El clásico, entre el fútbol y la guerra

Ángel Luis Lara

Hypnos era el dios griego del sueño, hermano gemelo de Tanathos, la deidad de la muerte no violenta. “Killing me softly”, cantaba la intérprete de soul Roberta Flank. La otra noche en el Bernabeu el Barça hipnotizó al Real Madrid para luego matarlo suavemente. Nunca Hypnos se pareció tanto a su hermano. Si Flank plantó sin saberlo la semilla del quite storm y bañó ya para siempre el soul en melaza y salsa barbacoa, el Barça desmechó a fuego lento al Madrid hasta hacer de él ropa vieja. Una tranquila tormenta perfecta. Lo sucedido la otra noche en el Bernabeu es ya historia del fútbol. Iniesta, Busquets, Sergi Roberto y todos los demás podrán decir algún día que ellos estuvieron allí, que ellos lo hicieron. Una banda de subversivos empeñados en reivindicar una y otra vez que el fútbol es juego y no trabajo. Viva la vida. Como otras tantas veces, el Barça no ha impuesto un dominio, sino que ha expresado una legitimidad. Amar la pelota por encima de todas las cosas. Una ética de respeto al deporte que se condensa en una palabra repetida: jugar, jugar y jugar. En este mundo cada vez más invadido de dolores y aristas, la irrenunciable defensa de la alegría.

Pese a la irregularidad que visita a los de Luis Enrique desde que el asturiano cogiera las riendas del equipo, el Barça siempre termina por aparecer. Como el universo, los del Camp Nou son un conjunto fractal. Convierten el campo de fútbol en un espacio liso en el que todo es posible. Bueno, todo no. Cuando al Barça le da por ser el Barça, el rival no puede ni soñar con tener la pelota. El azar no es lo mismo que la arbitrariedad. Lo contrario de rifar el balón no es esconderlo, sino enseñarlo para que, sobre todo, sea del aficionado. El milagro de los balones y los pases. Cuando el Barça juega, posesión no quiere decir propiedad. Pintadas de blaugrana, las palabras se rebelan a los diccionarios.

Busquets encarna como nadie ese compromiso constante con la generosidad. Respeta tanto a la pelota que es incapaz de hacerla suya. Juega para todos y siempre piensa en los demás. Spinoza decía que nadie sabe lo que puede un cuerpo, Busquets sí lo sabe. El de Sabadell es, sobre todo, una inteligencia corporal. Desproporcionado y aparentemente torpe, Sergio posee una extraña habilidad para interpretar el espacio y ganarle la posición hasta al aire a base de manejo de su complexión. Busquets desmiente cada partido el falso delirio de Descartes. Existimos porque somos cuerpo. Es desde esa suerte de materialismo inmanente desde donde el centrocampista del Barça vive el fútbol. Desde ahí y desde sus ocho tentáculos llenos de ventosas. El pulpo es el invertebrado con mayor desarrollo del cerebro y los ojos, por eso Busquets entiende y ve el fútbol como nadie. Cousteau decía que la timidez de los cefalópodos es una reacción racional basada sobre todo en la prudencia. Moverse y tocar. Cuando está bien, Busquets no pierde un balón, porque no lo arriesga.

En el mundo submarino en el que por enésima vez el Barça ahogó al Madrid la otra noche, hay un jugador líquido que se llama Iniesta. Muchos no dejamos de repetirnos como un mantra que nunca antes habíamos visto algo igual. Iniesta es único y, seguramente, irrepetible. Reparte, recupera, se asocia e inventa, pero sobre todo detiene el tiempo de los relojes cada vez que agarra la pelota. En esos segundos, Iniesta nos ha enseñado a contener el aliento hasta aprender a vivir sin respirar. Los griegos manejaban tres conceptos distintos de tiempo. Chronos era el del reloj, Aion nombraba el transcurrir de la vida y Kayros el momento de la oportunidad. Aion y Kayros hoy se dicen Iniesta. A millones de leguas submarinas de la cantidad, Andrés le devuelve al fútbol su cualidad. Cada vez que el jugador del Barça conduce el balón, inventa. Hace años, Luis Aragonés le exigía potencia y chut para ser el mejor. Esta noche el de Albacete nos ha regalado un tercer gol que ha metido para siempre en el cajón de la historia el requerimiento del sabio de Hortaleza. Iniesta no es emoción, sino afecto. Ama la pelota, ama el juego, ama a sus compañeros y por amar, ama hasta a sus rivales. Por eso jamás les pierde el respeto. No por casualidad el público del Bernabeu le ha despedido esta noche con una ovación. Como dijo Luis Enrique tras el partido, Iniesta es patrimonio de la humanidad.

En las antípodas de la república culé, la monarquía autocrática de Florentino hace cada vez más aguas. El Real Madrid no sabe a qué juega. Llama la atención en un equipo que tiene un entrenador obsesionado con la táctica y empeñado en ahogar la creatividad a base de automatismos y estadísticas. Siempre que ganan la obligación y el cálculo, se mueren el deseo y el juego. Su equipo no juega a nada y a Benítez comienzan a vérsele demasiado las costuras. Ángel Cappa lo ha expresado con la sencillez del que sabe: “el Madrid es fútbol sin criterio”. Y sin criterio, el fútbol no es fútbol, es otra cosa. Florentino ha convertido al club de Concha Espina en una corporación multinacional que sólo gana en la revista Forbes. El presidente del Madrid desprecia el fútbol tanto como adora el dinero. A golpe de cheque y de jugador cada vez más y más millonario, ha hecho del Madrid un ensimismado nido de individuos ególatras y egoístas. Por eso Mourinho era y será su entrenador perfecto. Vicios privados, virtudes públicas, decía Mandeville. Siguiendo La fábula de las abejas, Florentino ha convertido el Real Madrid en un auténtico avispero.

Sin embargo, la otra noche los jugadores del Barça fueron el fútbol. Otra cosa. Nos regalaron a los aficionados noventa minutos para descansar de la intensa y veloz descomposición actual del mundo. Noventa minutos son apenas un instante. Antes, durante y después, las bombas occidentales continúan cayendo indiscriminadamente sobre la ciudad siria de Raqqa. A miles de kilómetros, el Bernabeu también fue escenario de esa guerra. En las calles aledañas al estadio, miles de policías explicitaban un clima cada vez más angustioso, securitario y bélico. Un verdadero y paradójico corriente estado de excepción cada vez más normalizado. Coincidiendo con la salida al campo de los jugadores, la publicidad de Emirates, línea aérea oficial de los Emiratos Árabes Unidos y esponsor del partido, nos subrayaba además la insoportable hipocresía de las élites occidentales y el carácter selectivo de su supuesto combate al integrismo islamista.

Algunos expertos en el Medio Oriente han señalado a los Emiratos Árabes Unidos entre los países que financian a los terroristas de DAESH. Emiratos es una dictadura islamista que carece de instituciones elegidas democráticamente y en la que sus habitantes no tienen derecho a cambiar el gobierno. La libre asociación de personas está restringida, del mismo modo que lo están la comunicación y el acceso a la información, tal y como han denunciado en reiteradas ocasiones diferentes organizaciones internacionales de carácter no gubernamental. La legislación vigente en los Emiratos Árabes Unidos convalida el maltrato de las mujeres y los hijos menores de edad por parte del marido o padre, sujetando las agresiones a los límites y definiciones inscritos en un marco legal de tipo islamista. Una vez contraído matrimonio, las mujeres deben prestar obediencia a sus maridos. La discriminación que sufren se extiende a normas y leyes que en muchos casos dejan desprotegidas a las mujeres que son víctimas de abusos o violaciones, llegando al extremo muy común de acusarlas de “zina” o relaciones sexuales fuera del matrimonio. La condena por este tipo de delito puede llegar a ser la pena de muerte.

Si la esponsorización del partido de la otra noche entre el Real Madrid y el F.C. Barcelona por parte de Emirates ha mostrado abiertamente el carácter hipócrita y selectivo del combate de Occidente a la violencia islamista, también lo ha hecho el ritual de pésame por las víctimas de los ataques de París que fue escenificado minutos antes del pitido inicial del encuentro. El estadio entero, engalanado con una enorme bandera de Francia y mecido por los acordes de La Marsellesa, guardó el solemne minuto de silencio que ni se ha guardado ni se guardará nunca por los asesinados en las masacres islamistas perpetradas recientemente en Ankara, Beirut o Bamako. No conocemos los colores de la bandera de Mali o de Kurdistán. Tampoco cómo suenan los acordes del himno de Líbano. Hay muertos y muertos. En eso, entre otras cosas, consiste el eurocentrismo. En el mercado occidental de sentimientos y condolencias, unos cotizan más que otros. No hay eufemismo que sostenga esa violencia. Sin embargo, sí hay una palabra que la nombra: racismo.

Karim Benzema, delantero francés del Real Madrid y musulmán de origen argelino, respondía así hace unos años al ser acusado de no cantar el himno de su país antes de los partidos de la selección nacional: “cuando meto goles me consideran francés, pero si no los meto dicen que soy un árabe”. Benzema daba cuenta de una racionalidad que es parte constitutiva de los llamados “valores occidentales”, para los españoles al menos desde 1492. Resulta del todo imposible desligar la formación moderna de Europa de la lógica y los efectos de su proyecto colonial. Tan imposible como no relacionar la conversión de una ínfima minoría de jóvenes franceses en terroristas islamistas con la racialización progresiva de la sociedad francesa o con el terrible efecto de las políticas neoliberales sobre las banlieus parisinas y la marginalización generalizada de las personas árabes y de origen migrante. Tras el ataque contra la revista Charlie Hebdo en enero de este año, Manuel Valls, primer ministro francés, declaró que un apartheid territorial, social y étnico se había impuesto en su país. Lo que no dijo es que ese apartheid no se ha impuesto solo, sino que es el resultado de políticas concretas de segregación. Aquí y en el resto del mundo. Algunos de sus responsables directos estaban sentados en el palco del estadio Santiago Bernabeu la otra noche.

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