El hambre en la Montaña de Guerrero

Isael Rosales Sierra

En la choza de palos y lámina galvanizada cuelgan unos sombreros y unos enseres. En medio un petate que cubre casi toda la casa, un movimiento suave bajo la cobija, “Panchito” empuja levemente los pies. A poco rato destapa su rostro chapiado por el calor que llega a través de los intersticios de la casa, al menos eso parecía. Hay dos sillas para descansar, pero doña Francisca prefiere el piso cuando llegan visitas. El fogón ni un humito saca, quizá es muy temprano para la comida. En la mesa de un metro permanecen dos refrescos. Doña Francisca apura sus manos tejiendo el sombrero para venderlo a tres o a cinco pesos, mientras va hilvanando las palabras sabias de las vidas miserables, más no míseras porque esas son las políticas del Estado que perpetuán esa sensación de comer.

Panchito habría quedado dormido nuevamente, se aferra a ese sueño como si algún ladrón intentara robárselo. Sin embargo, no puede conciliar el sueño con 37 grados de temperatura, nadie tendría ganas ni de dormir, lo único que tenían ganas de moverse son los dedos de su pie que se logra mirar porque la cobija no alcanza a taparlo completamente. Quiso levantarse, pero eran más las ganas de seguir tirado en el petate. El hambre se había ido a buscar alguna esperanza en los cerros cercanos, igual, que más da si de todas formas no había nada que comer. No tardaría en manifestarse un retorcijón estomacal, justo el hambre es ese retorcijón que te recuerda que estás vivo, es esa sensación inevitable de las emociones del carecer de algo; los tristes no comen, los desesperados o desesperadas comen más, pero los pobres, aunque quieren en muchas ocasiones no pueden comer porque carecen de los recursos económicos. “El hambre es la metáfora más violenta de la desigualdad” (El Observador, 20 de febrero de 2015)

Así llegó la sensación de una punzada que la despertó como si fuera una ola de viento que golpeó su cuerpo, ella taciturna, ni si quiera con el canto de las chicharras le pasa eso; con la palma de su mano derecha sobó sus rodillas. Quería seguir en su sueño porque ahí estaba la primavera. En otros tiempos recordaba sus años cuando sus fuerzas podían en los surcos de los campos agrícolas. Sus hijas, Agustina y Aurelia, estaban pequeñas cuando se revolcaban en la tierra durante el corte de chile, berenjena y jitomate. Años que no dejaron nada, sólo dos pedazos de tierra, lo más que ha podido hacer en esta vida.

Volvió a la misma realidad desolada y pesada. Miró a su nieto “Panchito” tirado sobre un petate en el piso de tierra hirviendo de calentura y dolor de cabeza, huérfano de madre y de padre también porque nunca estuvo con él, es más fue el responsable de la muerte de su madre, quien la mató “de un tiro en la cabeza”. El proyectil todavía le recuerda a Panchito ya que él sabe más porque cayó junto con su madre, en los brazos, quizá había pensado en un resbalón por el tiempo lluvioso, pero no, su madre había sido fulminada por el proyectil que lleva su muerte.

Doña Francisca Modesto de la comunidad de Ayotzinapa, municipio de Tlapa, es la abuela y madre de “panchito”. A sus 80 años de edad poco le importa la pobreza, su interés es más por ver crecer a “panchito” y a “Tina”, su otra nieta, de 13 años de edad, que anda trabajando en los campos agrícolas de Sinaloa pese a la pandemia.

Su casa mide tres metros cuadrados, construida por palos, un par de láminas para el techo, dos sillas pequeñas y un petate para dormir en el piso de tierra. Hay tres sombreros de palma en una esquina, una vez que haga más los venderá a cinco pesos preferentemente. Así sobrevive. Sin embargo, lo que le ayuda es el apoyo de «pro-campo» donde le dan mil 600 pesos. En varias ocasiones trata de ahorrar comiendo una vez al día, con tal de que su nieto y nieta coman bien. Ahora que llegó el coronavirus, ella se ríe y dice “eso no es cierto”. Nada la distrae porque ella necesita filosofar sobre el hambre, del que va a comer al día siguiente. Esa es su realidad, por eso no quería despertar, pero ese aviso punzante de sus rodillas la hizo levantar, porque no fue su pobreza ni su fatiga, sino el dolor que le hace pensar al mirar a su nieto revolcándose como una braza en el piso de tierra.

Es una realidad que igual que comer suceden todos los días en la Montaña de Guerrero.

El maíz es un remolino que tiene vida

Había un señor trabajador, tenía bastante maíz. Antes no se guardaba el maíz en tambos sino en trojas (las mazorcas eran acomodadas unas sobre otras, tejidas unas a otras). Tanto era su maíz como muchos animales mulares, burros, marranos, pollos… Su mujer desgranaba por bandejas de maíz y lo regaba en todo el patio para que comieran los pollos, marranos… terminaba pisado por los animales y por la familia. De tiempo en tiempo pisaban al maíz. Había tardado cuando el maíz habló -dijo- no me pisen porque me duele, cuando el marrano, el burro y ustedes me pisan me causa un dolor inmenso.

En una ocasión el señor salió a un mandado. Ya por el atardecer cuando el señor de regreso a casa escuchó un ruido como si fuera un remolino que le hablaba. El remolino se paró – le dijo- soy tu maíz y ya me voy de tu casa ya que no me cuidan, no me quieren. Me tiran, me pisan los marranos, los burros, pollos y me pisan ustedes… eso me duele, por eso me voy.

El señor – tu eres mi maíz, contestó. Por qué te vas, dijo el señor como queriendo llorar. No te vayas, le rogó. – Me voy, dijo el maíz, porque me están lastimando.

El señor – mira yo quiero que regreses conmigo, por favor. No, ya no puedo regresar porque no me cuidan, dijo el maíz.

El señor – quiero que regreses y todo cambiará, platicaré con mi esposa para que no te tire, incluso puedo dejarla para que tu te quedes conmigo. El maíz contestó con un categórico no – sé que nunca me van a cuidar, siempre me van a pisar, a lastimar.

El señor con el último recurso que tenía, dijo – en este momento todo cambiará, pero regresa conmigo.

El maíz, la troja se regresó, como un remolino iba atrás del señor.

En un pasaje, en la memoria de los pastores de la región de la Montaña. En alguna ocasión en el camino un abuelo y una abuela escucharon que alguien lloraba en una falda donde la gente había pizcado. Lloraba un niño. Se fueron a asomar pensando que alguien había abandonado aquel ser humano que lloraba desesperadamente. No había nadie, sólo estaba un montón de mazorca podrida, pero ese era el lloriqueo que se escuchaba. La mazorca la habían dejado en el olvido.

Por esa razón la mazorca, el maíz, no se debe dejar en el campo porque el maíz también llora, siente, tiene vida y un corazón.

Las y los hijos de la tierra

Muchas familias campesinas e indígenas de la Montaña esperan que las nubes se derramen en chorros de agua para mojar la tierra. Otras más, donde la tierra está mojada, empezaron a sembrar el maíz, frijol y calabaza. “Estamos sujetos a la luna y a la lluvia para poder sembrar. En estos tiempos de crisis por la pandemia pensamos que se puede complicar nuestra sobrevivencia, más si no hay condiciones para sembrar. Además de que los productos básicos para alimentarnos están subiendo, lo que menos queremos es que haya sequía o un mal tiempo”, en palabras de una campesina de la comunidad de Totomixtlahuaca.

Actualmente las familias recienten la crisis económica agravada por el coronavirus; una crisis que se venía arrastrando en la historia de la región de la Montaña. Las y los damnificados eternos, epicentro de los desastres y de las resistencias. El día martes 16 de junio de 2020, en el periódico La Jornada saldría la nota: Al borde del hambre, 83.4 millones en AL; uno de cada cuatro en México. “La crisis por el Covid-19 amenaza con revertir 20 años de avances en combate a la pobreza extrema y al hambre en América Latina. De acuerdo con estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por su sigla en inglés), al cierre del año se prevé que 83.4 millones de personas no cuenten con los ingresos suficientes para una canasta básica, sólo para México esta proyección podría alcanzar hasta a 21.7 millones.”

“La situación se agrava en el entorno rural, donde 25 por ciento de las personas, es decir uno de cada cuatro, estarán en situación de pobreza extrema al cierre del año, comentó Julio Berdegué. […] De acuerdo con las proyecciones de la Cepal, en 2020 América Latina tendrá a 13.5 por ciento de la población en pobreza extrema, por arriba de 12.2 de 2001. De los 83.4 millones que se esperan en esa condición, 30 serían de comunidades rurales. Mientras el resto que queda en zonas urbanas, 34.7 son menores a los 15 años y 10.4 personas son mayores a 65 años. En México, 47.8 por ciento de los mexicanos serán pobres y 15.9 por ciento se encontrarán en pobreza extrema, según los estimados.” (Dora Villanueva, La Jornada, 16 de junio de 2020: https://bit.ly/2zIGQdU)

Las familias en la Montaña de Guerrero no ven más salida que la lluvia porque así podrán sembrar. Sin embargo, en varias comunidades sólo caen los rayos. A pesar de que los suministros de alimentos básicos estuvieron llegando, la crisis también se ha sentido porque subieron los precios de los productos y la disminución de empleos, si de por sí en los espacios rurales se carece de trabajo.

Desde que llegó la pandemia las familias no pueden trabajar ni vender sus productos que siembran, tienen miedo del virus. Para poner en contexto del alza de los precios de los productos y que pone en aprietos la economía de las familias indígenas: El frijol tiene un precio de 30 pesos el kilo, antes estaba en 17 pesos; el kilo de azúcar está en 25 pesos, antes en 17 pesos; el casillero de huevo está en 100 pesos cuando antes si mucho costaba 60 pesos; el kilo de jitomate está en 40 pesos, antes en 25 pesos. Así una lista de productos que han estado subiendo de precio desde que llegó el Covid-19 en la Montaña. Es insostenible cuando las familias indígenas apenas tienen para vivir al día. En estos tiempos de trabajo el peón gana 130 pesos al día, en una familia de 7 integrantes apenas alcanza para un casillero de huevo en sólo una comida. Las familias numerosas deben tener al menos 500 pesos al día. Hay familias que optan por pedir prestado para salir el día con sus hijos.

Por la falta de recursos económicos muchas campesinas y campesinos se les dificulta sembrar porque es una inversión costosa. Sembrar una hectárea de tierra la inversión es de más de 5 mil pesos. Anteriormente a la pandemia era preferible comprar un tambo de maíz con un costo de mil 200 pesos, para sobrevivir, pero ahora el tambo de maíz subió a 2 mil pesos, que alcanzaría para 20 días en una familia de 7 integrantes.

Por eso “la única esperanza es esperas las lluvias para poder sembrar calabaza, ejotes y hortalizas para poder comer, de lo contrario el hambre no va a matar”. La sequía y la pandemia significarían hambre para las familias indígenas de la Montaña.

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