En este tiempo sin tiempo, sin territorios “permitidos” de encuentro, sin espacios de abrazos, sin grupos que se apretujen y se miren a los ojos para caminar hacia un horizonte de emancipaciones; en este tiempo envirusado de desesperanza, donde se instala la sociedad del control paso a paso, interviniendo e interfiriendo nuestras comunicaciones, nuestras movilizaciones, opacando nuestros gritos de rabia ¿qué lugar queda, o qué lugar puede ocupar la educación popular?
No se trata de una pregunta retórica. Es hablar desde la incomodidad que provoca la virtualidad cooptando las propuestas educativas, intentando domesticarlas, disciplinarlas, “ordenarlas” de acuerdo a los dictados disciplinadores del “nuevo orden mundial”.
La educación virtual, intensifica su dimensión bancaria, disociando aún más las palabras de los cuerpos, organizando la transmisión vertical de los saberes como conocimientos que “quienes saben” depositan en “quienes no saben”. Estos depósitos, como en el caso de los Bancos, los “pueden” realizar quienes “tienen” acceso a la virtualidad, y difícilmente llegan a quienes tienen dificultades para alcanzar desde sus lugares de vida, señal de internet, “datos” para los celulares, o simplemente para poder comprender en los telefonitos, las grandes charlas con que se pretende instruirlos. El derecho a la educación, no circula por los territorios donde habitan los nadies, las olvidadas, les descartades del mundo. La educación se vuelve a encerrar en la torre de marfil, en el elitismo, acentuando las diferencias clasistas, patriarcales, racistas. ¿Dónde queda, en este contexto, la pedagogía de los oprimidos y oprimidas? ¿Cómo reinventar la pedagogía de la esperanza?
La educación hegemónica se organiza como un espectáculo donde los alumnos y alumnas -los y las “sin luz” según el significado de la palabra “alumno”, que muchas veces coincide con quienes literalmente están sin luz en los barrios-, asisten a una obra en la que el portador de saberes es el gran iluminado. El egocentrismo de “quienes saben” recupera la escena, aún en los espacios que se dicen de educación popular. El depósito de saberes, realizado a una enorme distancia, debilita los cuerpos ya vulnerabilizados por las políticas sociales -también domesticadoras-.
¿Cuáles son los desafíos actuales de la educación popular? ¿Cómo evitar un “como sí” de la educación popular, en el que sosteniendo contenidos políticos transformadores, pedagogías críticas, estas propuestas quedan literalmente aplastados por las metodologías que erradican lo que son los núcleos centrales de la educación popular: la creación colectiva de conocimientos, el diálogo de saberes, la relación teoría práctica, el sentipensar grupal?
De todos los virus que nos afectan en estos días de cuarentenas y pandemias, tal vez el más peligroso es el de la obediencia debida, el de la rendición y subordinación frente al modelo político, social, económico, cultural, educativo, hegemónico.
Urge sacudir la modorra y recuperar en nuestros procesos colectivos la palabra que golpea como una piedra las construcciones ilógicas de la dominación. Recuperar la palabra que puede sostenerse con nuestras experiencias corporales y colectivas, más que con citas que dan cuenta de la erudición de quienes las enuncian. Se trata de pensar, sentir, doler, celebrar las palabras verdaderas, en tono de canción con todas, de himno de la alegría, de canto libre. Y retejer la educación popular como práctica de la libertad, como pedagogía de las oprimidas y oprimidos, como pedagogía del ejemplo, de la autonomía, de la rabia y de la esperanza. Educación popular en las casas y en las calles, donde los movimientos sociales construyen demandas colectivas; en las ollas populares, donde se cocinan los guisos solidarios; en las huertas comunitarias, donde se dice no a los agrotóxicos y al envenenamiento de las tierras; en los barrios cercados por las políticas de aislamiento estigmatizadoras. Educación popular que cuida la vida desde lógicas comunitarias, recuperando las experiencias de salud de los pueblos, al calor de la memoria feminista que durante siglos aprendió a combatir el hambre, a sanar los dolores corporales, a cuidar los territorios de la depredación capitalista y del saqueo colonial, a mantener encendida las espiritualidades de resistencia, contra el miedo, contra el aislamiento, y contra la soledad.