “antiminero”.
En la región minera el 80 por ciento de la población es pobre y la mitad de los menores de cinco años padece desnutrición crónica. La capital del distrito donde se asienta Las Bambas, Challhuahuacho, a dos kilómetros de la mina, creció de dos a 16 mil habitantes en pocos años, un verdadero tsunami demográfico con hondas consecuencias sociales. Según Ruth Vera de Derechos Humanos Sin Fronteras, ahora “abundan los problemas de violaciones, violencia doméstica y delincuencia que fueron desencadenados por la presencia minera”.
La mayoría de los varones prestan servicios a empresas que operan para la mina y acceden a cantinas y bares, lo que trastoca la vida familiar y comunitaria, en una sociedad profundamente patriarcal donde la violencia cuenta con amplia legitimidad social.
El otro problema es la represión estatal. Según la ONG CooperAcción, las 50 mil personas que viven cerca de la carretera “tienen suspendidos sus derechos a la libertad y seguridad personales, la inviolabilidad de domicilio y la libertad de reunión y de tránsito en el territorio”, por la aplicación de estados de emergencia cada vez que se produce algún conflicto.
El corredor vial se ha convertido en pieza estratégica en el Perú, ya que incluye cinco grandes unidades mineras en explotación (entre ellas Las Bambas) y conecta no menos de cuatro proyectos exploratorios importantes. En ese marco, la Policía Nacional firmó, en secreto, 31 convenios con empresas mineras para la protección de sus negocios. Los policías se trasladan en camionetas de las empresas y tienen bases en los campamentos de las mineras, lo que la convierte en una guardia privada empresarial. Estos mecanismos permiten hablar de un “gobierno minero” en la región, en el que participan Estado y empresas.
En el conflicto minero en torno a Las Bambas, sobresalen dos cuestiones. Por un lado, 500 comuneros tienen procesos abiertos por haber participado en protestas contra la empresa minera. Tres campesinos purgarán más tiempo de prisión por cortar la ruta, que el expresidente por robarse millones. Pero la represión es apenas una cara del conflicto. Las consecuencias más profundas de la presencia minera pueden resumirse en el desmembramiento de las comunidades por la desarticulación del tejido comunitario que provocan los emprendimientos.
LA UTOPÍA DE SEGUIR SIENDO. Apurímac es la región donde nacieron Micaela Bastidas (esposa de Tupac Amaru) y José María Arguedas, dos grandes de la lucha social y de las letras de este continente. En casi todas las plazas de Abancay, la tierra natal de Micaela, hay alguna estatua blanca que la recuerda, con sus trenzas largas y una mano alzada al cielo. La tumba de Arguedas fue erigida en una plaza en la que se reúnen, desde tiempos remotos, los campesinos que llegan al mercado de Andahuaylas, donde nació un siglo atrás.
El martirio de Bastidas debería haber sido motivo de alguna compasión por los herederos de la Conquista. Fue llevada junto a sus hijos, Hipólito de 18 años y Fernando de 10, y a su esposo, a la Plaza de Armas de Cusco, luego de ser torturados, para ejecutarlos de uno en uno. Micaela fue obligada a presenciar la muerte de su hijo mayor, al que primero le cortaron la lengua por hablar mal de los españoles. La estrangularon en público, le dieron garrote y la remataron a patadas.
Sería excesivo decir que el episodio es sólo historia, a la luz de los relatos de la antropóloga quechua Gavina Córdova, nacida en Ayacucho y residente en Andahuaylas. La minería a cielo abierto actualiza el hecho colonial o, por mentar al más importante sociólogo latinoamericano, Aníbal Quijano, refuerza la “colonialidad del poder”, que permaneció intacta pese a la desaparición de la colonia. El derecho de pernada sigue funcionando en la sierra, ya sea como abuso sexual o, bien, adaptado a las nuevas relaciones laborales, que permiten que los patrones no paguen salario (sic) durante los primeros meses de “prueba” de los nuevos trabajadores.
Pero el colonialismo tiene una cara más fétida aún: la que muestran las propias organizaciones sociales y políticas que resisten a la minería, pero también los partidos de izquierda. El periodista Jaime Borda, presidente de Derechos Humanos Sin Fronteras, asegura que “desde 2006 hasta 2014 la mayoría de los dirigentes comunales han terminado mal su mandato, con acusaciones de aprovechamiento del cargo, de malos manejos económicos y de negociar sólo a favor de sus familiares”. Las empresas mineras operan con cuantiosos recursos para que las comunidades elijan personas afines a sus intereses, lo que hace que los cargos de dirección sean ferozmente disputados.
En muchos casos, asegura el periodista, “la comunidad ya no reacciona como un grupo coherente, sino como una suma de individuos que velan cada uno por sus propios intereses”. Por su parte, Córdova destaca que los terrenos comunales se están parcelando y se titulan como propiedad privada, porque para la empresa minera es más fácil negociar con las familias que con la comunidad.
La simbiosis entre modernidad y minería, entre desarrollo y colonialidad del poder, está provocando mayores daños que los ya cuantiosos enhebrados por la Colonia y la República durante cinco siglos. Poco más de medio siglo después de haber escrito “Llamado a algunos doctores”, un desgarrador poema de Arguedas en el que denunciaba la discriminación de la cultura quechua, la “quinua de cien colores” que amaba y celebraba, se ha convertido en mercancía altamente estimada en los restaurantes de los países centrales, pero se ha convertido en lujo inalcanzable para las familias comuneras.
“Siembro quinua de cien colores, de cien clases, de semilla poderosa. Los cien colores son también mi alma, mis infaltables ojos”, versea el poeta. Arguedas no vivió para ver la destrucción de sus sueños regeneradores, prefirió marcharse por propia voluntad, antes que contemplar impotente la destrucción del mundo que amaba.