Cuando supimos del toque de queda, estábamos con mi mamá y mi mejor amiga en el auto. Hablábamos de muchas cosas, de qué esperar, de la gravedad del asunto, de los miedos que cada una tenía. En un momento miramos las tres por las ventanas, contemplando la soledad de las calles de un Quito virulento, y un silencio de vértigo nos pasó por los cuerpos.Somos infinitamente carne, y en ese momento las tres, las tres mujeres, las tres feministas, las tres vulnerables, las tres asustadas, nos preguntábamos qué va a ser de nuestras hermanas, congéneres, esas otras mujeres que no iban a vivir una cuarentena, sino un cautiverio.
La violencia de género, el patriarcado, mata más que cualquier virus. Pero en estas circunstancias, atrapadas con sus agresores, con sus violadores, con sus manipuladores, es una pesadilla continua, y quizás mate aún más. En general, nuestros agresores están en los espacios más íntimos, en nuestras casas, trabajos, escuelas, organizaciones e iglesias. Bajo esta misma lógica, la mayoría es también gente cercana, por lo que se ha generado una alarma escalofriante acerca de las circunstancias y riesgos en que muchas mujeres van a estar durante este tiempo de emergencia sanitaria.
Hay una dinámica de educación popular que me encanta, se llama pequeña historia -gran historia-. Es una herramienta que nos ayuda a compartirnos las historias de vida de cada una en una gran línea de tiempo. Eso nos ayuda a darnos cuenta de que nuestras experiencias, tan íntimas, que en realidad son sistemáticas, porque si no nos ha pasado exactamente lo que a la otra sí, nos ha pasado bastante parecido, o conocemos a otra mujer a la que le ha pasado, y así. Traigo esto a colación porque no hace mucho hicimos esta dinámica con compañeras rurales en la Amazonía.
Con estas mujeres, cada una tan distinta a la otra, conversamos de las violencias que sufríamos o que habíamos sufrido alguna vez. Como confirmando las estadísticas, todas colocaron a sus hogares, en algún momento de su historia -infancia, adolescencia, juventud, madurez- como un espacio en el que habían recibido violencia patriarcal, o en donde aún la recibían. La figura del patriarca encontraba la manera de materializarse de alguna forma en todos esos hogares. Sino era el padre, era el padrastro, el hermano, el tío, el vecino de al lado, el primo, el esposo o el compañero. Varias dijeron que se ocupan lo más que podían para pasar la menor cantidad de tiempo posible en casa y así esquivar, al menos momentáneamente, la violencia sobre sus cuerpos. Otras no tenían tanta suerte.
En los momentos de cuarentena en que nos encontramos, donde la impericia de mantenerse en aislamiento no es electiva, miles de mujeres están conviviendo, en un tiempo infinito -eterno- con una violencia manifiesta. La cuarentena se transforma en cautiverio, en cuanto somete a miles al peligro de convertirse en prisioneras dentro de sus propios hogares, con sus agresores como carceleros crueles. Si de por sí ya existía violencia patriarcal en una casa, las condiciones de confinamiento podrían potenciar los roces de la convivencia, la frecuencia de las agresiones sexuales y violaciones, ocultar los signos de violencia física y tortura, agravar los mecanismos de control, restringir comunicaciones y rutas de denuncia, etc.
Frente a este escenario, por demás devastador, se encuentra un sistema público empobrecido intencionalmente. No solo hubo serios recortes al presupuesto de salud, factura que nos está cobrando ya bastante caro, sino que también hubo una reducción importante del rubro para implementar la Ley de Erradicación de Violencia contra la Mujer. Esa reducción de presupuesto fue de más del 80 por ciento. En condiciones normales, esta reducción ya significaba un abandono franco a una población históricamente de riesgo. Pero en medio de una emergencia sanitaria, esta reducción de presupuesto se materializa en la incapacidad del Estado para resguardar la vida de las mujeres en situación de violencia. No existen canales adecuados y específicos para la denuncia, no existe capacidad de monitoreo, no existe capacidad de respuesta eficiente y adecuada cuando se logra una denuncia. El neoliberalismo también mata en clave patriarcal.
En un momento en el que tanto el gobierno central, como los municipios y prefecturas se desbordan, peleando contra la realidad de precariedad auto inducida por el neoliberalismo, la situación de vulnerabilidad de las mujeres se ve en un crecimiento exponencial que le pone los pelos de punta a cualquiera. No existen los recursos ni la voluntad política para gestionar la seguridad de tantas. Las opciones que tienen las mujeres que están viviendo en cautiverio con sus agresores son pocas, y en su mayoría vienen de la militancia de las organizaciones sociales y la sociedad civil, que con pocos recursos logran aliviar en algún grado esta realidad, y mantener un registro de lo sucedido.
Entre tantas cosas a las que le tengo miedo en tiempos de pandemia, en que nos han prohibido los abrazos, en que muchas estamos lejos de nuestras amigas, hermanas, compañeras, es el miedo al olvido. El miedo al olvido de los 238 feminicidios que hay cada día en el mundo. Que por la urgencia del Covid-19 se nos olvide que, estadísticamente, cada 12 segundos una niña o mujer es violada en América Latina. La violencia de género en la emergencia sanitaria es un tema que debe causarnos profunda preocupación y alarma. Pero no estamos solas. Mantengámonos alertas de la seguridad de nuestras vecinas, monitoreemos a nuestras amigas, estemos listas para responder. Si no tenemos un Estado que nos proteja, cuidémonos entre nosotras.
Publicado originalmente en Revista Crisis
Fotos tomadas de La Tinta