Diego y la pasión de las masas meridionales

Andrea Ruben Pomella y Miguel Mellino* | Traducción: Fabrizio Lorusso

[Desde Jacobin Italia]

Maradona mueve, divide incluso después de muerto, tranca cualquier visión (de clase y de raza) conciliadora y pacificadora. Hace falta interrogar, sin rémoras morales o moralistas, esta identificación popular, que va más allá de lo que ha sido.

Ernesto Laclau nos había avisado: el populismo del Sur del mundo (que no es para nada el del Norte) vuelve a la escena cada vez que su histórico significante vacío – el síntoma de aquella herida colonial que a punta de fierro y fuego introdujo el continente en la modernidad – se condensa y se materializa en una figura particular. Aquella figura, justo en cuanto significante vacío, deja de representarse tan solo a sí mismo para incorporar en su interior una multiplicidad de instancias, demandas, identificaciones, sujetos – subalternos y subalternas, populares, contracorriente, históricamente reprimidas, anticoloniales.

No cabe duda de que inmediatamente después de su muerte la figura de Diego Armando Maradona dio un rostro humano a este espacio; más bien, quizás, se puede decir que tal espacio – como el regreso de una multitud históricamente oprimida – se ha materializado en la figura humana de Diego.

Es otra manera de enunciar la célebre expresión de Eduardo Galeano: Maradona es el más humano de los dioses.

En el momento del duelo colectivo las pasiones de Diego, sus identificaciones – desde su lucha contra el poder global del futbol al tatuaje del Che, desde Fidel y Cuba a Nápoles, del Boca Juniors al ALCA-no-global de 2005, de las Madres de Plaza de Mayo a Chávez, Lula y el kirchnerismo – no hacen más que movilizar, convocar, los múltiples hilos ontológico-existenciales-sentimentales de un drama histórico (y global) marcado en la sangre y todavía inacabado.

¿Acaso hay algo más decolonial (y populista en el sentido de Laclau) que aquella mano de Dios suministrada a los ingleses por un chaval nacido en una “villa”, en un barrio de chabolas como Fiorito, en la periferia de Buenos Aires? ¿O que ese milagroso tiro libre desde dentro del área penal contra la Juventus en el estadio San Paolo de Nápoles?

Poco importan los hechos en sí mismos, lo que cuenta es que así son sentidos, cuenta la singular cadena de significación dentro de la cual se insertan, los afectos que mueven. Y la política es movida también por afectos. Como Muhammad Ali, Diego podía expresarse a sí mismo sólo con el lenguaje de las pasiones y de las identificaciones, ciertamente no podía hablar la lengua (toda occidental) de la razón discursiva, no podía identificarse con los significantes fáciles del poder, con la miseria sin alma de la historia de los ganadores.

Diego “El Pelusa” era extroversión, estética, exceso, indisciplina, trasgresión, religiosidad y fe popular; aquella libido subalterna y decolonial que, una vez salida del subsuelo de la sociedad, no sabe quedarse dentro de las históricas convenciones-prisiones (civiles, blancas y burgueses) de la forma. Era así como jugaba también al futbol, esperando siempre el momento de lucir la elegancia de aquel toque o gesto inesperado. Diego era el rebelde que no quiso sentarse en la mesa de los buenos modales porque sabía, por intuición, que aquella mesa no había sido puesta para escoria como él, y que, allí sentado, siempre habría sido ridiculizado, inferiorizado, desnaturalizado.

Con todas sus contradicciones, era ésta la “pulsión subalterna” que Diego transmitía y transmite a su “pueblo”, tanto en una nación como la Argentina, construida, como todas las realidades coloniales, sobre la negación y el odio racista contra el goce de todos aquellos que no son blancos y/o de origen europeo (Diego era considerado por las élites argentinas como otro “negro de mierda enriquecido e ignorante”), así como en una ciudad como Nápoles en la cual, en el vientre de Europa, él reencontró a su Villa Fiorito.

“Quiero ser el ídolo de los chavos pobres de Nápoles porque ellos son como era yo en Buenos Aires”. Y los y las napolitanas siempre han sabido que él era como ellas y ellos, sujetos colonizados y racializados, hambrientos de rescate y dignidad. Diego siempre ha encarnado el orgullo maleducado y desafiante de la plebe, la plenitud ausente de su propia microhistoria, de su propio barrio, de su vida de siempre, la “sangre del potrero” (como se llama en Argentina la esencia de la cancha cerca de casa), la reivindicación del “chico malo”, la estética del desobediente, pero sobre todo la liberación de la pobreza y el sufrimiento con sus propios medios, o bien, en autonomía, con la soberbia de quien sí lo logró sin la limosna de los poderosos. Por eso, Diego encarna una de las identificaciones más potentes y populares del odio de clase.

Tiempo atrás le dijo en la cara al ex presidente de Argentina Mauricio Macri: “¡Echaste a perder a dos generaciones!”. Diego era esto, la indócil insolencia de las pasiones auténticamente subalternas, no acomodadas. Supo personificar el anhelo popular de un inagotable carnaval bachtiniano, la felicidad desordenada y exagerada del pueblo, el desahogo catártico de aquella multitud de sujetos que odia al poder porque Sí.

Diego mueve, divide incluso de muerto, tranca cualquier visión (de clase y de raza) conciliadora y pacificadora. Nos conmueve y nos hace llorar, nos baja a lo profundo, sin entender bien por qué, y aun sabiendo de él lo que en este momento no queremos recordar. Interroguemos, entonces, sin rémoras morales y moralistas nuestra identificación, puede ser otra de las formas para romper el aislamiento al que nos obliga la pandemia. Como recita la canción cumbiera de Rodrigo, su gran amigo cantante fallecido en un accidente carretero hace unos años: ¡Te queremos Diego! Sos la mano de Dios, Maradó, Maradó…

*Andrea Ruben Pomella y Miguel Mellino

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