Desde las aulas se puede acompañar la búsqueda y la exigencia de justicia

May-ek Querales Mendoza / GIASF*

Otro septiembre nos ha alcanzado y en varios espacios escolares vuelven a colocarse 43 sillas vacías para representar los lugares que han dejado los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, desaparecidos desde 2014. Espacios, en plural: los de hijos, los de estudiantes y los que ocuparían como maestros normalistas en un México que reproduce discursos meritocráticos y olvida que las condiciones estructurales marcan las posibilidades de inserción escolar y desarrollo profesional. 

Uno de los grandes méritos de las escuelas Normales Rurales ha consistido en aproximar los saberes escolarizados a sectores de la población que habitan en condiciones de vulnerabilidad. Y no sólo eso, en estas escuelas las aulas han sido espacios que dotan a les estudiantes de saberes útiles para la vida cotidiana, algo que llega a dejarse de lado en muchas otras instituciones escolares.

La figura de los 43 estudiantes de Ayotzinapa ha resultado significativa en muchos niveles. Uno de ellos es que ha abierto la posibilidad de reflexionar sobre los espacios de enseñanza-aprendizaje que se han visto trastocados por la desaparición. A más de 60 años del primer registro oficial sobre la desaparición de una persona en México, resulta pertinente reflexionar sobre estos espacios y las modificaciones que la desaparición de personas está produciendo en ellos. A partir de septiembre de 2014 podríamos pensar que, de manera colectiva, hemos aprendido a considerar a otres docentes que han sido desaparecides y los vacíos que han dejado en las aulas. Pero no es así, pues poco se habla sobre las violencias que se han filtrado a las aulas, y menos se tiene un balance sobre cuántos profesores han sido desaparecides en años recientes. 

Lo mismo ocurre con les estudiantes; en la conmemoración a veces olvidamos a las y los jóvenes que han crecido en medio de múltiples violencias y de las ausencias producidas por graves violaciones a derechos humanos. Muchos de los colectivos de personas en búsqueda y organizaciones acompañantes han realizado diagnósticos y dan seguimiento a la situación de las hijas e hijos de personas desaparecidas, y les procuran acompañamiento psicosocial y legal para facilitar su acceso a los apoyos económicos impulsados por algunos programas gubernamentales. Sin embargo, este soporte sólo se construye desde y para la comunidad de personas buscadoras.

A través de los registros oficiales (visualizados desde el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No localizadas) sabemos que hasta el 13 de septiembre de 2022 había 105 mil 569 denuncias por desaparición de personas, pero no contamos con un panorama de las hijas e hijos que han se han convertido en buscadores. No sabemos cuántos de ellas y ellos han logrado ingresar al sistema educativo, en qué niveles se encuentran y cuántos han logrado que la educación universitaria sea parte de sus trayectorias de vida.

Cada año ingresan a las aulas universitarias estudiantes cuyas vidas han sido atravesadas por graves violaciones a derechos humanos: desaparición, feminicidio y masacre, por citar solo algunas. A partir de esos itinerarios, ellas y ellos han orientado sus elecciones para profesionalizarse. La mayor parte del tiempo, lo hacen con la intención de contribuir a los procesos de búsqueda de justicia, impulsados por su familia o por quienes les han acompañado, y en atención a ello eligen carreras dentro del espectro de las ciencias sociales (sociología, psicología social, antropología, derecho o trabajo social).

Los discursos meritocráticos ocultan que la universidad, como institución de certificación para los saberes, no es un espacio de acceso equitativo para todas las personas. Ingresar a sus aulas representa un gran reto, particularmente cuando las y los aspirantes habitan en condiciones de vulnerabilidad. Las graves violaciones a derechos humanos agregan una carga adicional a dichas condiciones. Lamentablemente, en aras del principio de igualdad, las instituciones de educación pública superior no han diseñado aún programas de inserción para jóvenes sobrevivientes a formas graves de violencia.

Hoy, como en la década de 1970, resulta relevante la crítica hecha por Paulo Freire a la lógica bancaria del sistema educativo hegemónico. De acuerdo con dicha lógica, las personas encargadas de un aula sólo tienen como tarea depositar en las y los estudiantes los conocimientos reconocidos por la institución educativa como necesarios para que las personas sean funcionales en la sociedad. En ese marco, la única tarea de las y los estudiantes sería memorizar la información que se les comparte.

El problema es que la memorización no permite el diálogo, ni brinda espacio a las preguntas que se hacen las personas cuando están aprendiendo. Los espacios de aprendizaje necesitan escuchar las preguntas que hacen las hijas e hijos de personas desaparecidas a los textos de los grandes teóricos, sus trabajos de investigación cuestionan las formas hegemónicas de enseñanza en las que los saberes no dialogan con la realidad política y económica de les estudiantes.

En México los programas educativos de las ciencias sociales apenas han sido actualizados para incorporar el estudio de las metodologías que permiten la comprensión y el análisis de las violencias ¿de qué sirve el conocimiento si no dialoga con la realidad de les estudiantes? Estos programas pueden complementarse con un ejercicio de diálogo en las aulas que permita construir relaciones significativas entre la teoría y los saberes que las y los hijos de personas desaparecidas han construido desde sus trayectorias de vida. 

De acuerdo con Freire y otros pedagogos, el conocimiento encerrado entre los muros de la academia resulta ornamental y hueco. Sólo el diálogo entre los saberes académicos y los saberes que las personas construyen y elaboran en su vida cotidiana abrirá una ruta posible para transformar la realidad. Como nos dice Cecilia Fierro [1], cada escuela construye su propia realidad social a través de las interacciones que se promueven en sus espacios. Si en el modo de ser escuela está su propia contribución, también desde las aulas se puede acompañar la búsqueda y la exigencia de justicia. 

*May-ek Querales es Representante de la Asamblea de coordinación del GIASF, Doctora en Antropología Social, con experiencia docente a nivel licenciatura en la UNAM desde 2007, ha impartido seminarios de metodología en la maestría de Antropología Social del CIESAS, de teoría y metodología en maestría y doctorado de la UAEM y en la ENAH.

El Grupo de Investigaciones en Antropología Social y Forense (GIASF) es un equipo interdisciplinario comprometido con la producción de conocimiento social y políticamente relevante en torno a la desaparición forzada de personas en México. En esta columna, Con-ciencia, participan miembros del Comité Investigador y estudiantes asociados a los proyectos del Grupo, así como columnistas invitadas por el mismo (Ver más: http://www.giasf.org).

La opinión vertida en esta columna es responsabilidad de quien la escribe. No necesariamente refleja la posición de adondevanlosdesaparecidos.org o de las personas que integran el GIASF.

Foto de portada: Jóvenes normalistas protestan en Paseo de la Reforma por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.  Hugo Salvador/Obturador MX

REFERENCIAS

[1] Escuelas y docentes en contextos de violencia y exclusión. Contribución a la construcción del tejido social, disponible en https://www.researchgate.net/publication/323295650_Escuelas_y_docentes_en_contextos_de_violencia_y_exclusion_Contribucion_a_

*Grupo de Investigación en Antropología Social y Forense

Publicado orignalmente en A dónde van los desaparecidos

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