El rechazo a combatir la pederastia

Enrique Flores Oropeza

Desalentadoras, por decir lo menos, son las conclusiones que arrojó La Cumbre de El Vaticano contra la Pederastia, porque estuvieron orientadas a invitar a cambiar la mentalidad de los sacerdotes y no a castigar a los que han cometido o siguen cometiendo este delito.

Algunas conclusiones incluso resultan contradictorias, como la de efectuar para los candidatos al sacerdocio “una evaluación psicológica por parte de expertos calificados y acreditados”; irónicas, como las de acompañar, proteger y cuidar de las víctimas, ofreciéndoles todo para el apoyo necesario en una completa curación, o vagas y sin relación alguna como la de “elevar la edad mínima para el matrimonio hasta los 16 años”.

En suma, el Papa Francisco pidió hacer lo que no se ha hecho, pero no esbozó siquiera una mínima pretensión de llevar a la justicia religiosa, ya no digamos laica, a los sacerdotes delincuentes que aún están impunes.

Los escándalos más recientes en Estados Unidos, Irlanda y Chile, y las investigaciones en Alemania y España, han obligado, y sólo obligado, a la iglesia católica a realizar esta Cumbre para abordar un problema que no es nuevo y tampoco superficial, y que requiere cambios, pero no en la mentalidad de los seminaristas, sino en los fundamentos de la  iglesia. Porque la proclividad a la comisión de este delito no está en evaluar psicológicamente a los candidatos a sacerdotes, sino en su ejercicio del poder en las comunidades, y en el poder de todo el aparato eclesial para reprimir a los denunciantes o encubrir a sus miembros que han delinquido.

La iglesia católica vive una crisis de autoridad moral, y el Papa Francisco evadió abordar el factor nodal que subyace a este problema: el incumplimiento del voto del celibato. Los casos denunciados de pederastia en todo el mundo, pero también de violaciones a monjas y de miles de sacerdotes amancebados es sólo la punta del iceberg que desvela que el celibato es más una promesa y un deseo que un ejercicio de sacrificio y amor.

La iglesia católica se resquebraja por ese flanco. Su descrédito crece y se expresa por una pérdida, mínima pero constante, de feligresía. Su doctrina no está ya respaldada por los hechos y, en un mundo en que debiera ser un consuelo ante la inseguridad y delincuencia que viven los países, su proceder es parte de ésta.

Por ello urge la reconversión profunda de la iglesia católica, y para empezar el Papa debiera validar y normalizar lo ya existente. El sacerdote debe convertirse en un líder moral en su comunidad y para ello debe ser parte de ella para conocerla y que la misma comunidad lo conozca a él desde una relación de igualdad, y no de intermediario entre Dios y los creyentes, porque eso lo sitúa en una relación de poder. ¿Con qué autoridad moral un sacerdote puede escuchar pecados de pareja si él no forma –aparentemente- una? ¿Cómo podría comprender las tribulaciones de los hijos si no tiene los propios? ¿Cómo aconsejar a esposos si no es uno de ellos en su comunidad? Se requiere de una nueva concepción del sacerdocio, más mundana, pero también más realista.

Como es una transformación profunda que requiere análisis y muchos concilios, la iglesia católica podría empezar por cancelar la movilidad de los sacerdotes, que sólo ha servido para evitar la persecución de las víctimas y comunidades ofendidas, y poner a disposición de la justicia a todos sus miembros acusados. Sería el gesto indispensable para mostrar que está con su feligresía y que no sólo se sirve de ella.

La iglesia católica debe impulsar desde su jerarquía los cambios necesarios para mantener la fe en sus creencias en un ámbito sin riesgos, antes que los cambios los realice la feligresía, incluida la de iglesia.

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