Diez años sin Monsi

Hermann Bellinghausen

(A la muerte de Carlos Monsiváis, en junio de 2010)

1966: El año cero de Carlos Monsiváis

Esbozo paleontológico. Carlos Monsiváis, el escritor, desde muy joven se sintió en su casa en la literatura en general, y la mexicana en particular. Encontró su lugar precoz y concientemente. Pero ¿cuál fue? Se aplica lo que enseñó T. S. Eliot (vía Andrew Lloyd Weber) acerca de los gatos, que poseen varios nombres: uno para el amo y su familia, otro para los demás gatos, y uno más, íntimo. Así como los especímenes de Cats, The Musical -sólo ellos conocen su inefable, afable, indescifrable nombre propio-, el lugar de nuestras letras llamado exclusivamente Carlos es un secreto que sólo él supo.

Eso explica aquella seguridad suya oculta bajo constantes dudas y coartadas para no tomarse en serio, tan histriónica como el “anonimato” de su contemporáneo y par José Emilio Pacheco, e igual de efectiva para hechizar a sus lectores. Monsiváis se asume outsider, friqui, pero no loco ni indefenso. Contra los componentes edípicos confesados o no en su extensa vida adulta, sus limitaciones atléticas y la certidumbre de no ser guapo, es un hombre fuerte en un mundo dominado por la testosterona del más gandalla. Pronto se descubre en posesión de una mente extraordinaria, más atlética y rápida que cualquier otra. Sus puños fueron las palabras, así en la Biblia como en la tinta fresca del periódico esta mañana. Y la ironía un arma temible. Encontró así una paradójica forma de ser aceptado, querido y admirado. En su autobiografía juvenil confiesa que lo que siempre quiso fue hacer reír. También confiesa la segunda pasión de su vida, el cine, siendo la primera el circo.

Desde niño, que de chiripa le tocó rondar la biblioteca de Artemio del Valle Arizpe, se familiarizó con nuestro siglo XIX, con la historia encerrada en el arte y los conmovedores esfuerzos de la cultura nacional por dotarse de identidad. La suya fue la primera generación de mexicanos que estuvo a gusto en el siglo XX (aunque el propio Monsiváis saboteara el concepto al declararse “protopocho”).

Llega chavito a los años cincuenta, ya cargado de información su infinito disco duro, para echarse un tiro semanal en la XEQ como “niño catedrático”. Carmen Lira, más joven que Monsiváis, recuerda haberlo oído cuando niña y quedar apantallada. Algo similar le ocurrió a Teresa del Conde, según escribió recientemente. De entonces data su condición de nuestro único verdadero “intelectual mediático”, so far. Los medios fueron su casa y su cosa.

Convencido de que le queda mucho por hacer, trabaja sin descanso. Hay quien lo atribuye a la laboriosidad luterana en que fue criado. Ha de ser. Reducirlo a “crítico” no rinde justicia a su espectro de creador literario, pero cabe reconocer que la crítica (en cualquiera de sus manifestaciones jocosas, serias, irreverentes o apocalípticas) respira en cada línea que escribió o dijo en público, y miles de veces en corto, él que fue conversador, un interlocutor ineludible.

Hay un retrato singular de Emmanuel Carballo, fechado en Copilco en octubre de 1966, que se remonta al joven de 18 a 28 años: “No recuerdo con exactitud la fecha, pero debió ser por 1956 cuando conocí, en mi oficina del Fondo de Cultura Económica, a Carlos Monsiváis. Llegó acompañado de tres o cuatro muchachos que, desde entonces, confunden alevosa y premeditadamente la literatura con la ociosidad disfrazada de militancia política. Al verlos y oírlos me dí cuenta de que Monsiváis podía estar con ellos, pero que no era como ellos”.

“Si hoy día Carlos es tímido, a mediados de los años cincuenta daba la impresión de ser aspirante devoto a pastor presbiteriano. De pocas palabras, y de más escasos gestos, no me permitió suponer que con los años vencería, ante los ojos del público, la timidez y que su rostro, ahora conscientemente inexpresivo, le serviría para contrastar el fuego, la mordacidad y la gracia de sus palabras. Humorista a pesar suyo, lo es porque le resultó menos difícil expresarse como crítico que como panegirista del caos, el cinismo y las promesas que paran periódicamente en silencios definitivos. Y como Carlos es pudoroso en la misma medida que inteligente, y además posee desde niño un enfermizo temor de caer en lo ridículo, optó, entre la crítica que se hace con el corazón y apela a los buenos sentimientos y aquélla que es producto del entendimiento y desea convencer en lugar de estremecer, por esta última, es decir, se trazó una línea tan peligrosa como ambigua que a unos hace decir que es un iluminado y a otros que es un vanidoso, un aguafiestas que apaga incendios en los que le gustaría consumirse”.

A los 19 años, en 1957 (recordaría Monsiváis en su temprana autobiografía), dio inicio su “supesta carrera literararia” tras conocer a Pacheco y dirigir juntos el suplemento Ramas nuevas, en Estaciones, la revista de Elías Nandino. Por entonces conoce a Rubén Salazar Mallén, Fernando Benítez, Alí Chumacero y Carlos Fuentes.

1966: el primer año del resto de su vida. Atrás quedaba el México de Adolfo López Mateos, pero no la mojigata ciudad de Ernesto P. Uruchurtu. El presidente Gustavo Díaz Ordaz medía su pulso represor contra la huelga de médicos. Ya cabalgaba la Mafia, un mito cultural snob en boga. Al fin, un mito: provocador, conspirador, no-tan-sectario como acusan sus excluidos, burlón hasta la maledicencia, exquisito, cosmopolita y arrabalero, presumiendo de fugaz (al modo de los “murales fugaces” de José Luis Cuevas en la Zona Rosa o las palabras lanzadas al viento hertziano por Monsiváis desde Radio Universidad).

En el calor cultural imperante, que hoy se antoja antigüito, se cocían las habas definitivas de Octavio Paz y José Revueltas, los pintores ¡al fin modernos! de la “ruptura” (abstractos, pop, op, neofigurativos) y los poetas con su propia “tradición de ruptura” diagnosticada por Paz, insertos en una continuidad que ellos confirmaban con devoto afán.

Pertenece a una generación afortunada de “nuevos escritores”, acogida por Juan José Arreola, Jaime García Terrés, los mencionados Fuentes, Benítez, Carballo y Paz (Revueltas no tanto, pues entre tanta cárcel, persecución y bronca existencial apenas tenía tiempo para enterarse de su influencia entre los jóvenes y de que ya era, con Juan Rulfo, el mayor novelista mexicano de todos los tiempos).

Es una época de editores caballerescos, como Alejandro Orfila, Joaquín Díaz Canedo y Rafael Giménez Siles. Éste último, a través de Carballo, dio impulso al establecimiento de un nuevo canon literario nacional, y encargó a los jóvenes Pacheco y Monsiváis sendas antologías de la poesía del XIX y el XX que, medio siglo después (actualizadas), siguen siendo imprescindibles.

Para 1966, Empresas Editoriales S. A., de Giménez Siles, puso sobre la mesa una inusual serie de “autobiografías precoces” de los nuevos autores: Gustavo Sáinz, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Melo, Sergio Pitol, Marco Antonio Montes de Oca, Vicente Leñero, Tomás Mojarro, José Agustín. También editó las Vidas cotidianas de Novo, las novelas de Martín Luis Guzmán y unas sorpresivas Obras completas de Revueltas con prólogo de José Agustín, a la sazón un chavo de la onda que, a los 22 años, acababa de reeditar La tumba y publicar De perfil.

En ese año de gracia, Monsiváis no tenía obra aún. Su autobiografía homónima y la antología Poesía mexicana del sigo XX inauguran su bibliografía. Sin libros propios, mas no inédito, y ya disperso como los polígrafos decimonónicos de quienes descendía directamente (Prieto, Altamirano, Riva Palacio, Ramírez, Gutiérrez Nájera), no alcanzaba aún el cruce definitivo de su solvencia literaria y su compromiso social: el 68, que produjo Días de guardar (1970), la ópera prima de un clásico largamente sospechado.

En 1966 ya es un artífice de prosa múltiple, y tan obvio heredero de Salvador Novo como conciencia irreprimible del ridículo nacional que nadie se molestará jamás en declararlo oficialmente El Cronista. Siempre sería un campeón sin corona, y se preparó concienzudamente para ello. A los 28 años, Monsiváis está subido en el ring retando a los mayores. A sus héroes. Y si alguien fue su héroe vitalicio, si admiró a alguien como palanca de la literatura nacional, éste fue Octavio Paz.

Monsiváis le planta la cara a su ídolo, de todo menos de piedra. Ese año también vio la luz Poesía en movimiento, la muy sixties y deschongada demarcación territorial de Paz como cacique y gurú de la poesía mexicana. En colaboración con Pacheco, Homero Aridjis y Alí Chumacero (ya entonces editor mítico), Paz estableció lo que sería el canon nacional de los próximos 50 años, y tal vez el último posible. Hoy, sanamente quizás, no existe canon alguno; si acaso capillas, claustros, grupúsculos rentables, you know.

Tanto Paz como Monsiváis buscan reemplazar la Antología de la poesía mexicana moderna (1928), acreditada a los Contemporáneos de la mano de Jorge Cuesta. Como señala Gabriel Zaid en una ingeniosa reseña, 1966 fue un “año antológico”. Cuatro recopilaciones nacieron entonces: las dos mencionadas y las de Pájaro cascabel y El corno emplumado, espléndidas revistas de poesía que animaron la época. A estas, Zaid las desdeña, se concentra en las de Paz y Monsiváis y transmite los ecos de su colisión:

“La poesía mexicana del siglo XX de Monsiváis apareció en un momento caldeado y suscitó los comentarios más feroces. Llegó incluso a decirse que no era obra suya. Lo cual, en parte, es cierto, pero no porque sea un ignorante de la poesía mexicana, sino por todo lo contrario: por la ‘junta de sombras’ de críticos anteriores que supo tomar en cuenta. Se trata de una obra tan inteligente, balanceada y razonable (excepto en que tiene 840 páginas y cuesta 110 pesos) que el autor quizá sintió la necesidad de ponerle un picante de burlas e injusticias”.

Poesía en movimiento, juzga Zaid, “por su calidad y por ser la última en aparecer, resulta la antología culminante de un año de antologías”. Comparada con la de Monsiváis, “es inferior desde el punto de vista informativo y cubre menos poetas mayores de 40 años (20 en vez de 38)”, pero “tiene a su favor la generosidad con los jóvenes (22 en vez de 7)”, una “mejor selección de poemas”, la mitad de páginas y un precio más económico.

Ese año, el famoso Monsiváis se presenta en sociedad, mediante un texto de 50 páginas, como uno de los “nuevos escritores mexicanos presentados por sí mismos” que lanza Empresas Editoriales. Allí exhibe su condición minoritaria y su vocación democrática y mayoritaria, enamorado de nuestras letras y nuestra historia, de la literatura de Estados Unidos, el cine, la alta cultura y la baja. Adicto a la chismografía profunda del México superficial, sigue las luchas de Othón Salazar y Rubén Jaramillo, apoya la revolución derrocada de Guatemala y muestra simpatías ambivalentes por la cubana. En una manifestación verá con fervor a Frida Kahlo en silla de ruedas y ya en olor de santidad revolucionaria.

Tenemos aquí al preparatoriano de San Ildefonso, al universitario que nunca será académico y ya fue director de la audioteca Voz viva de México, controversial colaborador de la Revista de la Universidad y responsable, en Radio ídem, de El cine y la crítica, el mejor teatro político radial que se recuerde, y La hora de los niños, “intento satírico y paródico levemente fallido donde la responsabilidad exclusiva se volcó en la revista Mad”. Allí fue profesor de química, hondureño, novelista policial, director de una estudiantina y actor que amenaza con huelga de hambre en caso de no hacer el Hamlet. Esa “Época de Oro” se vino abajo el día que el secretario general de la UNAM oyó por casualidad el programa.

Profético, el autobiógrafo baladronea que de la emisora no saldrá “sino por la fuerza de las bayonetas”, lo cual ocurrirá dos años después cuando el Ejército ocupe Ciudad Universitaria.

En 1965 pasa una inexplicable temporada en Harvard, donde se pone sarape para cantar “Cielito lindo” y en el reventón conoce a Norman Mailer. Viaja a Nueva York, escucha a Allen Ginsberg, se aburre con Andy Warhol, regresa a México aquejado de nostalgia patriotera y concluye su relato con una claridad que 44 años después sigue hablando de la misma persona:

“No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante, la recuerdo siempre ligada a las generaciones anteriores en el empeño de ahorrarse trabajo, de disfrutar lo conquistado por otros. La veo inerte, envejecida de antemano, lista para checar y reinar. Aunque, desde luego, admito y admiro y trato cotidianamente a las excepciones, las gloriosas, insólitas, renovadoras excepciones. Me apasionan mis defectos: el exhibicionismo, la arbitrariedad, la incertidumbre, el snobismo, la condición azarosa. No sé si pueda llevar a cabo una obra siquiera regular, pero no sirvo para las finanzas o la política. Me aterra terminar. Tengo 28 años y no conozco Europa”.

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