Este es un contenido de la Unidad de Investigaciones Periodísticas de CulturaUNAM, publicado en su sitio Corriente Alterna, disponible aquí. Para leer más historias, visita corrientealterna.unam.mx
Ilustración: René Zubieta
Cuando decidimos escribir sobre los problemas de las mujeres scouts optamos por hacerlo desde el cariño, el cuidado y la escucha. Narrarnos desde la dignidad.
“La persona es más que la guerra”. Así se titula el primer capítulo de La guerra no tiene rostro de mujer, de la escritora y periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich. Lo que en él sugiere la autora —y que luego desarrolla a lo largo del libro— es enorme: el periodismo necesita problematizar las narrativas que quedan ahogadas bajo la inmensidad de la Historia; en este caso, las que refieren a las mujeres.
¿Qué historias se han contado de La Guerra?, nos preguntamos al leer a Alexiévich. Pero, aún más importante: ¿qué historias se dejaron de contar? ¿Cuántos matices, conversaciones y sentires se pierden cuando se impone un relato único? ¿A quiénes y qué recuperamos al escuchar atentamente lo silenciado?
La Guerra es sólo un ejemplo entre el océano de narrativas hegemónicas que luego ocupamos para representar nuestra vida. Existe una Historia de la Guerra, una Historia del País, una Historia de las Mujeres. Que estas narrativas sean únicas es grave porque las historias crean sentidos, asignan valores, definen nuestras rutas.
El problema de la historia única —lo dice la escritora nigeriana Chimamanda Adichie— son los estereotipos que genera. Y el problema de los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos.
Las historias tienen poder: tejen los mundos que nos habitan y habitamos.
Es por todo esto que asumimos la necesidad de matizar siempre: respetar la naturaleza paisajística de contar, escuchar y escribir. Narrar a las jóvenes scouts implica narrar, también, a las nuestras, a nuestras ancestras, contemporáneas y, por lo tanto, a nosotras mismas.
Cuando decidimos acercarnos a las múltiples y diversas historias que nos compartieron las mujeres scouts decidimos también hacerlo desde tres actos plenamente políticos: el cariño, el cuidado y la escucha.
¿Cómo narrar la violencia que se ejerce contra las niñas, jóvenes y mujeres scouts y, a la vez, evitar a toda costa totalizar –juzgarlo como una sola cosa– al movimiento scout?
Nos preocupaba que nuestro trabajo periodístico propiciara una reacción contra las mujeres scouts; que, luego de luchar durante tanto tiempo por crear o hacer suyo un espacio seguro dentro de los scouts, nuestra intervención fuera utilizada por la Asociación de Scouts de México para expulsarlas y despojarlas de su espacio.
Es decir: que la labor periodística abonara al trabajo sucio de los encubridores o de los perpetradores.
Al hablar de Los Scouts, en general y sin distinciones,también las enunciamos a ellas. Narrarlas como un grupo aparte sería validar a las autoridades scouts y otorgarles el poder de la no inclusión. Necesitábamos señalar y denunciar las violencias que vivían en sus espacios, pero sin arrebatárselos ni convertirnos en cómplices involuntarias de los arduos intentos por expulsarlas. Nos propusimos narrar la violencia ejercida en contra de ellas –y denunciada por ellas mismas–, pero sin borrar el actuar resistente que han mantenido en colectiva.
El foco, entonces, se mantuvo en esos destellos que nos aclararon la importancia de narrar a otras mujeres no desde las humillaciones que sufren sino desde la dignidad que construyen. Históricamente, las mujeres no hemos sido narradas desde la dignidad. Insistir en la violencia y en la humillación de la que fueron víctimas representaba un peligro: vulnerar no sólo a las niñas, mujeres y jóvenes que compartieron sus testimonios con nosotras sino, también, a nuestras lectoras; incluso, a nosotras mismas.
Narrar desde la dignidad y la resistencia podría ser una forma valiosa y efectiva de construir políticas del cuidado. Negar espacio al lenguaje detallado, y hasta frívolo, con el que suele describir en la prensa las agresiones sexuales, emocionales o psicológicas; para tejer, en su lugar, las acciones, los ya bastacolectivos, los apapachos, las decisiones de arrebatar los espacios, permanecer en ellos y reivindicarlos. Todo eso ayudaba a mantener encendida la llama de las mujeres scouts. También nos daba la posibilidad de encender velas propias, alumbrar nuestras propias penumbras y guiarnos en el camino.
Derrumbar la historia única de las mujeres como víctimas eternas y señalar la importancia —y la existencia— de la resistencia en los sitios más adversos es importante para nosotras, como mujeres jóvenes.
¿Cómo queremos que sean narradas nuestras historias? ¿Cómo queremos leer la historia de violencias ejercidas contra las nuestras, que podríamos ser —y hemos sido— nosotras? ¿Queremos leernos en términos de agresiones narradas con detalle y morbo, que lo único que hacen es dolernos en el cuerpo? ¿O queremos que las palabras que nos enuncien nos inviten también a la acción, a resonar con esa marcha que tumba muros y quema vallas?
Elegimos mirar la violencia cómo una forma más de narrar una historia. No la única. Ni la completa.
Elegimos narrar y narrarnos desde el cuidado.
La historia completa la contamos nosotras.
Con nuestros colores.
Con nuestros matices.
Con nuestras voces: distintas, diversas y dignas.
Publicado originalmente en Corriente Alterna