Nueva York, como otras ciudades de similar envergadura cultural, ha sufrido en los últimos años los embates de la gentrificación. Planes urbanísticos e inmobiliarios financiados mayoritariamente por fondos de inversión y bancos que han servido para penetrar en zonas residenciales alejadas de los grandes centros neurálgicos de la ciudad e incluso para cambiar la apariencia de barrios marginales y deprimentes que se habían mantenido históricamente de espaldas a la urbe.
Una práctica en auge que provoca el inmediato encarecimiento de los alquileres una vez los primeros jóvenes blancos de rentas medias ponen el pie a través de negocios o contratos de alquiler para entrar a vivir.
El paradigma más inequívoco tiene lugar con un rápido tour por Williamsburg. Otrora barrio marginal, territorio de solares abandonados, fábricas, prostitutas, camellos y maleantes, y convertido en la década pasada en el epicentro de la última ola musical de Nueva York; hervidero artístico y de la bohemia.
Actualmente, el barrio de Brooklyn, en su privilegiada zona de proximidad con Manhattan, ha sufrido un rotundo lifting urbanístico para terminar convertido en pasto de gente adinerada, inmobiliarias, Whole Foods, bancos, Apple, Starbucks, azoteas millonarias y rascacielos colosales. A fin de cuentas, un parque residencial para el bolsillo más holgado cansado del ruido y el caos de Manhattan.
Esta operación de estética urbanística, expandiéndose a barrios colindantes como Bushwick, Greenpoint o Bed-Stuy, se llevó por delante no solo la esencia artística y colaborativa que se dio con la entrada del nuevo milenio sino parte importante del circuito de salas que la retroalimentaba.
El punto de inflexión llegó el 22 de noviembre de 2014 cuando Death by Audio, toda una planta de un edificio industrial por la que desfilaron artistas de la talla de Ty Segall, Future Islands, A Place to Bury Strangers, Deerhoof, Thurston Moore, The Oh Sees, Dirty Projectors, Dan Deacon y un largo etcétera, certificó su defunción con un último show después de que Vice Media se apropiara de todo el edificio.
Pese a ser una muerte anunciada por el goteo de cierre de salas DIY [do it yourself, hazlo tú mismo] situadas en las cercanías (Glasslands, 285 Kent), la bajada de la persiana del refugio espiritual del movimiento entonó melodías fúnebres para la escena.
Una elegía que incluso fue recogida el pasado año con el documental Goodnight Brooklyn, the story of Death Audio, en el que el director Matt Conboy capturaba el clima emocional que inundó la sala durante las jornadas previas al cierre definitivo. Una deforestación doblemente amarga al poner en peligro el ecosistema de salas DIY en la ciudad y al imprimir el acta de defunción de la esencia artística en el barrio de Williamsburg.
La ciudad que nunca duerme se preocupó pronto en restaurar la flora dañada abriendo nuevos espacios lejos de las áreas concurridas y de los lujosos condos.
Así pues, numerosos promotores comoTodd Patrick, uno de los más activos, empezaron con las mudanzas, abriendo nuevos locales enseña en zonas más empobrecidas, menos pujantes y con alquileres más asequibles, pero sin salirse de Brooklyn.
Ridgewood, Bushwick y Bed-Stuy empezaron a posicionarse como tierra de acogida para seguir con la actividad artística desahuciada. Palisades, en la frontera entre Bushwick y Bed-Stuy; Silent Barn en Ridgewood (actualmente asentada en Bushwick); o Market Hotel, a pocos números de Palisades, tomaron el relevo de la generación de las salas clausuradas de Williamsburg con tal de seguir disponiendo de un escaparate que, sin estar regido por la exigencia lucrativa, posibilitara la renovación y exposición de las nuevas voces del amplio y efervescente panorama musical de la ciudad.
Salas multidisciplinares y autogestionadas, de precario andamiaje interno, algunas abiertas a todo tipo de expresiones artísticas, e incluso habitadas por artistas, promotores o gestores.
“El DIY es aún importante para músicos y artistas porque ofrece un espacio donde pueden incubar su aprendizaje en un entorno favorable y de apoyo que no trata de consumismo, sino de salir y realizar actividades con otra gente”, quien habla es Rachel Nelson, encargada desde hace años de Secret Project Robot, un espacio de arte y música reabierto el pasado 4 de mayo en Broadway, la arteria comercial que separa los primeros conatos de gentrificación de esa zona de Bushwick de los projects y los barrios desfavorecidos que se levantan al otro lado de la acera, ya en territorio Bed-Stuy.
Detrás de la labor cultural y artística de Rachell y otros responsables de espacios DIY se esconde una perversa y prácticamente inevitable paradoja, como bien identifica Gavin Russom (ahora Gavin Rayna Russom tras proclamar su identidad transgénero), productora y dj ligada al sello DFA y colaboradora habitual de LCD Soundsystem: “Mi experiencia en lo que se conoce por salas DIY es que si bien son super importantes como parte de los espacios que facilitan la libertad de expresión, pueden a veces jugar un papel en la gentrificación de los barrios donde se ubican. Esto era evidente en Providence (Rhode Island) donde crecí y en Williamsburg, donde pasé mis primeros años en Nueva York a mediados de los 90”.
En su opinión, estos espacios son importantes “porque posibilitan formas de expresión excluidas por la cultura y por proporcionar un espacio seguro a peña que tiene una voz mínima en el circuito artístico”. Sin embargo, también apunta a la existencia de una ligazón con la cultura capitalista, “que no solo está siempre intentando monetizar la ‘next thing’, sino también porque esta cultura alimenta el miedo y enfrenta a la gente entre ellos. Así, estas salas muchas veces ignoran o descuidan a los residentes de larga duración de sus comunidades, si a esto se une que personas menos interesadas en la libre expresión y el discurso cultural alternativo se sienten atraídas por estos espacios y vecindarios con fines puramente de entretenimiento o como una forma de explotarlos de distintas maneras, los residentes del vecindario resultan cada vez más excluidos de la vida cultural del vecindario”.
Y aún añade otras capas al describir esta problemática intrínseca a las salas autogestionadas: “Se crean así oleadas de gente privilegiada dispuesta a pagar dinero y destinar su tiempo libre en exóticas y excitantes actividades de ocio. Hasta que llega un punto que el incremento del alquiler y el coste de los gastos básicos diarios sobrepasan de largo lo que el residente original de ese barrio puede asumir, con lo que no les queda otra que marchar de esa zona. A la par, servicios necesarios dejan de estar disponibles porque han sido sustituidos por aquellos que demandan los nuevos inquilinos. Básicamente lo que ocurre es que en ese momento una zona que no tenía ningún valor para las agencias inmobiliarias lo tiene, y a la postre, esos mismos artistas y los responsables de los espacios DIY que con su actividad lo han permitido tampoco pueden hacer frente a los alquileres y acaban dejando el barrio. Un ciclo que se repite así mismo con frecuencia. Una mierda demencial”.
Ese enraizamiento en la comunidad y el cuidado del componente social que ejercen en los barrios es tenido en cuenta por algunas salas, aunque no ocupa el lugar más alto en la lista de preocupaciones. Especialmente desde el terrible impacto que supuso la muerte de 36 personas en el incendio en una nave industrial de Oakland durante una serie de conciertos el 2 de diciembre de 2016. Desde la fatídica fecha, las autoridades de Nueva York, a través de inspecciones policiales, han puesto trabas y cerrado locales.
Market Hotel, otro de los lugares de encuentro levantado por Todd Patrick, fue precintado el pasado año –aunque ha vuelto a abrir las puertas este mismo mes con shows de Pissed Jeans, Speedy Ortiz y Titus Andronicus, una de las bandas que se forjaron entre sus paredes–, tras una redada policial y percibir irregularidades en la licencia de venta de alcohol, una regulación tramposa que permite tramitar la aprobación a las 6 de la tarde de la misma jornada en que se celebra el evento o la fiesta, con lo que si anteriormente el responsable de ésta compra y almacena alcohol en el espacio, será multado.
Esas trabas burocráticas y la persecución policial también conllevaron el cierre de Palisades y más recientemente del Shea Stadium. “Toda esta burocracia crea una barrera natural que barre a mucha gente importante del panorama cultural de Nueva York”, así lo expresaba Jordan Iannunci de la sala Silent Barn, una de las salas que han optado por contratar a un equipo legal para mantenerse abiertos.
Ante la presión de los abusos inmobiliarios y la presión policial y administrativa, los promotores y gestores miran de sobrevivir, aunque muchos, al igual que muchos artistas, han optado por el exilio hacia zonas urbanas más asequibles y más acordes a su filosofía artística.
No obstante, Rachel Nelson lo tiene claro cuando se le pregunta por el riesgo de fuga artística: “Creo que NYC tendrá siempre movida DIY, pero sí que creo que hay el riesgo que otra ciudad más barata y amigable surja y entonces la gente joven acuda allí a vivir. Nueva York, como meca de la creatividad siempre atraerá a la gente, pero es posible que algún lugar le robe la atención en ese sentido”.
Una situación que podría revertirse con el importante paso dado por el alcalde Bill de Blasio de comprometerse en la creación de la Office of Nightlife, un departamento de la alcaldía que velará por los intereses del ocio nocturno y actuará de mediador entre sus actores y el ayuntamiento.
Aún es muy pronto para reconocer su impacto en el circuito de salas DIY, pero mientras exista ese Nueva York underground e inaccesible, alérgico al turista, y excitado por actuar al margen, el pulso DIY luchará por sobrevivir y buscar su hueco en la cambiante fisonomía de la ciudad del Hudson.
Artículo publicado originalmente en El Salto