El muro de Trump

Daniel Seijo

4737.47 Kilómetros separan San Pedro Sula y Miami por carretera. Cuando uno regresa deportado por las autoridades norteamericanas como desecho de un sistema económico y social que se tambalea, apenas se trata de un viaje de dos horas y veinte minutos entre dos mundos muy diferentes, pero para el 56% por ciento de hondureños que dicen estar dispuestos a emigrar de su país, el intento por llegar a esa segunda realidad, de alcanzar un sueño americano a cada paso más desdibujado, suele terminar costándoles un precio demasiado caro. Honduras es una de las cunas de la violencia y el sufrimiento en una región que en los últimos 50 años ha sufrido 12 golpes de estado, cuatro guerras declaradas, un genocidio y una invasión estadounidense, en la última década en el país centroamericano han muerto asesinadas más de 55000 personas, muchas de ellas simples trabajadores que no podían permitirse pagar la extorsión o “impuesto de guerrilla” que las maras exigen a cada uno de los comerciantes del barrio. No existe impedimento moral alguno para los pandilleros a la hora de asesinar a los más pobres. Aquí tras la derrota de la revolución incluso antes de nacer, ahora reina el más salvaje de los capitalismos, ese que resulta más cruel si cabe entre las capas más desfavorecidas de la población.

En Honduras no existe nada que impida a un niño de 13 años -si es que realmente se les puede seguir considerando niños- pegarte dos tiros mientras regresas a casa del trabajo simplemente para robarte un par de billetes con los que acceder a alguna droga con la que llegar a olvidar un nuevo día. Aquí, no existe algo así como la seguridad de un hogar de clase media, las noches de fin de semana pueden llegar a costarle la vida a un joven que decida salir a tomar algo con sus amigos, y ser mujer puede transformarse en un verdadero infierno en un país en donde cada 14 horas, una mujer pierde la vida de manera violenta y con total impunidad ante el abandono por parte de la justicia.

Cuando un hondureño decide abandonar su país rumbo a Estados Unidos normalmente no lo hace pensando en el glamour de vivir en La Gran Manzana o en la oportunidad de emprender una nueva vida en algún rincón de Silicon Valley, cuando los hondureños deciden abandonar a su gente, su barrio, incluso en demasiadas ocasiones a su parejas e hijos, para jugarse la vida en un trayecto incierto para llegar a la cuna del imperio, lo hacen conscientes de que se dirigen a ciudades como Miami, Nueva Orleans, Texas o Nueva York para ejercer trabajos que los estadounidenses no consideran “dignos”. No era así al menos hasta la reciente crisis económica de 2008.

Donald Trump ha decidido usar los mismos mecanismos que ya permitieron a Obama priorizar las expulsiones en caliente de miles de migrantes apresados en la frontera

Técnicos de mantenimiento, jardineros, obreros de la construcción, taxistas, jornaleros, cocineros… Una inmensa fuerza de trabajo documentada e indocumentada que en Estados Unidos ha crecido en torno al cinco por ciento en los últimos 20 años. Cuando uno escucha hoy a los dirigentes norteamericanos hablar de expulsar a todos los inmigrantes, no puede más que sorprenderse tanto como si acabase de escuchar a esos mismos políticos hablar de expulsar a todos los pelirrojos o a todos los zurdos de su país. No solo se trata de una locura desde el punto de vista moral o político, sino también de una locura extrema desde el punto de vista social o económico. Un disparate propio de quien ejerce su mandato inmerso en un particular show cuyas consecuencias serán recogidas por los sectores más desamparados de la población, esos mismos sectores entre los que precisamente destacan -junto con la población afroamericana- aquellos mismos emigrantes que fruto de décadas de injerencias políticas, militares y económicas del Tío Sam en la región, se han visto obligados a abandonar una tierra que con toda seguridad no aman menos de lo que cualquiera de nosotros podemos amar la nuestra.

Seguramente fruto de los numerosos impulsos lanzados por su vecino del Norte, México ha ejercido en las últimas décadas una política de persecución y hostigamiento contra el migrante

Cuando el gobierno de Estados Unidos, y por tanto la nación estadounidense, le declaran la guerra a los migrantes, no solo abandona el histórico compromiso de su nación con las masas ansiosas de ser libres, con los pobres, los cansados, los desamparados, no solo abandona su espíritu integrador pese a las profundas y enraizadas desigualdades, sino que también abandona su responsabilidad con una población que ha sufrido los efectos de sus políticas en el continente americano. No debemos nunca olvidar la realidad de los cientos de miles de muertos en las guerras y dictaduras de os ochenta, los desaparecidos, los paramilitares, el negocio del narco o el genocida discurrir del capitalismo extractivista entre las comunidades indigenas.

El primer día de un ilegal que parte de la zona sur de Honduras consistirá en intentar cruzar la frontera con Guatemala por Corinto, Agua Caliente o algún otro punto cercano. Tras eso intentará acercarse lo máximo posible a la frontera con México, y quizás ya el tercer día, pueda cruzar la frontera para llegar a Chiapas y al fin descansar una noche antes de emprender un viaje en bus o en tren de unas diez horas hasta el Estado de Tabasco. Desde allí otra serie de largos viajes lo llevarán a Distrito Federal, San Luis de Potosí y Tamaulipas, para finalmente en apenas media hora, cruzar definitivamente el Río Bravo y entrar en territorio norteamericano. Cinco días en su versión más corta, pero todo traficante de personas -todo coyote- conoce varias rutas alternativas por si la cosa se complica. Algo que sucedió recientemente, cuando el gobierno mexicano harto de la imagen de una mole de varias toneladas de hierro, en forma de pesado tren de mercancías abarrotado de migrantes ilegales, ocupara portadas en los espacios informativos de medio mundo.

El llamado triángulo centroamericano compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala, lugares estos en donde el número de civiles muertos por causas violentas, es solo comparable a realidades como la de Siria o Iraq.

Debido al incremento del flujo migratorio en el país y seguramente fruto de los numerosos impulsos lanzados por su vecino del Norte, México ha ejercido en las últimas décadas una política de persecución y hostigamiento contra el migrante. La ola de asesinatos, extorsiones, violaciones, secuestros masivos, desapariciones y demás tipos de agresiones que en algún momento de su trayecto sufren seis de cada diez migrantes a su paso por el país mexicano, solo puede explicarse por la complicidad de ese sistema político con los cárteles del narcotráfico en el país. Esa misma delincuencia organizada que ha visto en la extorsión y el secuestro masivo de migrantes un negocio más que sumar al del tráfico de personas, la explotación sexual o la reventa de petróleo robado. La mitad de los migrantes que se juegan la vida a su paso por México huyen de la violencia en sus países de origen, especialmente los del llamado triángulo centroamericano compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala, lugares estos en donde el número de civiles muertos por causas violentas es solo comparable a realidades como la de Siria o Iraq. Al fin y al cabo, son esos mismos jóvenes pertenecientes a las clases más desheredadas del capitalismo los que pueden perder su vida indistintamente por una bala fruto de un ajuste de cuentas en Tegucigalpa, por un disparo policial en algún barrio obrero de Estados Unidos o defendiendo alguna recóndita posición del ejercito de ese mismo país en Iraq. La única realidad que parece perseguirlos a donde quiera que vayan es la de la muerte.

El plan Frontera Sur -una iniciativa conjunta entre México y Estados Unidos- ya funcionaba antes de la llegada de Trump al poder, como una forma de conseguir desatascar los saturados centros de detención de migrantes del sur de Estados Unidos. Junto con Barack Obama, Enrique Peña Nieto ha sido el presidente que más centroamericanos ha deportado fuera de sus fronteras. Hoy pocos parecen recordar que el presidente demócrata expulsó del país a más de 2.7 millones de indocumentados en sus primeros siete años de mandato, una cifra superior a la de cualquier otro presidente.

El llamado triángulo centroamericano compuesto por Honduras, El Salvador y Guatemala, es solo comparable a realidades como la de Siria o Iraq

Trump tan solo ha ampliado los criterios para la posible deportación de inmigrantes indocumentados al tiempo que se ha dedicado a fomentaren sus mitines la psicosis con un muro que ya se encontraba en construcción, por mucho que ahora se haya convertido en una prioridad nacional, el problema con los migrantes en Estados Unidos es un problema que estaba ahí antes de la llegada de Trump. Las medidas adoptadas por el actual presidente de Estados Unidos, tan solo han logrado que los migrantes que antes llegaban subidos a lomos de La Bestia, ahora tengan que hacerlo por rutas más largas, más caras y seguramente más peligrosas. Eso y aumentar el miedo y la desprotección en una población que por norma general suele encontrar serias dificultades para lograr abandonar una situación de precariedad en su nuevo país de origen, suponen a día de hoy el principal legado de Trump para los migrantes.

Mientras organizaciones como Médicos Sin Fronteras o las propias Naciones Unidas demandan a los diferentes países que cesen las deportaciones y se amplíe la protección legal, la concesión de asilo y los visados humanitarios, los prototipos para comenzar a construir el muro que Donald Trump pretende levantar en la frontera con México ya han comenzado en una zona deshabitada junto al paso fronterizo de Otay Mesa, en California. Pese al riesgo que supondrá para los miles de migrantes que diariamente intentan llegar a Estados Unidos y a las molestias que la mayor regulación de visados causará a unas fronteras por las que cada día cruzan cerca de 300.000 vehículos y un millón de personas que comercian, estudian, trabajan o simplemente visitan el otro lado, el gobierno americano parece decidido a gastarse una ingente cantidad de recursos en una frontera en la que desde 1994 ha instalado vallas que hoy alcanzan 1.050 kilómetros. Una medida por ahora con repercusiones directas para quienes pagan a los coyotes entre seis mil y siete mil dólares por tres intentos para alcanzar suelo estadounidense.

Donald Trump ha decidido usar los mismos mecanismos que ya permitieron a Obama priorizar las expulsiones en caliente de miles de migrantes apresados en la frontera, y repatriar a numerosas oleadas de niños y mujeres centroamericanos, para incluir ahora en ellos a toda persona que haya violado las leyes migratorias o pueda simplemente ser sospechosa de haber cometido un crimen. El muro de Trump simplemente parece seguir creciendo sobre los anteriores para lograr dejar a un mayor número de personas fuera de sus fronteras.

 

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