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Desactivar un mundo en guerra, reencantar el futuro desde la poesía del común

Emiliano Teran Mantovani

Foto: Rebelión [Imagen: Recorrido de la Minga Indígena en Colombia, octubre 2020. Fuente: Inaldo Pérez – Alerta Bogotá]

«Florecemos en un abismo” (Rafael Cadenas, poeta venezolano)

Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible”. (Albert Camus)

I. Avasallante 2023: ¿nos enfrentamos a un neoliberalismo de tercera generación?

Guerra contra la Vida. Algo que retumba con mucha más fuerza al ver lo que nos deja el 2023. Guerra contra la naturaleza, agudizada: demanda mundial de petróleo que alcanza record este año, a pesar del cambio climático, las COPs y la anunciada “transición energética” global; crecen las dimensiones del extractivismo, aumenta la minería de minerales críticos y se expanden métodos y mecanismos de mercantilización de la naturaleza –en nombre de una supuesta “economía verde”. Crisis climática a tope: 2023 es ahora el año más caliente de la historia registrada, y algunas proyecciones adelantan los años en los que cruzaríamos el umbral de 1,5°C de aumento medio de la temperatura del planeta.

Y articulado con esto, guerra contra los pueblos. Además del avance de figuras de extrema derecha como Javier Milei en Argentina –y la reedición de las terapias de shock– o el islamófobo Geert Wilders en Países Bajos, y el notable impulso de la controversial inteligencia artificial, 2022-2023 es el par de años donde se desarrolla la mayor cantidad de conflictos armados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Unos retumban mediáticamente más que otros: poco se habla del drama que se está viviendo en Sudán –con más de 5 millones de desplazados–, o de Yemen, un poco más de Armenia y Azerbaijan; mucho más de Ucrania y Gaza. En esta última presenciamos probablemente de uno de los peores crímenes del siglo XXI, un genocidio extendido –cuya condena no exime los crímenes de Hamas–, que para fines de diciembre alcanzaba los 22 mil muertos en Palestina, de los cuales tenemos la devastadora cifra de más de 8.600 niños y cerca de 2 millones de desplazados, según ONU. Cifras que se enuncian en un soplo, pero que en realidad representan historias personales, las historias de Ahmed, Dalia, Hazem, Walid Ahmed, Muhammed, Fatma, Hamed, Jamil, Nazmi, miles de niños que encarnan, en una u otra forma, nuestras propias historias.

Las heridas que va dejando Gaza son muy profundas, y tienen impactos incalculables no sólo en esta población, sino en toda la humanidad. La agudización de esta larga crisis civilizatoria va propiciando estos nuevos acontecimientos, mientras que los nuevos acontecimientos intensifican la crisis civilizatoria. Todo muy conectado. Por ejemplo, ¿cuántas implicaciones políticas y sociales tiene, tendrá, presenciar pasivamente hoy una limpieza étnica; presenciarla justo en estos tiempos de desbordamiento, de democracias suspendidas y estados de excepción; en esta fase de la crisis global?

La crueldad extendida no sólo tiene la capacidad de socavar las posibilidades de empatizar entre personas y culturas, sino también amplía el umbral de permisividad; representa un nuevo incentivo para el “vale todo” como política global. Algo que va minando las propias bases de la estructura de derechos humanos, por lo que tiene un impacto muy negativo para toda la población global.

Ante esta evolución de la crisis civilizatoria, es inevitable preguntarse, ¿a qué nos enfrentamos hoy?, ¿a qué nos enfrentaremos? Podríamos tratar de examinar qué forma de capitalismo estamos viviendo –capitalismo digital, turbocapitalismo, necrocapitalismo, crack-up capitalism, etc, etc–, de las economías digitales, nuevos sistemas de control, vigilancia y biopolítica; masiva precarización del mundo del trabajo, ingeniería social, inteligencia artificial, cadenas de valor globales más flexibles, crimen organizado transnacionalizado, y un largo etcétera. Vasto debate. Sin embargo, lo que quizás nos parece más importante resaltar es la relación entre los límites planetarios (ecológicos, geográficos, energéticos) y la acumulación de capital sin fin. Hoy nos enfrentamos a esta contradicción en su máximo esplendor; una contradicción existencial. Se ha llegado a un punto de quiebre. Hay demasiados obstáculos para mantener la “salud” y la expansión de los circuitos de acumulación capitalista; pero al mismo tiempo, se intensifica la búsqueda extrema, radical, a cualquier costo y en los ámbitos más insospechados, de los medios para sostener dichos procesos acumulativos. El capitalismo siempre fue rapaz y violento, pero hoy, cada vez siente menos la necesidad de guardar protocolos y rituales normativos, de tener escrúpulo alguno; hoy se siente desinhibido, cínico, se posa sobre el creciente nihilismo y la abrumadora fragmentación del mundo. En el escenario actual, la cotización en Wall Street de los derechos de uso del agua o el delirante ‘rompe-reglas’ Elon Musk, son algunas expresiones de ello.

Podríamos por tanto, hablar de un neoliberalismo de tercera generación en desarrollo: no sigue la tradicional receta ortodoxa del llamado ‘Consenso de Washington’; ni su versión heterodoxa, más potable, híbrida, más versátil y flexible, el ‘neoliberalismo mutante’; sino que representa un neoliberalismo extremo –la radicalización del capitalismo radical– que, persiste con sus lógicas privatizantes, mercantilizantes, desregularizadoras y corporativizantes, pero desafiando y abatiendo toda regla, estableciendo de un régimen de guerra permanente contra la sociedad y la vida, desarrollando tecnologías de control que permitan sustituir los protocolos institucionales de tradición liberal-republicana.

Pero en este contexto, hay por tanto que hablar no sólo de ejercicios de poder desde arriba, sino de procesos de subjetivación, desde abajo. Porque si ha habido algo que también ha acompañado a la evolución del neoliberalismo, es que ha sido socialmente muy contestado, generando numerosas protestas y estallidos en su contra. ¿Ha cambiado el escenario social desde las primeras generaciones de neoliberalismo? Parece que sí. Estamos ante importantes cambios en las subjetividades políticas, incluso en la psique colectiva. Cambios que se canalizan de maneras variadas en tiempos de enorme descontento social, hartazgo y malestar civilizatorio; pero también de desprendimiento ideológico, de confusión y extravío en el vacío de la inmediatez, de pragmatismos, post-verdad, teorías de la conspiración. Algunas expresiones sociales revelan síntomas de ruptura con el entramado social, neurosis global, desgarramiento, auge de las pulsiones tanáticas, que incrementan el amor por el rifle y la motosierra. Casi 14 millones y medio de votos obtuvo Javier Milei; aunque perdió en Brasil, para Bolsonaro fueron más de 58 millones de votos en las elecciones de 2022. Según CID Gallup, Bukele tiene un 93% de preferencia para las elecciones presidenciales de 2024. Podemos seguir con Trump, Vox y Ayuso, AFD, etc.

Con la llegada de Milei a la presidencia argentina, re-emergen las muy contestadas terapias de shock. Estamos probablemente ante un experimento social: experimentar nuevamente con la terapia de shock, pero ahora 30 años después, cuando las condiciones sociales han cambiado. Cuando, un porcentaje de la población parece aplaudir al anunciar el sufrimiento que va a vivir ante un nuevo “There is no alternative” (ahora al ajuste). Experimento que quizás busque la compensación a este sufrimiento en una política de securitización. Más policías y militares sería una de las expresiones de reivindicación social y libertad. Experimento que tendrá impacto regional, sino global; que otros gobiernos latinoamericanos examinarán, a ver cómo sale, a ver cómo reacciona la población, a ver si hubiese un ejemplo que seguir.

¿Cómo reaccionará la población ante el nuevo traumático ajuste?

Si en efecto, se configura un neoliberalismo de tercera generación, esto está apenas en formación. Estamos probablemente en plena transición hacia otra variante del capitalismo, pero a la vez todo está en reacomodo en este mundo acelerado. Se mueven las placas tectónicas del sistema. La crisis es muy profunda.

II. Inquietante 2024: ¿con qué respondemos ante este escenario?

En 2018-2019 hubo protestas y estallidos populares reivindicativos en casi toda América Latina, algo para no olvidar. En general, tuvieron saldos positivos, revelaron en algunos casos ciertos cambios de perspectivas políticas (Chile, Colombia, por ejemplo). Luego llegó la pandemia, la cual imprimió una gran fuerza desmovilizadora. ¿Lo cambió todo la pandemia?

Difícil saber tan pronto el carácter de los cambios en el ámbito de las movilizaciones sociales, si son sólo coyunturales o la expresión de una ‘nueva normalidad’. Probablemente se están solapando temporalidades, que evidencian la conexión entre problemas estructurales y reacciones a dinámicas del momento. En todo caso, un elemento que para nada desaparece es el descontento social profundo, ese hartazgo que puede ser reactivo, pero que también hay que leerlo como la mezcla entre, por un lado, un malestar mucho más profundo, histórico, orgánico, en cierta forma existencial, ante un sistema global en crisis; y por el otro, una pulsión de (re)existir, un agonismo vital, que constituye al propio sujeto político. Este malestar popular actual está en disputa: a veces se ilusiona con una nueva aventura progresista o se arrima al mal menor; a veces muestra su total rechazo al sistema político con masivas abstenciones, pero a veces solicita más Estado o política pública; a veces engrosan los seguidores de los extremismos; o lo capta las iglesias evangélicas, el crimen organizado, entre otros. Este malestar es profundamente movible, volátil; configura campos sociales contradictorios, los cuales no se pueden interpretar sólo desde credos ideológicos propios; campos con los que hay que dialogar, construir alternativa. Este, sigue siendo un juego abierto.

La guerra contra todo, como toda guerra, parece representar una fuerza polarizante que hace que el mundo se debata entre dos caminos: uno, el de la disputa violenta por los recursos y la (re)conquista de territorios; el otro, las luchas en defensa de la vida en el planeta, y de todo lo que se pueda hacer para preservarla. Por eso, se levantan fuerzas socio-políticas bélicas, radicalizadas; mientras que también vemos otras manifestándose en defensa de la democracia, de los derechos sociales, contra la guerra, algo que se disputa principalmente en la arena política más amplia, que es lo público.

El 2023 también nos ofreció protestas populares masivas, por miles y millones en todo el mundo, contra la guerra en Gaza. Varias ciudades en India, Yakarta, Islamabad, Londres, Saná, Ciudad de México, Túnez capital, Ciudad del Cabo, Bagdad, Amsterdam, Roma, Estambul y Ankara, varias ciudades de Irlanda, La Habana, París, Kuala Lumpur, Madrid, Argel, Lagos, entre otras, impulsaron grandes movilizaciones pro-palestinas, aunque también hubo algunas pro-Israel. Una coalición de sindicatos aeroportuarios en Bélgica hizo un llamamiento a sus miembros para que se negaran a cargar o descargar armas destinadas a Israel. En los Estados Unidos, específicamente en los campos universitarios, se han dado las mayores movilizaciones desde la guerra de Vietnam, también en su gran mayoría a favor de Palestina.

Pero también, presenciamos en América Latina victorias importantes en la lucha anti-extractivista, producto de la organización popular. La que es quizás la más destacada de los últimos meses es la de Panamá, donde en octubre se realizaron movilizaciones compuestas principalmente por jóvenes, ambientalistas y sectores de las clases populares, que rechazaban el Contrato Minero, el cual permitiría la explotación de la mayor mina de cobre a cielo abierto de Centroamérica. En noviembre, como resultado de las protestas, la Asamblea Nacional de ese país sancionó una ley de moratoria minera indefinida que prohíbe el otorgamiento de concesiones y ordena rechazar las que están en trámite en todo el territorio nacional.

En el Ecuador, en agosto se celebró el referendo nacional sobre la explotación petrolera en la Amazonia, y sobre la minería en el Chocó Andino, en el cual, en ambas ganó con un amplio margen el rechazo a las actividades extractivas. Victoria muy significativa dado el hecho que los ecuatorianos hayan elegido la selva, los bosques, en el complejo, convulso y violento contexto ecuatoriano, representando además un ejemplo a seguir en otros países para avanzar en la transición energética justa y la construcción de alternativas económicas.

Otras movilizaciones destacadas son las de Jujuy contra las reformas del gobierno provincial de Morales y la expansión del extractivismo de litio; los logros de los movimientos contra el fracking en Colombia, que en 2023 han logrado que sólo falten 2 debates para que la prohibición de esta actividad y la extracción en yacimientos no convencionales se convierta en ley de la República. Estas y otra luchas sociales y ambientales, variedad de expresiones locales, territoriales y culturales, numerosas de ellas de las que se podrían contar grandes historias de la lucha en lo pequeño, representan referencias, fuentes de inspiración y esperanza ante el enigmático contexto.

Ciertamente, las protestas y movilizaciones no lo son todo. Hay una forma de política que está más al interior, una política de la territorialidad, de la proximidad, de la cotidianidad, de lo relacional, la corporalidad y los afectos, del común y la autonomía, que es más silenciosa, pasa mucho más desapercibida, pero que es, a fin de cuenta, el factor constitutivo de una transformación sistémica. No necesita esperar la llegada de un mesías, ni libretos ni promesas políticas; sólo son la emanación, en el aquí y ahora, de una otra sociedad no centrada en la acumulación, que proponga otros códigos de relacionamiento social y con la naturaleza. Emanaciones que, germinando aquí, allá y más allá, representan la posibilidad de convertirse en un nuevo orden sistémico. Lo pequeño es hermoso, decía el economista-ecologista Ernst Schumacher. Algo que recuerda que, en un contexto de caos sistémico, volatilidad e incertidumbre, de extravío político y del ser, el principio de orden está en la comunidad.

III. Reencantar el futuro desde la poesía del común

La verdad es que, en el fondo de esta crisis de empatía, de esta proliferación de brutales guerras y amor por los rifles, de esta neurosis global y psicópatas presidenciables, de esta hiper-individuación y masivos narcisismos digitales, está la alienación del sujeto de su vinculación con la otredad, con la naturaleza, con la trama de la vida. Dicho de otra manera, si se quiere recurrir a cosmovisiones indígenas amazónicas, que este pathos planetario se explica por la radical desconexión entre el sujeto y el cosmos, que son en realidad uno.

Todo está profundamente conectado. El planeta Tierra, que es el marco vital que nos abriga, nos abraza, pero que al mismo tiempo nos trasciende, del que los humanos somos apenas un componente, es literalmente una comunidad de vida que persiste a través de una red de correlación, cooperación e interdependencia. Abejas, hormigas, moscas de las flores, mariposas, abejorros y avispas, insectos que a veces pueden ser tan estigmatizados por el humano, polinizan, intervienen en la reproducción de las plantas y posibilitan buena parte de la producción alimentaria –beneficiando a unos 2 mil millones de personas–, sin contar con que intervienen en la conservación de los bosques. No podemos vivir sin ellos.

Los cruciales pero muy amenazados arrecifes de coral, compuestos principalmente por esta especie de animales-colonia que se forman por cientos o miles de individuos llamados zooides, contribuyen a su vez en la reproducción de un cuarto de toda la vida marina, la alimentación de millones de personas y la protección costera ante el oleaje y el aumento de los niveles del mar. No podemos vivir sin ellos.

El común está en las propias bases de la vida, la cooperación y la interdependencia son sostenes de la misma, aunque longevas ideologías, como el darwinismo sociopolítico, ha insistido en poner en la cúspide a la competencia como el factor prevaleciente en la evolución de las especies; o bien, la idea hobbesiana de ‘el hombre es el lobo del hombre’, el axioma del homo œconomicus de la escuela neoclásica; e incluso, la difundida premisa durante la pandemia de que ‘el virus es el humano’; y la guerra que el ahora presidente argentino Javier Milei le ha declarado al “colectivismo”, es decir, a todo lo que se oponga a su libertarismo.

Es al común a lo que se le declara la guerra. Pero el común por tanto, es también factor constitutivo de la especie humana, algo que nos ha enseñado desde sus saberes y prácticas ancestrales los pueblos indígenas, y que deberíamos tomar más en cuenta para abordar la crisis civilizatoria; pero también nos lo muestra los numerosos movimientos cooperativos de la región, las ollas comunitarias, los sembradores de agua, los animalistas y los movimientos agroecológicos, las experiencias de economía social y solidaria, o las redes de alimentación solidaria y los sistemas de trueque urbano y campesino que surgieron durante la pandemia en toda Latinoamérica para enfrentar sus impactos, hasta llegar a la extraordinaria experiencia del movimiento zapatista, que recientemente ha cumplido 30 años desde su emergencia.

Además de la lucha y la movilización, requerimos nuevos paradigmas sociales, concebidos desde y con la tierra y el conjunto de colectividades humanas y no-humanas; requerimos recuperar el común como un paradigma, no sólo para entender la política, sino la propia vida. Pero ello no pasa sólo por alcanzar la convicción, sino también el re-encantamiento. El deseo/placer sigue muy dominado por las tecnologías del individuo en el capitalismo, y por ideales de crecimiento, desarrollo, progreso y poder. Paradójicamente, el futuro en este sistema, aparece hoy como un paisaje en tinieblas, oscuro, de horror. Re-encantar la política y el futuro desde lo común, implica resaltar otras ideas de bienestar vistas desde lo colectivo; sanar las intoxicadas tramas relacionales humanas a través de diversos mecanismos pedagógicos, terapéuticos, ecológicos y comunitarios; promover otras corporalidades y emocionalidades, no determinadas por el patriarcado, la violencia y la mercantilización; reivindicar y rescatar las culturas populares locales, la espiritualidad y la sacralidad vinculada con la tierra, el efecto nutritivo del canto y el baile colectivo, y el goce del trabajo en la minga y la cayapa; re-impulsar los nexos con la naturaleza, con la tierra; y recuperar las banderas internacionales de la solidaridad entre pueblos.

El futuro que nos ofrece el capitalismo es desilusión, tristeza, marchitamiento; no tiene poesía. Pero el común tiene su propia poesía, viva, en el polvo del desierto del Sahara que viaja 6.000 km de distancia para fertilizar la Amazonía; en la vigilia que un grupo de elefantes salvajes hicieron fuera de la casa del conservacionista surafricano, Lawrence Anthony, para llorar su muerte; en la maravilla de un Tepuy; o en la liana de Borneo, que tiene semillas con grandes alas que les permite planear, para dispersarse y crecer en otros lugares. Re-inspirarnos en el propio milagro de la vida, re-enamorarnos de la comunalidad de y en la vida.

Paradójicamente tendremos que atender a las coyunturas cotidianas de los múltiples eventos extremos de la crisis civilizatoria, de la precarización de la vida, de la violenta ola ultraconservadora que se nos monta encima; y al mismo tiempo, buscar una transformación profunda, muy profunda, que sane esa trama relacional y de interdependencia que nos constituye. Buscar la creación de otros sujetos, de otra política, que seguramente es radicalmente diferente a lo que domina hasta ahora. No sabemos si aún tenemos tiempo, pero hay que hacerlo.

*Emiliano Terán Mantovani. Sociólogo de la Universidad Central de Venezuela, ecologista político y máster en Economía Ecológica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Investigador en ciencias sociales y mención honorífica del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2015 por el libro ‘El fantasma de la Gran Venezuela’. Participa en el Grupo Permanente de Trabajo Sobre Alternativas al Desarrollo organizado por la Fundación Rosa Luxemburgo, en el Grupo de Trabajo CLACSO sobre ecología política y ha colaborado con el proyecto EjAtlas – Justicia Ambiental con Joan Martínez Alier. Hace parte de la Red Oilwatch Latinoamérica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Publicado originalmente en Rebelión

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