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Dormíamos, despertamos. El 15M a cinco años de distancia

Marisa Pérez Colina

Un buen profe de universidad nos dijo un día que era necesario problematizar la realidad, si no, la vida carecía de sentido. Problematizar, cuestionar, no conformarse con lo dado. Desechar las respuestas que se quedan pequeñas ante necesidades y deseos ensanchados, apropiarse colectivamente de lo que ya no satisface para producir, de forma constante, soluciones tentativas, temporales, metamórficas. Esto es: hacer política.

Sin duda, la primavera de 2011 trajo una efervescencia de repolitización.

Este poder es, posiblemente, el principal bien común del que hemos sido expropiados a lo largo de la historia, una historia igualmente marcada, no lo olvidemos, por los momentos de su recuperación. El 15M fue uno de ellos. La insurrección quincemayista repolitiza, por lo tanto, “lo social”, y lo hace mediante dos emancipaciones fundamentales: la enunciativa y la movimentista.

A partir de la primavera de 2011, entran en crisis el discurso de lo de siempre, la dictadura de la falsa ciencia económica de lo que debe ser así y no puede ser de otra manera, los  horizontes-prisión de posibles determinados de antemano. La capacidad de volver a preguntarse rompe aguas para dar vida a nuevos paradigmas de interpretación de la realidad, a nuevos imaginarios que, sostenidos, también, en la palabra –palabras desatadas en los debates de las plazas, liberadas en las prácticas de cooperación entre diferentes– tratan de echar a andar nuevas realidades. Esta efervescencia de repolitización inunda las redes sociales, desborda blogs, pare nuevos diarios digitales e incluso resucita los cementerios de los medios de comunicación tradicionales: hasta los tertulianos se desperezan para tratar de entender lo que está ocurriendo y, obviamente, se les escapa. Una problematización muy fértil y concreta se pone sobre la mesa: ¿y si ya no nos representan y tomamos no solo el voto sino, y sobre todo, la capacidad de decidir directamente sobre lo que nos afecta?

Esta revuelta generadora de nuevos imaginarios libera la política de su apropiación exclusiva por parte de las estructuras de representación partidarias y de sus respectivos alter egos mediáticos, para ponerla en manos, por un lado, de lo que habitualmente llamamos “gente corriente”, por otro, de los movimientos tradicionalmente calificados como “sociales”.

Respecto a la gente, la discusión política vuelve a las calles y plazas, pero, también, a los espacios laborales, las tertulias entre amigos e, incluso, las sobremesas familiares, donde las cuestiones políticas solían ser amablemente censuradas bajo el imperio de la falsa armonía entre posiciones diferentes y, muchas veces, enfrentadas. El miedo a discutir y, a fuerza de no hacerlo, el conformismo o, peor aún, la indiferencia, encuentra su explicación histórica en una país donde a la desposesión de poder más brutal –una dictadura de 36 años–, le sigue un régimen de representación parlamentaria en el que las estructuras partidarias acaparan la caja de herramientas política para emplearla casi exclusivamente en reproducirse y responder a los intereses de acumulación de las oligarquías económica. Las decisiones sobre las propias vidas quedaban así atrapadas entre las garras de dos amos: la política profesional y el imperativo de felicidad capitalista. Ahora todo el mundo tiene algo que decir sobre lo que le concierne y nos conciernen cada vez más cosas: el cambio subjetivo está servido.

Los movimientos sociales, por su parte, irreductibles a la expropiación de la política, han venido desempeñando durante mucho tiempo el papel de espacios de resistencia y organización. Terrenos de contrapoder donde peleas particulares arrancan ampliaciones sustanciales de derechos, pero también espacios instituyentes que, asentados en la cooperación y la horizontalidad política, materializan formas alternativas de hacer economía y vínculo social, los movimientos sociales se han mantenido tradicionalmente al margen de la cuestión del poder, un poco por purismo –no contaminarse–, otro tanto por convicción táctica –las diferentes funciones del adentro y el afuera de la institución–. Los obstáculos a su capacidad de transformación han residido, sintetizando al máximo, tanto en la fragmentación de sus batallas –división de particularismos incapaz de socavar sustancialmente las estructuras de poder reproductoras de las exclusiones y discriminaciones que combaten–, como en la constante de una suerte de elitismo de clase media con vocación marginal, incapaz de extender sus prácticas, potencialmente revolucionarias, de autogobierno. El 15M disloca las fronteras entre el adentro y el afuera institucional, trasladando a primer plano el reto de abordar la cuestión del poder, el desafío de transformar las grietas instituyentes de las prácticas de los movimientos sociales en ruptura constituyente.

Ahora bien, mantenernos despiertos y despiertas, seguir siendo fieles al acontecimiento quincemayista, exigiría, a mi juicio, elevar la radicalidad de las apuestas. En primer lugar, los discursos habrían de desbordar el asfixiante corsé de la “mayoría social” –esto es, el típico conformismo timorato de clase media– para interpelar a la mayoría real: las clases populares trabajadoras. En segundo lugar, los movimientos deberían impulsar la extensión de sus prácticas de autogobierno a cada vez más ámbitos y capas poblacionales. Solo así podremos superar el paradigma de la democracia exclusivamente representativa y edificar un nuevo sistema político: el de una democracia de decisión principalmente directa. Una democracia real.

Marisa Pérez Colina, miembro de la Fundación de los Comunes.

Texto publicado en Diagonal Periódico.net 

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