El llanto de la pobreza

Tlachinollan

“Me siento muy triste, ahora quién estará conmigo. Mis nietos ya no vendrán a mis brazos. Me quedo desprotegida”, expresa doña Rosa Díaz Cano, madre, suegra y abuela, con lágrimas en el rostro. Se queda pensativa, baja la mirada a la tierra, pero en breve regresa a la realidad en esa espera larga para ver los cuerpos de su familia que regresan a su hogar.

El jueves 26 de agosto, como a las 13:00, se llevaron los féretros al lugar de los muertos, pero antes los cuerpos de Raúl Ríos Díaz y Antonia Félix Martín, sus cuatro hijos de 12, 10, 8 y 7 años respectivamente, fueron presentados en la Iglesia, donde el rezandero habló en lengua Me’phaa.  El día lunes, 23 de agosto de 2021, perdieron la vida en un accidente en la carretera entre Atotonilco-La Barca, en el estado de Jalisco. Hoy despidieron a la familia con flores, veladoras y cantos religiosos; los sepultaron con todas sus pertenencias para que en el otro mundo los puedan utilizar. La única sobreviviente, Rosa, estuvo presente, pensativa se despidió de su familia con un puño de tierra y flores.

El  25 de agosto, los habitantes del pueblo llegaron uno a uno para solidarizarse con refrescos, maíz, frijol, veladoras, incluso recursos económicos. Otros ayudan a excavar y hacer las tumbas en el camposanto, mientras las mujeres ofrecen de comer. Más del mediodía transcurre entre sensaciones de angustia y melancolía colectiva.

La lluvia anunció su llegada. Como a las 17:00 horas, cuando llegaron dos carrozas, la comisión puesta por las autoridades comunitarias en la entrada de la comunidad, las habían parado para recibirlos con tres bandas de viento y decenas de mujeres, hombres, niñas y niños; así caminaron hasta la morada de la familia fallecida.

La familia Ríos Díaz llevaba varios años migrando a los campos agrícolas de Sinaloa, Baja California, Zacatecas, Jalisco y Michoacán en busca de una esperanza para mejorar sus condiciones de vida. El año pasado sembró su milpa, pero fue difícil sostener a su familia porque apenas le alcanzaba para ir comiendo al día. En setiembre de 2020 decidió regresar a los campos, junto con su familia al corte de jitomate. Tenía la esperanza de poder ahorrar para que sus hijos siguieran estudiando.

Empezaron a bajar los ataúdes de las dos carrozas. Los rostros afligidos por el indescriptible suceso ya que nunca antes había pasado en el pueblo. La familia en sollozos contenidos por el abrazo del primo, el tío, la tía, las abuelas, los abuelos, el dolor llegaba al alma, ellos mismos se consolaban, pero sabían que ahí estaban todos y que el dolor era de todos. Al fin habían llegado, pero no de la forma esperada. Don Silvestre Ríos Solano, esposo de doña Rosa, alzó sus brazos al cielo y le habló con la palabra sabia a su hijo Raúl, a su nuera Antonia y a sus cuatro nietos, sintió resbalarse, pero no era por la tristeza ni por la sensación de llorar sino por una piedra mal colocada en el patio de su casa. Volvió a extender sus brazos para pedir una explicación a la vida, a la esperanza de salir de la pobreza, a los 88 años castigado por las carencias. Un abrazo de ausencia, de que ya llegó su hijo. Así era cada vez que llegaban de los campos agrícolas.

Yacían sus cuerpos en el piso de tierra, inmóviles y sin respirar. Ahí estaban rodeados de personas del pueblo que lloraban su partida. Las filas de mujeres y hombres con flores y veladoras encendidas pasaban de dos en dos para evitar contagiarse de Covid-19. El rezo no paraba y los cánticos de la banda de viento en una choza de adobe y techo de lámina, lo más que pudieron construir, pues esta vez regresarían con algo de dinero, pero hasta eso les arrebataron en el camino de la muerte.

No hay palabras que describan ese llanto unísono de solidaridad, humanidad y resistencia. Don Raúl era buena persona, le hablaba a todas y todos, a cualquiera invitaba a comer; también tenía un equipo de básquetbol. En la comunidad de Juanacatlán fue mayordomo de la fiesta de San Sebastián y de San Marcos, justo después de concluir se fue a trabajar a los campos, regresó por su familia dirigiéndose al corte de jitomate en Zacatecas. No era verdad, no era creíble que una persona tan amable falleciera con su familia de este modo, comentaban entre sollozos familiares y amistades. Lo más triste son los niños que también fenecieron. Parece el llanto de la pobreza el más cruento de la existencia humana.

Publicado originalmente en Tlachinollan

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