Sobre el solar crecen las plantas de epazote y chile, las flores de terciopelo rojas y las moradas enredaderas de las bugambilias escalan por las paredes grises en su intento de buscar el sol. La hamaca sosiega su cansancio y la atarraya reposa extendida bajo la fronda de un árbol, el canasto junto a la mesa donde descansamos del calor. Muy temprano por la mañana, müm Agustina prende el fogón para tostar el cacao, pronto, todo el solar de su casa es invadido por los aceites que desprenden la aromática semilla en contacto con el fuego. Después de enfriarlo, con las manos separamos la semilla tostada de la cascarita que se desprende al tacto. A las cuatro de la tarde, con la sombra recién nacida extendiéndose sobre la línea de palmeras, sigue el camino de tierra hasta el molino, que a esa hora ha dejado de moler el nixtamal y se apresura a pasar las semillas de cacao, el azúcar y la canela entre las grecas de las piedras. Müm Agustina vuelve a su cocina, enramada mínima de horcones y lámina asombrada por un árbol, que, desde el terremoto del 2017, amenaza con caer, el viento del norte sopla en continuas ráfagas, sacude las hojas de los árboles y las canastas colgadas en la cocina, mientras ella, afanosa, vuelve a pasar el cacao para convertirlo en un polvillo fino, el calor de sus manos lo moldea, en su lengua materna, cuenta que así lo aprendió de su madre y de su abuela. Con ternura inusitada, golpea la pasta hasta compactarla, traza un círculo con los dedos, lo separa lentamente y lo coloca sobre una bandeja. El tamaño de los círculos de chocolate que se colocan en el altar dependerá, si es “muerto chico” se colocan círculos pequeños, si el muerto era mayor, las ruedas de chocolate serán más grandes. Así, desde días antes empieza a prepararse para la festividad de Todos Santos en la comunidad Ikoots de San Mateo del Mar.
El treinta de octubre, a las nueve y cuarto salimos del preescolar y hacemos el recorrido entre las lagunas de temporal, rizomas líquidos florecidos por la lluvia que pronto se llenará de lirio, desde sus enfoques pedagógicos, y a partir del Festival del papalote, las y los maestros del centro Preescolar Vicente Guerrero realizan esta actividad con las niñas y los niños, que acompañados por sus madres y sus padres, han confeccionado sus papalotes, con madera de palma de coco elaboran figuras geométricas que luego lanzarán al viento del sur, para beneplácito de las y los niños que, con la cuerda entre sus manos y el papalote a sus espaldas, corren hasta ganar altura y elevan sus papalotes que escalan entre los escombros del sismo, fragmentos de memoria que todavía pueblan el campo deportivo. Las largas colas elaboradas de papel de china, parvada de coloridas serpentinas que danzan sobre las nubes resquebrajadas. Elisa Ramírez Castañeda documenta en su libro El fin de los Montioc que: “en Todos Santos se vuelan papalotes. En octubre y noviembre los hacen volar, cuando vienen los muertos para defenderlos, para alcanzarlos allá arriba, para ayudarlos a bajar. La gente grande vuela papalotes, pero por lo general lo hacen los niños. Después de Todos Santos, nuevamente los vuelan para irlos a dejar hasta allá arriba”. Con esta tradición ancestral, la comunidad da inicio a la celebración de día de muertos.
Para los Ikoots, además de los significados que se enlazan con la ritualidad, el papalote también es una herramienta relacionada con su principal actividad productiva: la pesca. El papalote para pescar se elabora con tela de costal y carrizo, mide aproximadamente metro y medio, la cola se confecciona de pedazos de trapo, se utilizan hasta tres kilos de mecate para llevar el trasmallo, “se pesca cuando hay norte, sin el viento no se puede pescar, el trasmallo se amarra en la “nariz” del papalote” comenta el señor Florentino, presidente del comité de padres de familia y pescador de oficio, “se pesca cocinero, mojarra blanca, pez sierra, mantarraya, langosta”. A la orilla del Océano Pacífico, o mar vivo, es donde los pescadores de San Mateo del Mar elevan su papalote, cuando ya está suficientemente alto, jalan el nudo corredizo que suelta el trasmallo para después jalarlo nuevamente hasta la orilla. Esta forma de pesca ancestral también está relacionada con las entidades sagradas de la comunidad, ya que la relación que establecen con el mar y con el viento, es indisoluble de su espiritualidad. Es a la orilla del mar vivo hasta donde la comunidad peregrina durante toda una noche para el ritual ancestral del fuego nuevo. Para pescar también hay que saber leer las nubes, ya que su color indica a los pescadores si habrá viento favorable para la pesca, o si se aproxima el frío o la lluvia. La laguna, la madre que engendra y nutre su espiritualidad, tiene una intención solemne para los Ikoots, quienes dotan de divinidad al viento del norte (Nangaj Teat Iünd Sagrado Padre Viento), al viento del sur (Nangaj Müm Ncherrek, Sagrada Madre del Sur), a las mareas que dicen que se crearon cuando la madre viento huyó hacia la laguna superior. “Los huaves han hecho del agua el punto de articulación que conecta a los santos, los vientos y los naguales. La palabra yow (“agua”) no sólo está en la raíz de numerosos topónimos, condiciones climáticas y eventos rituales, sino también es el centro de las narraciones mitológicas” (Millán, S. Pueblos indígenas de México y Agua: Los Huaves, representantes de una cultura lagunar).
El treinta y uno de octubre müm Agustina se levanta a las tres de la mañana, prende el fogón para poner el café y calentar las tortillas de horno, en un rato llegarán las personas que le ayudarán a destazar al puerco que ha estado engordando para estas fechas. A las seis de la mañana, la carne ya reposa en bandejas que esperan la hora de ir al mercado. Este día, el mercado estrena su vestido amarillo, el almizcle perfuma los angostos pasillos que son ocupados por mesas que improvisan puestos donde la gente encuentra lo necesario para vestir sus altares. Frente a la explanada municipal de la comunidad, las señoras sentadas sobre sus faldas, ofrecen ramitos de flores de cempasúchil y terciopelo, albahaca y flores que cultivan en la tierra arenosa de sus traspatios, además de veladoras, paletas de gallito y pan de muerto, para estas fechas también llega a vender de comunidades cercanas como Tierra Blanca, y San Blas Atempa. Las hojas de plátano para los tamales reposan en rollos sobre el piso junto a las canastas con las gallinas o los granos de cacao, las mandarinas y los tejocotes. “Hace dos años, cuando pasó el sismo le dije a mi mamá que no iba a matar puerco, porque no había dinero y la gente no iba a comprar, porque perdieron sus casitas y no tenían a dónde iban a poner sus altares, mi mamá de todas formas mató el puerco y gracias a dios se acabó todo, la gente compró a pesar de que apenas habían pasado dos meses del temblor” platica la hija de müm Agustina mientras pone a freír el chicharrón que luego irá a vender al mercado para comprar lo necesario para poner el altar. “Estas fechas la gente vende sus animalitos, su chivo, su borrego, para poder comprar lo del altar, como no hay camarón ni pescado, no hay dinero, mucha gente compra, pero de a poquito, no es como antes cuando se podía ir a pescar en la parte profunda de la laguna y había mucha pesca, ahora casi no hay dinero”
El primero de noviembre a las doce del día, el sístole-diástole de la campana anuncia la fiesta de los difuntos, repica todo el día y toda la noche, hasta el siguiente día cuando sea la hora de ir a misa. Por la tarde, el mercado, que hervía de gente vendiendo y comprando, ahora entra en una calma sosegada y solo algunas cuantas personas deambulan entre los puestos. Las flores y el pan se han terminado y ahora convidan en los altares coronados por fotografías, retazos de eternidad iluminados por las velas que mezclan su perfume con el tejocote, la mandarina, el chocolate, el sahumerio y el aroma de los tamales. Con ayuda de sus hijas, müm Agustina ha dispuesto las mesas para colocar el altar, “si llega algún animalito al altar, se piensa que es el espíritu del difunto que se presenta en forma de grillo, mariposa, lagartija o serpiente” nos cuenta. Por la noche, müm Agustina y sus hijas salen a “dejar vela”, según las costumbres de esta comunidad Ikoots, visitan las casas para entregar un ramo de flores y velas envueltas con servilletas de telar, la familia que las recibe, las coloca debajo de la mesa del altar, luego prepara un ramo que se entrega para corresponder al gesto. Esa noche, las familias cuidan las velas que se cambian conforme se van consumiendo, se procura que no haya nada que interfiera con el camino que las animas han de recorrer de vuelta a casa. En la mesa del comedor se comparte el pan, el chocolate y los tamales, se invita a los visitantes y mientras platican anécdotas, recuerdan con cariño a las abuelas, los abuelos y los difuntos que ya no están pero que esta noche vienen a visitarles. Más tarde llegará el rezador, que, junto con las plañideras, recorrerá varias casas para acompañar a las familias en sus rituales para honrar a sus muertos.
El dos de noviembre el norte ha calmado un poco, la mañana está fresca y la gente se prepara para ir a misa y luego a visitar el panteón. Sobre la mesa las bandejas llenas de ramos de flores cuidadosamente preparados, algunas flores se han comprado el día anterior en el mercado, la mayoría se han cortado del solar de müm Agustina, esperan envueltas en servilletas de telar para evitar que se marchiten por la calor. Sobre la entrada del panteón los puestos de agua para refrescarse del calor, junto a la laguna Quirio, ondas mínimas agitadas por el viento, las tumbas se visten de flores y de colores, las familias arrancan la hierba, lavan los trastos y ponen agua fresca en los floreros de barro. El panteón de San Mateo del Mar es uno de los lugares más afectados por el terremoto de septiembre de 2017 y uno de los que menos atención se ha dado, a falta de una autoridad que atienda desde el palacio de la cabecera municipal. Por la costumbre, el panteón estaba dispuesto de tal manera que las mujeres eran enterradas en el lado sur y los hombres en el lado norte, “el sur es de las mujeres y el norte es de los hombres, en el panteón hay una calle, del lado del sur se entierran las mujeres y del lado del norte se entierran los hombres” (Elisa Ramírez Castañeda, El fin de los montioc). Con el tiempo esto se ha modificado, la calle ha desaparecido y ahora hay tumbas por todo el camino. Hacemos el recorrido sobre ruinas, y tumbas semienterradas, algunas cubiertas por la maleza que germina sus raíces sobre las lápidas de cemento. Al fondo, sobre lo que era el camino, una capilla de techo de lámina alberga seis cruces rojas de madera, sobre la mesa y entre la arena se extienden dos hileras de flores y velas. La gente llega hasta allá a dejar ofrendas a los difuntos que ya no están en el panteón, a quienes murieron lejos, a quienes no pudieron enterrar.
Para el dos de noviembre por la tarde, el viento del norte da tregua y permite elevar nuevamente los papalotes que llevan sobre sus caudas los espíritus que regresan al más allá. Así, concluyen estos días en que la comunidad, a partir de este ritual místico, conserva y sigue alimentando los rituales que las y los Ikoots tienen muy presente y que son el hilo que les une con la eternidad.
Noviembre, 2019