«El crecimiento económico ya no será posible de manera sostenida»: Antonio Turiel

Juan Emilio Ballesteros

Foto: Mariana Vilnitzky / Alternativas Económicas.

Cada día, los medios de comunicación se hacen eco de un nuevo invento destinado a revolucionar el mundo de la energía, pero, a la postre, todo sigue igual, no existe una ‘bala de plata’ tecnológica que vaya a resolver todos los problemas de la humanidad. Tenemos una fe casi religiosa en la ciencia y la tecnología y estamos dispuestos a creer cualquier patraña con tal de no acabar devorados por la crisis.

Hemos llegado a una fase histórica en la que el crecimiento económico ya no será posible de manera sostenida: solo veremos breves periodos de recuperación que precederán a graves hundimientos. La única solución realista pasa por el decrecimiento del consumo, lo que hoy por hoy es inevitable

Si en Petrocalipsis, el divulgador científico An­tonio Turiel, abordaba las posibles alternati­vas al actual sistema energético, y analizaba por qué no funcionan ni funcionarán las falsas soluciones que se han propuesto durante las últimas dos décadas, en su nuevo libro –Sin energía– confirma que el descenso energéti­co es una realidad apremiante y que anticipa un futuro muy oscuro. Si queremos prevale­cer, si queremos evitar el colapso, necesitamos hacer muchos cam­bios, desde el sistema productivo hasta el modelo de sociedad. Y te­ner una guía para entender qué está pasando ahora mismo, por qué y cómo evitar lo peor.

Licenciado en Físicas, en Matemáticas y doctor en Física Teórica, Antonio Turiel (León, 1970) es investigador científico en el Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona (CSIC). Su investigación se ha centrado en la turbulencia y en la oceanografía por satélite, aunque también es experto en el ámbito de los recursos naturales. Su blog, The Oil Crash, es una de las grandes referencias en castellano sobre el problema del cenit del petróleo. Es también autor de Petrocalipsis (2020), igualmen­te publicado por Editorial Alfabeto.

En Petrocalipsis: Crisis energética global y cómo (no) la vamos a resol­ver, publicado a finales de 2020, reflexionaba sobre las causas de la cri­sis energética. En su análisis cargaba contra el pensamiento positivo y la palabra que más se repite en el libro es ‘no’. ¿Hemos planteado mal este problema desde el principio y, en consecuencia, resulta inútil buscar so­luciones?

No, no es inútil buscar soluciones, pero sí que hemos planteado mal el problema. Si sigue la discusión sobre la transición energéti­ca y el modelo que se quiere implantar, todo el planteamiento radi­ca en el cambio de energías que usamos y en buscar nuevas fuen­tes de energía. Pero lo que no se plantea es que es un sinsentido tener un sistema económico orientado al crecimiento infinito en un planeta finito.

Hay que buscar nuevas maneras de aprovechar la energía, tenemos que fomentar la eficiencia y el ahorro, sí, pero además tenemos que cambiar el sistema socioeconómico para que no se requiera un consumo incesantemente creciente de energía y materiales. Y nadie quiere entrar en ese aspecto.

Desde entonces se han sucedido crisis económica, pandemia, guerra, fe­nómenos extremos originados por el cambio climático, etc. En Sin ener­gía. Pequeña guía para el Gran Descenso plantea un escenario apocalípti­co que conduce al Gran Descenso. ¿El colapso es inevitable?

Hay que decir varias cosas aquí. Primero: “Sin energía” no plantea un escenario apocalíptico; de hecho, lo que hace es describir las tenden­cias a corto plazo que estamos siguiendo y por qué está pasando lo que está pasando. Tiene mucho más de descriptivo que de predictivo. Describe nuestros problemas, sí, pero eso no es el apocalipsis: es una grave crisis, una crisis con profundas consecuencias sobre el modelo de sociedad sin duda, pero no es el apocalipsis. Segundo: el Gran Des­censo de nuestro consumo energético y material es inevitable. Es una consecuencia de las leyes de la Física y de la Geología.

GUÍA PARA EL GRAN DESCENSO. En Sin energía (Alfabeto Editorial, 2022), el autor de Petrocalipsis aborda alternativas a la crisis energética y climática.

El colapso es fruto de una decisión, consciente o inconsciente, que toman las civilizaciones cuando apuestan por hacer cosas que simple­mente les hacen daño, y en nuestro caso es nuestro absurdo empe­ño de crecer indefinidamente en un planeta finito. Estamos chocando contra numerosos límites biofísicos de la Tierra: ambientales (con el cambio climático a la cabeza), pérdida de biodiversidad, desertización, contaminación… y también la escasez de recursos.

¿Quiere decir que tenemos que colapsar? No. Si abandonamos la absurda idea del cre­cimiento, podríamos garantizar un estándar de vida a todo el planeta comparable al que tiene España con un consumo de energía y mate­riales que sería per cápita la décima parte del que tiene España ahora mismo. Nuestro sistema económico es crematístico: derrocha y malgasta simplemente porque tiene un sentido económico hacerlo. Eso es lo que hay que cambiar.

 ¿Es posible un Gran Apagón? ¿Qué consecuencias tendría?

Por desgracia, es un escenario que no solo es posible, sino que ya se está dando en muchos países que tradicionalmente no habían tenido problemas, incluyendo China, India, Sudáfrica o Japón. En Europa podría llegar a producirse, aunque la posibilidad de que pase en España es muy remota, por sus características en cuanto a diversificación de la producción de la electricidad y su escasa interconexión a Europa.

La mejor manera de evitarlo es racionalizando el consumo y posiblemente replanteando las redes y el modelo de penetración de energía renovable y, sobre todo, abandonando la idea de crecer siempre. Un Gran Apagón catastrófico en algún país es por desgracia posible, incluso en Europa, y eso llevaría a que se tardase muchos días, incluso meses, en recuperar la red y, más aún, que no se pudiese recuperar completamente su funcionalidad. Resulta mucho más probable un escenario de racionamiento eléctrico, con apagones rotatorios, como los que se ha planificado en Austria, Suiza, Finlandia, Reino Unido o Francia. Las altas temperaturas de este invierno han alejado el espectro de la necesidad de racionar, aunque el invierno aún no ha terminado.

¿Cree que la humanidad debe abordar un proceso de adaptación a la nueva realidad? ¿Por qué las soluciones que se adoptan son cortoplacistas?

Fundamentalmente porque se priman dos factores: uno, no poner en peligro el crecimiento económico, aunque estamos llegando a una fase histórica en la que el crecimiento económico ya no será posible de manera sostenida, solo durante breves períodos de recuperación que vendrán seguidos de hundimientos económicos más importantes.

El segundo factor es el cortoplacismo: se buscan soluciones a corto plazo, y se priman negocios del aquí y ahora (como construir multitud de parques renovables sin saber muy bien qué haremos con esa energía) sin pensar en el largo plazo.

Hay un tercer factor que refuerza a los dos principales y que de alguna manera lo implican, y es una absurda fe, prácticamente religiosa, en el poder la de la ciencia y la tecnología, como si todo problema se pudiera siempre resolver gracias a los desarrollos científico-técnicos, y que además se resolverán a tiempo, en el momento que más nos interese.

Sin embargo, tanto ciencia como tecnología tienen limitaciones y, no solo eso, sino que sus ritmos no son los que decide la economía, sino que muchas veces son más pausados, más reflexivos. Cada día nos asaltan en los diarios con un nuevo invento que ha de revolucionar el mundo de la energía, pero en la práctica todo sigue igual siempre, y cada vez nos adentramos más en esta crisis energética que acaba siendo una crisis civilizatoria.

La crisis alimentaria es uno de los problemas más graves. ¿Será uno de los factores más desestabilizantes?

Sin duda. La falta de alimentos amenaza a decena de países ahora mismo y tiene un gran potencial de creación de conflictos internos, externos (guerras) y grandes desplazamientos humanos, creando más inestabilidad en otras zonas. Encima, es un problema que tiene tendencia a agravarse, en parte por los efectos cada vez más duros del cambio climático, en parte por el encarecimiento de los fertilizantes y del combustible para la maquinaria agrícola y el transporte.

Sin embargo, se cree que la tecnología tiene hoy las soluciones más eficientes para revertir el cambio climático. ¿Es verdad?

No, en absoluto, esa afirmación es rotundamente falsa. Desafío a cualquiera a que mire los diarios de hace 10 años y se encontrará con prácticamente las mismas fantasías tecnomágicas que iban a resolver todos nuestros problemas, y sin embargo la situación es cada vez peor. No, no hay ninguna “bala de plata” tecnológica que vaya a resolver todos nuestros problemas, por más que en los diarios también salgan de éstas cada dos por tres.

La única solución realista pasa por un decrecimiento de nuestro nivel de consumo, algo que de todas maneras ya inevitablemente sucederá por razón del descenso energético y material.

¿Por qué prefiere hablar de transición energética más que de transición ecológica?

Porque no se está realmente hablando de transición ecológica: es una falacia. El modelo que se está proponiendo no es en absoluto respetuoso con el medioambiente desde un punto de vista ecológico; al contrario, genera mucha contaminación y destrozo ambiental, sobre todo en la extracción y elaboración de los materiales que se requieren.

Además, siendo realistas, los aspectos ecológicos y ambientales nunca han importado nada, tampoco en Europa: las emisiones de CO2 mundiales no han dejado nunca de crecer (que ya sería malo que se mantuvieran constantes, ya que el CO2 se va acumulando en la atmósfera. Si dejáramos de emitir hoy, el planeta tardaría dos siglos en llegar a un nuevo equilibrio y más de un milenio en empezar a reducir el exceso de CO2 atmosférico), y si en Europa han disminuido es porque se ha externali­zado la producción más contaminante a otros países como China.

En­cima, cuando ha empezado a haber problemas importantes, la UE ha aprobado incrementar el uso del carbón, contradiciendo 30 años de legislación ambiental europea. No. Aquí lo único que importa, y que ha importado siempre, es mantener a ultranza el sistema económico, al coste que sea, y ahora lo que lo amenaza en el corto plazo es la escasez de energía: por eso se pone todo el acento en producir energía como sea, cueste lo que cueste.

¿Son las renovables la mejor alternativa?

¿La mejor alternativa a qué? ¿A los combustibles fósiles? Obviamen­te, desde el punto de vista del cambio climático los sistemas de capta­ción de energía renovable tienen mucho menores emisiones de CO2 que los usos directos de la energía fósil. Además, por razón del ago­tamiento de los combustibles fósi­les y el uranio (que es lo que más rápido está cayendo, aunque los fans de la energía nuclear prefie­ran mirar para otro lado), sin duda el futuro tiene que ser y acabará siendo 100% renovable.

Eso no quiere decir que no ten­gan otros impactos, pero es que, además, los sistemas renovables que se proponen (dentro del mo­delo que yo denomino Renova­ble Eléctrica Industrial o REI) tie­nen muchos problemas. De hecho, pensar que se puede sustituir nues­tro consumo energético actual tal cual por energía renovable es com­pletamente ilusorio.

Hay límites a la cantidad de energía que se pue­de producir, hay límites en la canti­dad de materiales que se requieren, hay una fuerte dependencia de los combustibles fósiles que no es fá­cil de resolver, y encima se orien­tan a la producción de electricidad, que es un vector energético útil, pero minoritario: en el conjunto del mundo solo el 20% de la energía final se consume de forma eléctrica, y ese porcentaje es solo ligeramente mayor en España y las economías avanzadas.

Es mucho más difícil electrificar los usos de la energía de lo que se quiere admitir, y las dos tecnologías palanca que se quieren usar para ello (coche eléctrico e hidrógeno verde) no acaban de funcionar y no se pueden masificar. Y por si eso fuera poco, el consumo de electri­cidad cae en España, la UE y la OCDE desde 2008, es decir, ya hace 15 años. Hay un problema muy serio aquí del que nadie quiere hablar por­que muestra que la situación está lejos de ser idílica.

¿Es posible una transición energética justa que no deje a nadie atrás?

Sí, por supuesto, pero con un planteamiento muy diferente al que se está dando ahora, y en particular una que apueste por un decrecimien­to justo y democrático.

El hidrógeno verde irrumpe como la gran apuesta en la transición, pero es una fuente de energía que usted llega a equiparar con un mecanismo de neocolonialismo energético. ¿A qué se refiere?

Empecemos por lo más básico: el hidrógeno verde no es una fuente de energía. No hay minas de hidrógeno en el mundo: el hidrógeno se tie­ne que producir a través de otra fuente de energía, en un proceso que tiene pérdidas. El hidrógeno, como la electricidad, es lo que se deno­mina un vector energético: es una forma de tener la energía para usar­la de cierta manera.

Cuando hablamos de hidrógeno verde, hablamos del hidrógeno producido a partir de energía renovable, generalmente mediante la electrólisis del agua usando electricidad de origen renova­ble, en un proceso con notables pérdidas energéticas: entre un 20 y un 30% de la electricidad que entra en la planta de electrólisis, y un 2030% adicional en la energía usada para calentar el agua. Las plantas de electrólisis más eficientes del mundo tienen rendimientos totales (no solo de la parte eléctrica) de en torno al 50%.

Más cosas básicas: el último informe del Grupo III del Panel Intergu­bernamental del Cambio Climático, incluido en el sexto informe de re­visión, y que fue publicado en abril del año pasado, dice explícitamen­te que la tecnología del hidróge­no verde no está madura para una implementación masiva, ni lo esta­rá en unas cuantas décadas (yo me planteo si no lo estará nunca).

Más cuestiones básicas: la pro­pia Comisión Europea, a través de su documento Estrategia Euro­pea del Hidrógeno, reconoce que la UE no será autosuficiente en pro­ducción de hidrógeno por medios renovables y que tendrá que im­portarlo de fuera. No será autosu­ficiente porque, por supuesto, no se plantean decrecer el consumo de energía, pero además porque la producción de hidrógeno verde es muy ineficiente. Si, además, se pre­tende usar como combustible para vehículos pesados (única alternati­va viable al diésel, ya que las bate­rías no son posibles en esos casos), las pérdidas aún son mayores, lle­gando a la descomunal cifra de un 90% de la energía usada en primer lugar o incluso más.

Por tanto, no hay, ni es previsible que haya en décadas, una tecnología viable del hidrógeno verde, y la única manera de mantener la entelequia es importándolo a un precio por debajo del coste real de otros territorios. Eso explica los numero­sos acuerdos de Alemania con Marruecos, Chile, Argentina, Paraguay, Congo, Namibia, etc., para que le exporten hidrógeno verde. Y aho­ra nos los quieren aplicar a nosotros. Eso es colonialismo energético: empobrecimiento de las zonas de producción (porque no se paga a su coste real) para el mantenimiento de una metrópoli reducida y alejada.

Sostiene que el verdadero problema que tenemos no es de recursos, sino del sistema socioeconómico que tenemos y que no queremos cambiar. ¿Por qué ese empecinamiento?

Porque implicaría el abandono del capitalismo tal y como lo entende­mos ahora mismo, y eso es simplemente impensable, es algo de lo que no se puede hablar. Es un tabú. El capitalismo detenta la hegemonía del discurso, y por tanto no se permite imaginar un futuro más allá del ca­pitalismo: de hecho, estoy seguro de que muchos lectores se sienten incómodos leyendo estas líneas. Pero, pensémoslo bien: ¿no hay liber­tad de expresión? ¿no podemos discutirlo todo dentro de los límites del respeto a los derechos humanos? En realidad, no. Nadie se atreve a criticar al capitalismo, y nadie puede poner en cuestión el dogma del crecimiento; nuestros gobiernos tienen como objetivo siempre el crecimiento del PIB, el cual se identifica con el bienestar.

Pero, ¿qué pasa si el crecimiento económico se vuelve imposible simplemente porque cada vez hay menos energía y materiales? Lo estamos viendo con las elevadas inflaciones actuales: no hay suficiente para mantenerlo todo, los negocios van quebrando y eso es contracción económica. ¿Qué pasa si este fenómeno no es coyuntural, sino estructural? ¿Si a partir de ahora faltará siempre energía y materiales, y cada vez habrá menos? Si no hacemos nada, lo único que podemos esperar es seguir una espiral de degradación económica, en la cual las treguas (períodos sin inflación y pequeñas tasas de crecimiento) son causadas por la destrucción de grandes sectores económicos o incluso países enteros, dejando así recursos para los que quedan, pero que vendrán seguidas por otros períodos de más inflación y más destrucción económica, a medida que el inevitable descenso continúe.

Nadie quiere aceptar eso: siempre se piensa que aparecerán nuevos recursos, que la mano invisible del mercado los acabará poniendo a disposición. Pero, ¿y si no los hay? ¿y si cada vez hay menos? Entonces avanzaremos por la senda de la degradación económica hasta que nos demos cuenta de que nos hace falta un cambio de paradigma radical.

¿Es rentable la sostenibilidad?

Esa pregunta es una demostración de la completa desorientación de nuestra sociedad. ¿Entendemos qué quiere decir la palabra sostenibilidad? Quiere decir hacer las cosas de manera tal que nuestros descendientes las puedan seguir haciendo igualmente. ¿Qué pasa cuando un sistema es, como el nuestro, no sostenible? Que se acaba volviendo inestable, como le está pasando al nuestro, y puede acabar por colapsar.

El único destino posible de no ser sostenible es el colapso, así de claro. Por tanto, por supuesto que es rentable la sostenibilidad: la alternativa es la destrucción absoluta. Que se haga esta pregunta demuestra lo poco que se entiende esa palabra. No se es sostenible por gusto o por razones éticas: es una pura necesidad. Si no llegamos a ser sostenibles, sucumbiremos.

Asegura que hay cuatro posibilidades: ecofascismo, neofeudalismo, el colapso o vivir con un 90% menos de lo que tenemos. ¿Es preciso elegir o el sistema se autorregulará por sí mismo?

Para empezar, no digo eso. La cuarta opción no es “vivir con un 90% menos de lo que tenemos”. Es vivir de manera sostenible, y lo que sí que he dicho –hay que mirarse con detalle lo que dice la persona entrevistada, no los titulares click-bait que usan algunos medios– es que podemos mantener el mismo nivel de vida actual (con un estilo de vida diferente, eso sí) consumiendo el 10% de la energía y materiales que consumimos hoy en día.

Creo que hay una diferencia muy grande con lo que usted ha puesto en la pregunta, ¿no le parece? La autorregulación nos llevará a una de las tres primeras opciones. Son perfectamente autorreguladas, qué quiere. Elegir el decrecimiento democrático implica trabajar activamente por él: es más difícil, pero obviamente mucha mejor opción.

¿Qué medidas se podrían aplicar de manera inmediata para cambiar radicalmente la situación actual?

Esto lo he comentado muchas veces, pero sinceramente no creo que estamos preparados para esta discusión aún. No si ni siquiera sabemos lo que significa la palabra sostenibilidad. Primero de todo, comprender dónde estamos: que la producción de petróleo y uranio ya disminuye, y que la de carbón y gas lo hará en breve, y que el REI no podrá sustituirlo completamente. Si ni siquiera eso lo tenemos claro, no tiene sentido discutir nada más.

No quiere aventurarse en escenarios de futuro porque dependen de quie­nes adoptan las decisiones. ¿Qué deberían tener en cuenta?

Algo muy simple: si las soluciones propuestas realmente funcionan. A mí me pone los pelos como escarpias que se venda la idea de que todo se va a resolver instalando más y más parques fotovoltaicos y eólicos en un país cuyo consumo de electricidad cae desde el año 2008 y no se ven maneras de que se pueda aumentar. Hay que analizar las actua­ciones de una forma crítica y, algo muy importante, por organizaciones e individuos independientes, algo que escasea hoy en día. Si no se au­ditan los resultados, es imposible hacer nada que funcione.

Por la vehemencia catastrofista con la que defiende sus argumentos, se le conoce en algunos medios como el profeta de la quiebra energética. ¿Se siente como una nueva Casandra que arrastra la maldición de predi­car en el desierto?

Yo no soy catastrofista: catastrofista es quien, a pesar de la flagran­te evidencia de que las ‘soluciones’ propuestas no están funcionan­do y de que los problemas se multiplican, se empeña en seguir en la misma dirección sin escuchar las críticas de carácter técnico que per­sonas como yo hacemos. No olvidemos que yo soy científico, y mis objeciones son de carácter técnico.

Aún ha de venir el día en el que al­guien sea capaz de refutarme las objeciones técnicas que hago: todo el rato escucho críticas basadas en frases sacadas de contexto o descali­ficaciones gratuitas como ésa que usa usted de llamarme “catastrofis­ta”, pero nadie baja a los números o datos que yo enseño. Una mues­tra de lo desnortada, degradada y decadente que está una sociedad es que cuando un científico (por cierto, como otras dos o tres docenas que hay en España que estamos trabajando en estos temas y decimos lo mismo) da datos y plantea cuestiones, se le descalifique llamándole “catastrofista” sin entrar a valorar o discutir los argumentos.

Es la mis­ma sensación de los científicos de la película No mires arriba, inten­tando alertar a una sociedad estupidizada. Una parte importante de la culpa de esto la tienen los medios de comunicación y por extensión los periodistas, que hace décadas abdicaron de su obligación de propor­cionar una información veraz y contrastada a la población. Para poder emitir juicios razonados es preciso que la población cuente el mejor conocimiento disponible; sin información, no puede haber una toma de decisiones adecuada, y sin ella la democracia muere.

La información completa y veraz constituye el principal nutriente de la democracia; por eso, en esta era de las fake news y en el discurso de odio, ascienden los mensajes populistas y totalitarios. Eso, combinado con los retos que plantea el choque contra los límites bio­físicos del planeta, hace que aumente la inestabilidad social y que su­cumban las democracias.

En ese sentido, la profesión periodística se debería plantear qué gran parte de la culpa de lo que está pasando le es directamente atribuible, y en qué momento pasamos ese tenebro­so umbral en el que se considera normal descalificar a un científico –que aporta datos contrastados y objetivos– simplemente porque no nos gustan, en qué momento dejamos de escuchar la voz de la razón mo­tejando a los que nos avisan con sambenitos como “catastrofista” para no tener que pensar en lo que nos dicen.

Publicado originalmente en Cambio 16

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