Cuando en noviembre de 2011 acudimos a la Corte Penal Internacional para denunciar que en México se cometen crímenes de guerra y de lesa humanidad, el gobierno federal mexicano y los “intelectuales” a su servicio respondieron con amenazas y minimizaron la situación de conflicto armado que vive el país. Aseguraban que los casos de violaciones a derechos humanos cometidos por agentes del Estado mexicano resultaban “excepcionales” y que no podían considerarse “sistemáticas” (ver comunicado de prensa de Los Pinos CGCS-196). Intentaban hacer creer a la población que si existían algunos casos de abusos militares, éstos eran accidentes o casos que salían del control de los altos mandos civiles y militares.
El paso del tiempo le ha dado la razón a la ciudadanía y ha desenmascarado a quienes garantizan impunidad a los violadores de derechos humanos. A partir del 6 de agosto de este año, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha comenzado a analizar una serie de casos que le permitirán dar cabal cumplimiento a la sentencia del 23 de noviembre de 2009 en el caso Radilla Pacheco versus Estados Unidos Mexicanos. Estos casos se han presentado al pleno de la Suprema Corte como consecuencia de una decisión que bien puede considerarse histórica en la vida jurídica de México: el entonces presidente de la Corte decidió formular una consulta a trámite el 26 de mayo de 2010 (expediente Varios 489/2010) para que el pleno del tribunal constitucional del Estado mexicano decidiera la forma de dar cumplimiento a la sentencia del tribunal internacional, a pesar de que el Ejecutivo (asumiendo una actitud francamente irresponsable) ni siquiera se había molestado en notificar la sentencia condenatoria en su integridad a los otros Poderes de la Unión.
Fue la decisión del ministro Ortiz Mayagoitia (un ministro usualmente considerado, por los analistas y la academia, conservador) la que llevó a que sea el Poder Judicial de la Federación el que ha asumido la responsabilidad de atender los compromisos internacionales del Estado mexicano. Si la Suprema Corte hubiera adoptado una posición igual de cómoda y pasiva como lo han hecho hasta ahora el Poder Ejecutivo y el Legislativo, México no habría avanzado en lo absoluto en el cumplimiento de sus obligaciones con la comunidad internacional.
Ésa fue la génesis del expediente Varios 912/2010 “Caso Rosendo Radilla Pacheco” de la Suprema Corte, que estableció –entre otras cosas– que es una obligación para todos los jueces del Estado mexicano realizar el control de convencionalidad y de constitucionalidad de los actos de autoridad, creando un control difuso de regularidad de los actos de las autoridades mexicanas, complementando y transformando de fondo el sistema concentrado que hasta entonces existió en nuestro país. Bien puede calificarse como una verdadera revolución jurídica, cuyas consecuencias todavía estamos lejos de poder apreciar.
Pero el caso del desaparecido político Rosendo Radilla tuvo consecuencias adicionales. La restricción del fuero militar que ha comenzado a darse por vía jurisprudencial a partir de agosto de 2012 ha demostrado que las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales y la tortura a manos del Ejército Mexicano, lejos de ser un accidente o un caso aislado, son prácticas generalizadas y sistemáticas toleradas o encubiertas por altos mandos militares.
En el primer caso que resolvió el pleno de la Suprema Corte de Justicia, un coronel fue informado de la tortura realizada por dos de sus subordinados en contra de un civil (con tal brutalidad que le ocasionaron la muerte) y en lugar de procesarlos o denunciarlos por el delito de tortura y homicidio, el superior ordenó “que se tirara el cuerpo”. Estos hechos ocurrieron dentro de las instalaciones del 21 Batallón de Infantería, ubicado en Cuernavaca, Morelos, y no en algún lugar oculto o fuera del control de los mandos militares.
Algunos de los casos que dentro de unos días conocerá el pleno de la Suprema Corte, involucran a mandos superiores del Ejército Mexicano, como el general de Brigada Diplomado de Estado Mayor, Manuel de Jesús Moreno Aviña, quien no sólo encubrió sino que expresamente ordenó torturas, ejecuciones extrajudiciales en contra de civiles y otras atrocidades. Éstos no son “accidentes”, “excesos” o casos “aislados”, como quiere hacernos creer el gobierno federal. Son casos que ocurren dentro de instalaciones militares, que se planean y se repiten sistemáticamente: la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) documentó ya un patrón sistemático de tortura dentro de las bases militares (ver la recomendación CNDH-87/2011).
Estos casos permitirán replantear el rol que hasta ahora han jugado las fuerzas militares en tareas de seguridad pública. La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece que para el despliegue de misiones militares existirán importantes controles a cargo del Poder Legislativo. Tanto si es necesaria una declaración de guerra conforme a los Artículos 73 y 89 de la Constitución; si se trata de una suspensión de garantías declarada conforme al Artículo 29; o incluso, si conforme al Artículo 89, fracción VI, el presidente emite un decreto fundando y motivando una situación en la que declare que es necesario preservar la seguridad nacional en los términos de la ley respectiva, la intervención y los controles por parte del Poder Legislativo siempre resultarían fundamentales.
Sin embargo, a raíz de la acción de inconstitucionalidad 1/1996, la Suprema Corte creó la lamentable posibilidad de que el Ejecutivo autorice misiones militares sin ningún control parlamentario y sin cumplir con los requisitos constitucionales previstos al efecto. Esto generó la impresión de que el Ejecutivo podía usar/abusar del Ejército para destinarlo a las funciones que le parecieran pertinentes.
El ministro José Ramón Cossío expresó que, conforme al Artículo 21 constitucional, las instituciones de seguridad pública deben tener un carácter civil y “que el Ejército no está para cumplir funciones de seguridad pública en términos de la propia Constitución”. Además, estableció que mientras no nos encontremos dentro de una suspensión de garantías, en un estado de guerra o se hubiera emitido un decreto presidencial conforme al Artículo 89, fracción VI de la Constitución, el Ejército no podría encontrarse fuera de los cuarteles militares. El ministro señaló, por lo tanto, que las órdenes que emitió Felipe Calderón y las funciones que realizó el Ejército durante este sexenio resultaron abiertamente anticonstitucionales.
Es una opinión que muchos abogados compartimos e hicimos pública desde hace varios años. Sin embargo, es la primera ocasión en la que un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación la expresa abiertamente. ¿Qué sanción resultaría adecuada para un mandatario que viola la Constitución sistemáticamente durante seis años? ¿Qué responsabilidad es exigible a un funcionario que ocasiona una crisis humanitaria, al desatar la violencia en un país sin contar al menos con un diagnóstico del “enemigo” que pretende enfrentar o una estrategia para librar su “guerra”? ¿Es admisible que queden impunes quienes encubrieron durante años la tortura, las desapariciones forzadas, las violaciones sexuales y las ejecuciones extrajudiciales cometidas por militares dentro de cuarteles militares? A la sociedad mexicana le toca responder estas preguntas.