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Décadas después, Perú sigue atormentado por sus fantasmas y sus desaparecidos

Loïc Ramirez

Foto: Miembros de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, en Ayacucho, en febrero de 2020. De izquierda a derecha: Juana Carion Jaulis, Rodomila Segovia Rojas, Teresa Huicho Urbano, Adelina García Mendoza, María Elena Tarqui Palomino y Julio Chuchón Prado.(Loïc Ramirez)

Desde la calle, pasaría casi desapercibido. Un edificio de dos pisos, igual a los demás, que podría acoger modestos apartamentos. Únicamente el fresco pintado en la fachada llama la atención del visitante. Distinguimos botas militares, mujeres con el semblante triste y niños, todo ello sobre un fondo azul que se confunde con el cielo. Situado en la ciudad de Ayacucho, provincia de Huamanga, en el centro del país, el Museo de la Memoria es el resultado de una larga lucha colectiva. Representa un auténtico logro.

“El Estado no supo mostrar interés por las víctimas del conflicto”, explica amablemente Adelina García Mendoza. Nacida en 1965, esta menuda mujer, ataviada con el sombrero y la pollera tradicionales de los Andes, es la actual presidenta de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP). Junto a otras voluntarias, acoge a los turistas que acuden a visitar la exposición permanente del museo. “El edificio se inauguró en 2005”, comenta para luego precisar que la asociación “fue fundada en 1983, pocos años después de que empezaran las violencias”.

Aunque no se vio afectado por la ola de protestas que sacudió la región sudamericana durante el otoño de 2019, Perú es un país habituado a sufrir multitud de convulsiones. Pese a registrar un crecimiento económico constante desde hace varios años, perduranlas desigualdades sociales.

Justamente fueron esas desigualdades las que originaron, en el pasado, el conflicto desencadenado en el país andino. “Las violencias”, el “conflicto interno” o incluso “el terrorismo”, términos que varían en función del interlocutor, hacen referencia en realidad a lo mismo: el período que se extiende entre 1980 y finales de los años 1990.

Durante esos años el Estado atraviesa una transición política. Supone el final del régimen militar que ocupó el poder tras un golpe de Estado en 1968, abriendo la vía a nuevas elecciones en las que se impuso Fernando Belaúnde Terry, en mayo de 1980. Partisano de una política liberal, el nuevo presidente se disputará el territorio nacional con distintos grupos armados como el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de inspiración marxista, y sobre todo la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso –oficialmente Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL)–, surgida ese mismo año. Fundado por un grupo de universitarios, Sendero Luminoso lanzará una “guerra popular” contra el Gobierno central e irá ganando presencia en prácticamente todo el país, incluida la capital.

La población civil, principal víctima de la represión

La localización del Museo no es casual. Justamente fue en Ayacucho donde nació ese movimiento. Marcada por una larga tradición de conflictos sociales y poblada principalmente por campesinos pobres, la región se convertiría en el epicentro de una guerra civil que costó la vida a más de 69.000 personas, según un informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (establecida en 2001 e integrada por representantes del Estado y de la sociedad civil), publicado en 2003. Achaca las víctimas a las distintas acciones (atentados con bomba, ejecuciones y ataques armados) por parte de los grupos insurrectos, por un lado, pero sobre todo, por otro lado, a la política de “tierra quemada” aplicada por el ejército para suprimir cualquier base de apoyo a los insurgentes. Una estrategia que afectó esencialmente a la población civil.

Entre las víctimas de la represión figura Angélica Mendoza de Ascarza, más conocida como “Mamá Angélica”. Nacida en 1929 en el departamento de Ayacucho, de una familia muy pobre, asistió impotente a la detención de su hijo Arquímedes, estudiante universitario de 19 años, por un grupo de soldados, el 2 de julio de 1983. Pese a sus esfuerzos por localizarlo, el joven nunca reaparecería. El 2 de septiembre de ese mismo año, Mamá Angélica fundó la ANFASEP junto con otras madres de desaparecidos. “Nos encontrábamos delante de la fiscalía o frente a las casas de abogados que nos ayudaban, sin gastos, a poner las denuncias sobre los seres queridos desaparecidos”, recuerda Adelina García Mendoza, que integró la asociación en diciembre de 1983, tras la desaparición de su esposo, detenido por el ejército.

“En 1984, 1985, la violencia creció y todas las mañanas nos despertábamos con nuevos desaparecidos o asesinados. Venían más madres, esposas, hermanas, llegamos a ser 400 mujeres al principio”.

En 1985, la asociación decidió crear una cantina popular para los niños cuyos padres desaparecieron o simplemente huyeron de la guerra en las montañas. Al no disponer de locales, al principio se instalaron en la Casa del Maestro, sede del sindicato de docentes. Más tarde, en 1990, la ANFASEP consiguió adquirir su propio local, que se convertiría años más tarde en el Museo de la Memoria.

A principios de 1992, las cosas se complicaron para la asociación. Alberto Fujimori, que había asumido la presidencia del país dos años antes, dio un “autogolpe de Estado”, suspendiendo la Constitución y disolviendo el Congreso, para luego acelerar la adopción de medidas neoliberales apoyándose en un ejército al que otorga total libertad en su lucha contra los insurgentes. “Alberto Fujimori llegó a acusar a Mamá Angélica de ser de Sendero”, relata García, “intentaron amedrentarla y entonces muchos empezaron a tener miedo a la represión y se fueron poco a poco, tanto que al final solo éramos 10 miembros”.

En los pasillos del museo nos contemplan decenas de rostros. Quizás cientos. En realidad miles. Para ser exactos “20.511 personas desaparecidas durante el conflicto armado interno”, como puede leerse en un cartel. Símbolo del horror de la época: el cuartel militar Los Cabitos, en Ayacucho, que se convertiría en centro de torturas y al que fueron conducidas numerosas personas que luego desaparecieron. Fue ahí donde, según todos los indicios, habían sido trasladados por última vez los familiares de Julio Chuchón Prado, en 1983. “A mi hermano lo detienen el 25 de agosto los militares y al día siguiente mi esposa, Nelly, va a la base para saber dónde está. Entonces también la detienen y hasta hoy en día está desaparecida”, nos explica uno de los pocos hombres miembros de la asociación. Padre de dos niños, se unió a la asociación buscando apoyos. “Venía a las reuniones con los dos hijos en brazos, que se dormían”, cuenta con emoción una de las integrantes. “Mi caso está ahora mismo en proceso de investigación, ojalá haya justicia”, prosigue Chuchón.

La lentitud de la justicia

En cuanto a la justicia, las autoridades peruanas se muestran vacilantes. La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ha sacado a la luz numerosos testimonios de las víctimas, pero sin que derivasen en sanciones contra algunos acusados, miembros del ejército. “Claramente, la verdad no es suficiente”, escribía en un artículo de 2007 Lisa J. Laplante, profesora de Derecho en el Centro de Política y Derecho Internacional de Boston, Estados Unidos, que trabajó en Perú como investigadora para la CVR.

Según esta especialista, las reparaciones económicas a las víctimas, aunque “juegan un papel simbólico importante” al “hacer al Estado responsable”, no son sino “un complemento necesario que provee satisfacción temporal mientras se espera el procesamiento criminal”. Habiendo estudiado el caso peruano durante muchos años, subraya que “la influencia política retrasa y a veces obstruye las investigaciones criminales y los enjuiciamentos”. Más recientemente, Jean Franco Oliveira Astete –abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú– enumeró en un texto los “problemas jurídicos materiales y procesales” en los casos vinculados con los crímenes perpetrados durante el conflicto, particularmente “la negativa por parte de las fuerzas armadas de dotar de información sobre las personas que se encontraban cumpliendo funciones” en esa época, así como la exigencia de “medios probatorios tradicionales, a pesar del tiempo transcurrido, el contexto y la complejidad de los delitos”.

Una situación que perdura y que denuncia igualmente Human Rights Watch en la actualidad: “Los avances en las investigaciones judiciales sobre graves violaciones de derechos humanos cometidas durante los 20 años del conflicto armado […] siguen siendo lentos y limitados”.

En Colombia, el proceso de paz con la guerrilla de las FARC, en 2016, desembocó en el establecimiento de un tribunal especial para juzgar los crímenes cometidos por las dos facciones beligerantes: los insurgentes, pero también militares y policías. Nada de esto ha ocurrido en Perú, donde el Estado ha sido el único vencedor del conflicto. “Hubo casos de personas que vinieron al museo para insultar”, nos cuenta Maria Elena Tarqui Palomino, secretaria de la organización. “Gente de Lima, sobre todo, llegan y dicen que todo es mentira, que los militares mataron a los terroristas y no a gente inocente… esto pasa a veces”.

Un caso más serio se produjo en 2017, cuando el museo fue objeto de una investigación en el marco de una acusación de “apología al terrorismo” presentada por diputados de extrema derecha. “Policías de la DIRCOTE [Dirección de lucha contra el terrorismo] vinieron y nos dijeron que aquí se hacía propaganda a Sendero, nos interrogaron”, explica la presidenta de la organización. “Al final su propio informe demostró que no era verdad”.

A pesar de todos los obstáculos, la lucha terminó dando fruto y ANFASEP ha obtenido algunos modestos logros. El 17 de agosto de 2017, la Sala Penal Nacional condenó a dos oficiales, destacados en el cuartel militar de Los Cabitos en 1983, reconociéndolos así responsables de múltiples desapariciones, torturas y asesinatos. Se trata de una sentencia histórica, pero que no satisface plenamente a los miembros de la asociación, máxime teniendo en cuenta que los dos inculpados huyeron del país y no han sido localizados. “El tiempo pasa y todavía hay 150 casos en proceso, todos de esa base de Los Cabitos”, afirma Adelina García. “Para nosotros decimos que casi no hay justicia”.

Este artículo ha sido traducido del francés.

Publicado originalmente en Equal Times

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