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«Donde el periodismo no funciona, la vida está en riesgo»: Marcela Turati al recibir el premio Maria Moors Cabot

Redacción Desinformémonos

Ciudad de México. Desinformeḿonos. La periodista mexicana Marcela Turati recibió el premio Maria Moors Cabot 2019 en la Universidad de Columbia, en Nueva York, por su trayectoria en la cobertura de la violencia desatada por la lucha contra el narcotráfico, a través de los testimonios de las víctimas y su búsqueda de justicia.

Durante la premiación, llevada a cabo el pasado 16 de octubre, la periodista destacó la labor del gremio y aseguró que «la lucha contra el silencio es una lucha por la vida. Esa nos toca a los periodistas».

«¿Somos periodistas o militantes?, muchas veces nos preguntan. Pienso: Donde el periodismo no funciona la vida está en riesgo», pronunció luego de recibir el premio otorgado por la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia.

A continuación compartimos el discurso completo:

Gracias. Me siento muy honrada, de ser parte de la historia de este premio al que le tengo tanto cariño porque lo ha recibido un linaje de periodistas que admiro y ha sido mi inspiración. Agradezco a los miembros del board –algunos cómplices en el camino-, a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, a la familia Cabot.

Este reconocimiento se que no sólo es para mí, es también para la generación de periodistas que a partir del año 2006, inesperadamente, nos descubrimos en medio de un fuego cruzado, cuando se decidió una fallida política de seguridad, la que fue llamada guerra contra las drogas, y que dejó impactos en millones de vidas que han sido afectadas. Esa decisión cambió nuestras vidas, nuestra identidad, y nuestra manera de entender y de hacer periodismo.

Yo era una periodista siempre inquieta por capacitarme y por organizar talleres para todos, que cubría las regiones más pobres del país y a la que le daba pena preguntar en voz alta en conferencias de prensa. De pronto me fueron invitando a hablar en público estos años he ido repitiendo las mismas palabras: Que en México existe una guerra no reconocida, que millones son las víctimas, que muchos periodistas nos convertimos en corresponsales de guerra sin salir de nuestro país. Que México es el país más peligroso para ejercer el periodismo y donde los silenciadores tienen la impunidad garantizada.

He hablado en muchos foros a veces con un sentido de urgencia, otras movida por la rabia, en otras sintiéndome despalabrada, o prometiéndome dedicarme solo a reportear.

No sé cuando empezó a mutar mi identidad. Si fue al dimensionar que las desapariciones de personas eran sistemáticas y masivas. Si fue cuando vi una pila de cuerpos de migrantes exhumados de una fosa clandestina. Si fue cuando unas psicólogas me invitaron a los talleres de duelo para niños huérfanos. Si fue al saber que un periodista que conocía fue asesinado. Si fue cuando decidí con otras mujeres periodistas, organizarnos para cuidarnos entre todas y bajo el mismo abrazo cuidar a otros y cuando decidimos dejar de lado la neutralidad para exigir que pongan fin a la impunidad asesina.

Más de una década después, me detengo, miro hacia atrás, noto el peso de la ausencia de más de 140 colegas muertos o desaparecidos. Sus crímenes siguen impunes. También veo a mi alrededor y siento que a pesar de tanta muerte, la prensa mexicana no murió, sigue de pie, sigue viva.

No es retórica. Es difícil no notarlo. Donde la violencia se ha ensañado, donde silenciaron a un colega de respeto, ahí mismo venciendo el miedo hubo periodistas que se organizaron para entrenarse juntos y aprender a trabajar de manera colectiva para protegerse, para hacer investigaciones de temas prohibidos.

Es lo que vi que ocurrió después de que mataron al periodista Armando Rodríguez, El Choco, en Ciudad Juárez: colegas crean sus colectivos y salen a poner el cuerpo para impedir que el silencio vaya avanzando como una mancha que va ahogando territorios de los que se deja de recibir noticias.

Pienso en Veracruz, la tierra donde fue asesinada Regina Martínez, la valiente corresponsal de la revista Proceso donde publico mis reportajes: una misión de periodistas acudimos para conmemorar su primer aniversario, fuimos al cementerio, nos dimos cuenta que nadie había vuelto a su tumba, que tenía encima las mismas flores, ya marchitas y secas, con la que la habían sepultado. Con su asesinato los perpetradores infundieron un terror aleccionarte. Pero sus amigos y colegas agarraron fuerzas, primero para limpiar la tumba, y para marchar en la plaza una y muchas veces, y para seguir haciendo periodismo valiente, crítico, como el que ella hacía.

Esta historia se repite en una suma de gestos casi hormigas, pero con la potencia que tiene lo simbólico. Como lo ha sido salir a las calles con las fotos de quienes faltan, armar escándalos contra gobiernos asesinos, organizar subastas para ayudar a periodistas obligados a salir de su tierra, crear cadenas de solidaridad para sacar a colegas con riesgo de muerte, visitar lugares donde colegas quedaron traumatizados y comenzar juntos a mencionar en voz alta lo ocurrido, a ponerle nombre a los hechos, a mencionar a los perpetradores, organizar seminarios de periodismo de investigación ahí donde mataron a la mejor investigadora para manifestar que no si silencian a alguien otros ocupan su lugar.

Este es el poder de los gestos simbólicos hechos por los nadies. Por los de a pie. Por una mayoría de mujeres. De entre las cenizas de esta tragedia han sido fundados colectivos que defienden la libertad de expresión, medios digitales críticos, círculos de confianza para monitorearnos ante los riesgos, centrales de alertas para actuar en caso de amenazas o nodos de investigaciones colectivas para echar luz a los lugares donde la vida no es respetada, para echar luz a lo que quieren que permanezca oculto, silenciado, en fosas.

Cuando escribía estas palabras, me venía a la mente esta canción latinoamericana que dice: Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando… para seguir cantando.

Una periodista veterana me decía hace unos días que le sorprendía la revolución que notaba en el periodismo. que le recordaba la sabiduría de la naturaleza, cuando se desarrollan habilidades asombrosas para burlar o escapar de los depredadores, así hemos aprendido en México a trabajar en equipo, como una forma de evolución ante la violencia y las amenazas.

¿Somos periodistas o militantes?, muchas veces nos preguntan. Pienso: Donde el periodismo no funciona la vida está en riesgo. Están asesinando, están desapareciendo personas, están obligando a huir a pueblos enteros. La lucha contra el silencio es una lucha por la vida. Esa nos toca a los periodistas.

Mi historia, sin duda, esta cruzada por el asesinato de colegas a los que conocí. El Choco, Regina Martínez, Rubén Espinosa, Miroslava Breach, la valiente periodista que en el estado donde me crié documentaba la narcopolítica y la resistencia de las comunidades indígenas, o Javier Valdez, el amigo cronista que nos enseño a muchos a cubrir “la vida bajo el narco”. A todos ellos y a otros que hubiera querido conocer, los honro y los respeto. De todos ellos puedo decir que no murieron cuando los enterramos, porque no los enterramos, los sembramos.

No soy protagonista única de esta historia escrita a muchas manos y en distintas etapas. A veces me ha tocado liderarla, otras dar ideas, otras llevar el café o el mezcal o armar el festejo, otras tomar pausas y buscar mi relevo. La historia no está inacabada, han habido rupturas, errores, siguen las dudas, no nos hemos articulado como hubiéramos querido. Pero me siento orgullosa que formar parte de esta generación que respondió a la circunstancia que enfrentaba. Que sabe que el silencio no es opción. Que está consciente de que nuestras notas diarias forman parte de una especie de comisión de la verdad en tiempo real que van a servir para el futuro, cuando haya justicia, cuando la justicia la hagamos posible.

Gracias a quienes han sido nuestros cómplices internacionales por ser nuestro apoyo. Gracias a las familias que buscan justicia para sus hijos, por las que buscan a sus hijos, porque me han permitido entrar al espacio sagrado de su dolor, documentar sus historias de amor y resistencia, porque me han humanizado. Gracias a las distintas colectivas a las que pertenezco que me han enseñado a caminar en compañía y sin perder rumbo. Gracias a mi familia, a mis papá a mi mamá, a mis amigos que siempre han sido mi soporte. Gracias porque el premio Cabot es un impulso para no olvidar que con nuestro oficio, consignando lo que pasa, estamos conservando memoria, oponiéndonos a la muerte, sembrando futuro.

Gracias.

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