La historia del sandinismo me importa. Nací el 21 de febrero de 1984, cuando la Revolución Popular Sandinista en su plenitud conmemoraba el 50 aniversario del asesinato de Augusto Sandino. Crecí en una familia surcada por todos los símbolos revolucionarios posibles, con los que me identifiqué desde muy joven. Ese es mi punto de partida.
A mis 32 años he presenciado una enigmática y triste prestidigitación de los símbolos que me servían de referencia política.
Por mi involucramiento en diferentes expresiones del movimiento social, sé muy bien que hay miles de sandinistas que -como yo- vemos críticamente al gobierno de Ortega y su alianza con el gran capital. Sé que somos miles los que padecemos los sinsabores del sepelio del proyecto político que se expresaba en el Programa Histórico del FSLN (1969) y que no existe más bajo esas siglas.
Pero también sé que hay miles que respaldan a Ortega desde los principios y valores del sandinismo, convencidos que no hay mejor opción que él. Sandinistas que cantan a todo pulmón la canción del Comandante Carlos Fonseca y que entienden que su dignidad transita por morir fieles a la bandera rojinegra, aunque el partido esté privatizado. Aunque se haya perdido toda democracia interna, imponiéndose un portentoso verticalismo que silencia al que opina críticamente y que evidencia el menosprecio de Ortega hacia su propia militancia.
Y sé también que hay otros miles de nicaragüenses que respaldan a Ortega por razones más superficiales pero igualmente legítimas. En un panorama político carente de propuestas verdaderamente revolucionarias que se propongan remover los cimientos sobre los que se asienta la inequidad y la injusticia que imperan en Nicaragua.
Si hay que hacer alguna reflexión este 19 de julio de 2016, para mí quizás sea decir que también he podido conocer a muchos nicaragüenses de los sectores populares que estaban “desde la otra acera” en contra de la Revolución. Personas en comunidades de la Nicaragua profunda, mayormente productores campesinos, quienes me han mostrado que uno debe tener mucha humildad para poder entender con serenidad todas las aristas de la historia de un país.
Aunque no comparta la mayoría de sus referencias ideológicas, muchas de ellas artificialmente construidas por las cúpulas de la derecha, puedo decir francamente que me he identificado con el sufrimiento que ellos también padecieron por el conflicto armado en Nicaragua. Y que ello ha acrecentado mi repudio por todas las formas de intervencionismo en el mundo que engendran estas guerras fratricidas. Lo que dicen es cierto: en todo conflicto, los muertos siempre los pone el pueblo.
De sus historias, y de las que ya conocía desde el sandinismo, he sacado una enorme lección: sin importar las afinidades partidarias, ideológicas y los colores de las banderas que nos cobijen, siempre, siempre, siempre existe una clara línea de separación entre los que están arriba y los que están abajo del poder.
Y si examinamos la realidad política hoy en Nicaragua, vemos que quienes están arriba, desde el poder político y con el poder económico, están férreamente aglutinados bajo un solo puño: unificados por la desesperación de la permanencia en el poder que solo proviene de un incontenible arraigo por el lucro y la acumulación de riquezas.
Entre esas cúpulas de poderosos no existen divisiones ni de colores, ni de banderas, ni de símbolos. La cúpula del FSLN no tiene problemas de fusionar sus intereses con los antiguos somocistas, la Contra, con los Pellas, y con otros sectores económicamente poderosos del país porque francamente, digámoslo, eso no entra en contradicción con su proyecto político que hace mucho tiempo dejó de ser emancipador.
Y si vemos a los sectores populares de nuestro país, vemos a centenares de personas aferradas a los símbolos históricos que hemos construido: unos bajo el color rojo, otros bajo el rojo y negro. Sosteniendo una división histórica que francamente ha quedado diluida ante la evidente dictadura del capital en que vivimos.
Y, en medio de ellos, un emergente sector joven que no se siente interpelado por las historias detrás de esos simbólicos colores, pues francamente durante toda su vida (construida luego de la Revolución) ha sido indiferente qué partido haya llegado al poder. Ya no se puede decir “los años de los neo-liberales” porque, estando Ortega a punto de cumplir una década de nuevo en el poder, ha quedado claro que el único gobierno permanente que ha tenido Nicaragua ha sido el del neoliberalismo.
Pero hay que ver la astucia del Poder. Ellos perversamente y permanentemente estimulan el rejuego de mantener el espejismo que dicta que los sectores populares deben mantenerse divididos por los colores y las banderas. Repudiándose los unos a los otros. Y así, mediante este truco, buscan impedir que afloren las verdaderas reivindicaciones del pueblo, que el gobierno además suprime controlando férreamente sindicatos, gremios, organizaciones barriales, y al propio FSLN.
Pienso y siento que el legado del sandinismo histórico no está en el espejismo de los colores que generan tantos sentimientos encontrados y que seguramente, este 19 de julio, aflorarán nuevamente con enormes banderas roji-negras en la plaza. Creo que el verdadero legado está en otra parte, y solo podemos entenderlo esculcando la historia.
“Solos los obreros y campesinos irán hasta el fin, solo su fuerza organizada logrará el triunfo”, decía Sandino en su contexto histórico de la lucha contra el intervencionismo yanqui.
“El Frente Sandinista surgió abriéndose paso en medio de la tiniebla impuesta por la clase explotadora. Inspirándose en el dolor y la miseria padecidos por los sectores populares, quiere rescatar las más nobles tradiciones de la colectividad nicaragüense, no limitándose a evocarlas con palabras, sino a revivirlas en la acción, aunque ello signifique atravesar duras pruebas… Los militantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) combatimos en defensa del pueblo trabajador, combatimos por amor a la patria sojuzgada, combatimos por convertir en realidad nuestros sublimes ideales. En donde lo que prevalezca sea la justicia, el amor, la felicidad y la erradicación de actos inhumanos… en fin, donde sea eliminada la brutal explotación del hombre por el hombre”, decía Carlos Fonseca en el contexto de la lucha contra la dictadura somocista.
Tomando a Sandino y Carlos como referentes de un proceso histórico, diría que el hilo conductor de ésta historia es que la justicia solamente se construye desde la unidad de los sectores populares. Que cualquier unidad de cúpulas es solo una perversión más en nuestra larga historia de pactos y traiciones a la patria. Y que, como dicen, sólo el pueblo salva al pueblo.
Creo que el militante sandinista debe luchar por recuperar la organización que fue del pueblo y su democracia, enfrentándose a los dominadores internos para aportar en la recuperación de la democracia en Nicaragua. Enfrentar con coraje el desafío de decirle a Ortega que el FSLN no se fundó para parir un nuevo caudillo, ni un nuevo dictador.
El sandinista de corazón debe comprender que no hay otro camino para los revolucionarios que plegarse a los intereses populares en todas las luchas que emergen en el país frente a las mineras, frente a patronales explotadoras, por la defensa de la naturaleza frente a la depredación, por el derecho a la tierra, la defensa del lago y la soberanía nacional.
Debe resurgir la música que acompaña el sueño de ser libres, y que nos hará recordar que el pueblo unido jamás será vencido.