El abrazo del fuego

Maria Sol Wasylyk Fedyszak

Foto: Julia Robles

Adriana Martínez, maestra de cerámica de raíz precolombina, presenta su libro “Siembra de hornos. Manual de construcción de horno cerámico para cocción a leña”, que propone transmitir conocimiento de forma libre, gratuita y solidaria. De las ollas de barro a recuperar la historia. “Se piensa qué comemos pero no se piensa aún cómo cocinamos”, reflexiona.

“He acompañado construcciones de hornos en diferentes ámbitos durante vasto tiempo. Construimos de forma colectiva en talleres, espacios públicos, educativos; como aporte al desarrollo de ceramistas, por la posibilidad de autogestión que otorga y con la premisa de que las personas que tuvieron acceso al horno en esas situaciones los sigan multiplicando de la misma forma, solidaria y colectivamente”. De este modo, Adriana Martínez, maestra de cerámica de raíz precolombina, presenta su primer libro Siembra de hornos. Manual de construcción de horno cerámico para cocción a leña, en versión digital y de circulación libre y gratuita. Un trabajo que llevó un año de escritura, pero más de 40 de práctica e investigación.

Tiene como objetivo transmitir solidariamente conocimiento técnico, pero también es una forma de promover la autogestión y es una apuesta pedagógica para la construcción colectiva.

De horneadas, ollas y culturas

Adriana Martínez nació en Trenque Lauquen (Buenos Aires). Durante diez años trabajó sus piezas horneándolas al aire libre, replicando la forma de horneada de la llanura bonaerense, pero comenzó a buscar alternativas después de que ese tipo de cocción le generara problemas de salud (las temperaturas llegan hasta los 800 grados, el cuerpo recibe parte de esa energía y resulta nociva).

El libro, que está disponible en libre descarga, aporta un formato renovado de construcción de hornos, iniciativa que le llevó mucho tiempo y observación. “Tomé formas que se construyen desde hace años y las reinventé con medidas y diseños que optimizan aquellos antiguos”, explica. En ese camino, empezó a prestar mucha atención a cómo horneaban en diferentes comunidades. Y también su hijo (Enuel, que es ceramista y viajero) la ayudó a entender cómo horneaban en otras regiones. Así empezó a darle forma a lo que sería un horno de tiro directo, con carga superior (las piezas de arcilla se cargan por arriba). Tienen una cámara de entrada para que sea cómodo al momento del temple, que es el primer momento en que se hace un fuego pequeño para que el calor comience a entrar en el horno y la humedad comience a retirarse de las piezas. “Durante siete u ocho años fui observando y descartando lo que no era práctico”, explica.

Al mismo tiempo iba compartiendo ese conocimiento solidariamente con mujeres, con comunidades, en escuelas porque comenzó a ver que “las personas que salen de las escuelas de cerámica egresan con un bagaje de cosas para su práctica para las que hace falta de mucho dinero, por ejemplo, un horno eléctrico es carísimo. En cambio, estos otros hornos son fáciles de construir y son súper eficientes”, cuenta.

Foto: Julia Robles

Una de sus experiencias fue en Brasil, en la comunidad Vargem Do Tanque, en la ciudad de Cunha (interior de São Paulo). Allí, en 2011, había fallecido la última paneleira, Benedita Olimpía. Las paneleiras son mujeres alfareras, protagonistas de la cerámica tradicional brasileña, que elaboran ollas, vasijas de barro a mano y transmiten sus conocimientos de madres a hijas, preservando la cultura local.

En el marco de una iniciativa para rescatar la tradición de la cerámica de esa región, en 2017, Adriana fue convocada por el Instituto Cultural de Cerámica de Cunha para brindar sus conocimientos sobre el horno y la cocción. Sus aprendices a lo largo de estos años fueron multiplicando ese conocimiento. “A partir de armar, de construir con la comunidad un horno, que no fue solo armar el horno, sino hacer un proceso”, precisa.

Realizaron 20 hornos y las mismas mujeres con las que trabajó siguen enseñándolo a otras de diferentes ciudades. Esa modalidad de construcción y horneada favoreció su trabajo y el aporte fue muy valorado por la comunidad porque les permitió preservar sus tradiciones y poder autosustentarse. La experiencia se extendió a comunidades en Chile, Ecuador y Bolivia.

El libro

El libro es una propuesta práctica en la que —con imágenes— se grafica el paso a paso de la construcción. El trabajo contó con la colaboración de José Santiago Campos Ríos (arquitecto que hizo los dibujos), la fotografía de Julia Robles, la corrección de textos de Patricio Robles y el diseño de Carolina Segré. Allí se cuenta todo el proceso de la horneada en condiciones óptimas, pero después hay llamadas para variantes, en distintos contextos y propuestas de cómo ir resolviendo.

—¿Cómo se construye un horno?

—El horno lo construís en dos o tres horas porque esencialmente es una L, un cilindro con una boca abajo y una boca arriba. Es cilíndrico porque el calor de mueve de esa forma. Y como el calor asciende, si se le hace un conducto sube por ahí y ese calor lo administra quien lleva la horneada, observando cómo la materia se transforma: la arcilla pasa a cerámica, va cambiando de color, tiene cierto olor. Entonces, si tomás el tiempo de ir observando eso: lo aprendés.

—¿Es necesario algún conocimiento técnico particular para la construcción de hornos?

—No es un universo cerrado en el que tienen que darse ciertas condiciones. Las condiciones se crean y es un puntapié para pensar en las leyes físicas y químicas con las que estamos absolutamente asociadas. Es ver la transformación química de la materia. Es lo mismo que sucede en un volcán, pero lo que hacemos es controlar ese proceso, que no se siga sucediendo como para que no hiervan las piezas y se derritan, porque si seguís dando fuego eso es lo que sucede. Desde esta propuesta también se promueven las horneadas colectivas, no individuales, para evitar la contaminación por el humo.

Por otro lado, también es una apuesta a entender que la arcilla, que luego se transformará en la cerámica que se hornea, no es un recurso renovable. “No se puede sacar de forma voraz de la naturaleza, sino que hay que trabajar conscientemente a escala humana. Un amigo antropólogo, Carlos Martínez Sarasola, decía que la arcilla ‘no es materia prima inerte’, es un bien común, de la humanidad, entonces hay que tomar conciencia de eso”.

Foto: Julia Robles

Conexión con los orígenes y los territorios

«Samaipata» significa descanso en las alturas (en quechua). Y así se siente. Samaipata está ubicada a 120 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Y esa geografía fue el marco de una propuesta pedagógica impulsada por Adriana Martínez: viajar desde Buenos Aires para trabajar en el Museo Arqueológico de esa comunidad en contacto con piezas de cerámica originales, llamadas «piezas vivas». Se buscó absorber la historia de las comunidades que las elaboraron, entender su significado, comprender la idiosincrasia de las culturas precolombinas indígenas, tratar de comprender su recorrido y observar las piezas para replicarlas.

—¿Cuál es la búsqueda con este viaje y el trabajo en Bolivia?

—Es terminar de comprender qué es lo que pasó con aquellas personas, en esa comunidad, en ese contexto, no para quedarse copiándolo porque no tiene sentido, sino para desde ahí poder generar algo propio también, tomarlo como un aprendizaje. Pero si no trabajás con las piezas originales y en los lugares, es muy complicado que lo logres.

—¿Quiénes la han marcado en este oficio?

—La forma de construcción de mi oficio de alguna manera fue muy marcada por Carlos Moreira, que creo fue el primero que empezó a recorrer la provincia de Buenos Aires, haciendo arqueología experimental, que es llegar a un lugar donde hacen este tipo de piezas, encontrar la arcilla y crear y buscar la leña para hornear y hacer una pieza lo más parecida posible a eso. Él trabajó mucho en el Museo de La Plata.

Se trata de tocar las piezas, reproducirlas en el lugar de origen, imaginar en qué posición trabajaba quienes las hacían, con qué humedades, viendo las arcillas en los lugares, analizando si contaban con migraciones de las arcillas mismas o de los diseños. “Empezás a hacer un trabajo de campo sin querer al buscar las arcillas, al buscar los tiestos (fragmentos), las resinas para trabajar. Entrás mucho en contacto con las comunidades. Te cuentan un montón de historias que no están registradas casi en ningún lugar, y lo que las personas de esos lugares saben de la historia es enorme. El territorio está muy involucrado en la cerámica. Toda esa conexión se logra estando en el lugar”, afirma.

En sus recorridos transitó por casi todo el país y también en comunidades en la selva en Ecuador, Perú, Colombia, México y Bolivia. “Trabajé con comunidades que me enseñaron más de lo que yo iba a ofrecer”, agradece.

Entrevista a la cermista Adriana Martinez
Foto: Julia Robles

Negación de la memoria

“Cualquier persona tiene el derecho a acceder al conocimiento como forma de preservar la memoria”, explica. Y fue un punto de partida desde su labor recorriendo territorios para aprender de la cerámica precolombina. Desde ese hacer ve con preocupación cierta negación hacia la cerámica preexistente. “Escritores americanistas, como Ricardo Rojas, dicen que la cerámica ‘es la apoyatura de todas las artes prehispánicas’. Y dando vueltas un poco por el mundo también he visto eso, que es siempre la vasija u otra forma contenedora, que se expande, que se tensiona y genera volumen, que se pinta, se dibuja, desde donde se ven las distintas formas del hacer de los distintos pueblos de ceramistas. Allí está todo: es una gran universidad la cerámica prehispánica. Que eso no esté en las escuelas de cerámica o en las escuelas de arte me parece rarísimo”.

Esa ausencia, entiende, tiene que ver con estrategias o con políticas para que no haya realmente una identidad o, peor, donde responden a la idea de formar personas con lógicas de producción rápida, donde se prioriza la venta por sobre el proceso y el aprender.

Los orígenes

“Lo primero que me marcó, fuertísimo, cuando tenía 16 años, fue conocer al ceramista Raúl Cerdá, que falleció hace poco. Él era de Santa Fe. Vi a ese hombre horneando a leña, en el patio de su casa. Era una persona súper interesante para conversar sobre su trabajo”, recuerda.

Adriana aprendió dibujo, recreaba pinturas, hacía cerámica. Cuando tenía 20 años se encontró con Carlos Moreira, su gran maestro. Él estaba en Mar del Plata, en una muestra. Un amigo en común le contó a Moreira que ella era de Trenque Lauquen. Y Moreira no tardó en sorprenderla: “¿Sabés qué? La única olla de los indígenas, de pueblos originarios, que fue remontada es de Trenque Lauquen”. Así se enteró Adriana de la presencia de cerámica prehispánica en el mismo lugar donde nació.

La olla de la que hablaba Moreira estaba en el Museo de la Plata.

Una semana después Adriana fue a verlo al museo. “Carlos logró que nos presten la olla y la reproduje en su taller. Y para mí fue fundamental. Primero estuve una semana para poder reproducirla. Era hacer pruebas y no quedaba. Hasta que le empecé a buscar la vuelta y a tratar de entender en qué posición trabajaba la persona que la había hecho 1300 años atrás. Era intentar trabajar esa forma, darle tiempo a entender la arcilla, buscar las temperaturas corporales, cómo mover las manos para que se produzca la forma adecuada”. Hizo varios intentos hasta que finalmente quedó.

Pero esa olla no era solamente el reencuentro con el arte precolombino y ese entender las formas y posiciones, sino que fue la posibilidad de no disociar lo estético de lo utilitario y lo cotidiano. Esa experiencia la interpeló y, al mismo tiempo, fue fundante, le marcó el camino.

En Trenque Lauquen realizó talleres durante 15 años. Perdió la cuenta de cuántas ollas horneadas hay en las casas de la ciudad. Y afirma que siempre pensó que era un objeto para sacarlo del lugar que tiene en cierto imaginario social, de un espacio que somete a la mujer. “Me interesa mucho el trabajo con la mujer porque si no hay una emancipación económica no hay una posibilidad de modificar algo, de que podamos elegir, sobre todo para quienes vienen de sectores económicos más complejos”, señala. Recuerda que en los talleres en Trenque Lauquen solía haber un solo varón entre, promedio, unas siete mujeres. Celebra que hoy todas viven de la cerámica y tienen sus talleres.

Luego se trasladó más cerca del centro de Buenos Aires. Actualmente los talleres de construcción de ollas son intensivos, con jornadas que comienzan por la mañana hasta la tarde, donde se aprende todo el proceso, desde hacer la mezcla de la arcilla, el ocre y el talco para lograr una textura que tolere el fuego directo. Quienes asisten muchas veces llegan sin conocimiento previo y aprenden todo el proceso. Se comparte mucho tiempo, historias, mates, mucha vida y, claro, se cocina.

En sus talleres hace notar cómo son las ollas con las que se suele cocinar. Se vive acostumbrados a las de metal, que tienen una base absolutamente plana, con las paredes perpendiculares. Se naturaliza que el fuego está chocando todo el tiempo sobre un plano cuando la lógica histórica es en forma de esféricas u ovoides. A ella se lo enseñó la cerámica arqueológica, donde todas las ollas son redondeadas, el fuego la recorre de otra manera y el vapor de esas ollas está todo el tiempo retornando, no se seca la comida ni se quema. “Es más sano cocinar de ese modo que sobre aluminio. Hay todo un movimiento de personas que están empezando a pensar qué comemos pero no se ha llegado todavía a pensar cómo cocinamos eso”, reflexiona.

Adriana y otras ceramistas iniciaron la Cooperativa de Olleras, un colectivo de mujeres con quienes se efectúan los talleres intensivos pero también como espacio de investigación y aprendizaje.

Cada rincón de la casa de Adriana tiene la marca de su trabajo de años: las macetas, las tejas, los vasos, los platos, las pavas, las distintas ollas para variadas cocciones. Toda la vajilla hecha a mano, incluso el dispenser del agua y la bacha del baño. Todo moldeado por sus manos. “Me parece que desde ahí hay algo interesante para transmitir y es que cualquier persona puede hacer una olla, podrá ser de mejor o peor calidad en cuanto a la técnica, pero es poder pensar un poco en cómo el linaje cultural nos pertenece”. Afirma que construir elementos para la vida cotidiana tiene otro valor, que ningún dinero puedo pagar.

Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva

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