Cuando la pandemia de COVID-19 empezó a sentirse en el Perú en marzo de 2020, golpeó primero la ciudad de Lima, en la costa. Al parecer, estaba lejos de la Amazonía, una región donde hay muchas comunidades indígenas que viven en zonas de difícil acceso, con graves carencias de servicios públicos.
Sin embargo, aun en la capital, el virus afectó rápidamente a una comunidad amazónica: el barrio de Cantagallo, cerca del centro de Lima. Se trata de un asentamiento con casas precarias, sin servicios de agua y saneamiento, habitado principalmente por migrantes shipibo konibo, de la región amazónica de Ucayali.
Muchos son artesanos y sus ingresos dependen de lo que pueden vender por día, por lo que cuando se declaró la cuarentena, el 15 de marzo, les fue difícil solventar sus gastos. Cuando se reportó la primera muerte en el barrio, la policía estableció un cordón alrededor, lo que dificultó más el acceso a agua, alimentos y servicios de salud.
Las noticias sobre personas fallecidas por COVID-19 en Cantagallo llegaron rápidamente a la ciudad amazónica de Pucallpa, capital de Ucayali, al otro lado de los Andes. Allí hay una población shipibo konibo relativamente grande en la zona urbana y en las comunidades ribereñas.
A pesar de que aún no había llegado el virus a Pucallpa, Shimpukat Soria, un artista shipibo más conocido por su nombre artístico, Shimpu, escuchó que un colega artista en Cantagallo había caído enfermo y muerto de COVID-19. Sabiendo que la gente allí ya estaba en cuarentena, sin posibilidad de salir a buscar remedios, se puso en movimiento.
Él y otros jóvenes shipibo de Pucallpa recolectaron hojas de un arbusto conocido como matico, usado desde antaño por su pueblo para tratar heridas y reducir inflamaciones. Enviaron un cargamento a la costa al otro lado de los Andes hasta Cantagallo, el barrio shipibo en la capital peruana, que para ese entonces estaba en confinamiento porque los contagios se habían extendido.
“Era una forma de salvación, de sanación”, recuerda Shimpukat Soria.
América latina ha tenido algunas de las tasas más altas del mundo de contagios y muertes por COVID-19, pero la pandemia ha sido especialmente devastadora entre las comunidades indígenas amazónicas. Dispersas a lo largo de los ríos, con escaso acceso a agua potable y saneamiento, y a menudo sin siquiera centros de salud básica, estas comunidades dependen en gran medida de la medicina tradicional.
Al 14 de diciembre se habían reportado más de 73 000 casos entre los pueblos indígenas de las regiones amazónicas de los nueve países que comparten la cuenca, y más de 2100 habían muerto, según informes recopilados por la Iglesia Católica y la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), un grupo paraguas de organizaciones indígenas amazónicas.
El número real probablemente sea mayor, porque muchos casos y muertes no se reportan, señala Gregorio Díaz Mirabal, uno de los coordinadores de la COICA. De hecho, los pueblos indígenas son en gran parte invisibles en las estadísticas nacionales. Solo bien avanzada la primera ola de la pandemia, bajo presión de organizaciones indígenas y antropólogos, las autoridades de salud peruanas comenzaron a tomar nota del origen étnico de los pacientes con COVID-19.
Para los pueblos indígenas, la pérdida es grande. El virus, que tiende a ser más letal en personas mayores de 50 años, amenaza con cobrarse un precio desproporcionado entre los ancianos indígenas.
En el puerto de Nauta, sobre el río Marañón, a 100 kilómetros de Iquitos, al final de la única carretera pavimentada de la región Loreto, Ilda Ahuanari murió el 10 de mayo a los 78 años. Ahuanari, una mujer kukama, ayudó a revivir el interés por el idioma kukama en Nauta y pueblos vecinos, donde la generación siguiente a la suya había dejado de usarlo. Participaba con regularidad en un programa matutino en idioma kukama en Radio Ucamara de Nauta, y enseñaba su idioma a los niños a través de canciones, juegos y clases al aire libre en la Escuela Ikuari de la emisora radial.
Shimpukat Soria cree que la única forma de lidiar con el coronavirus en las comunidades indígenas es combinar las prácticas tradicionales con la medicina occidental. Los expertos en salud, incluidos los de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), están de acuerdo, pero la idea ha tardado en afianzarse.
El COVID-19 cogió al Perú desprevenido, pero el Gobierno reaccionó rápido y drásticamente. El primer caso confirmado se reportó el 6 de marzo y pocos días después, el 15 del mismo mes, el entonces presidente Martín Vizcarra anunció un confinamiento total, encerrando a todos los trabajadores menos los esenciales en sus hogares excepto para comprar alimentos o medicinas o buscar atención médica de emergencia. La medida, que inicialmente debía durar dos semanas, se prolongó hasta fines de junio, ganando tiempo para que el país aumentase el número de camas en las unidades de cuidados intensivos —apenas 200 en todo el país cuando se desató la pandemia— antes que resultasen insuficientes.
Pero el confinamiento tuvo consecuencias no deseadas. Alrededor del 70 % de los trabajadores peruanos depende de una economía informal y a menudo gana solo lo suficiente en un día para satisfacer las necesidades de ese día. Cuando se agotaron sus escasos ahorros, y la ayuda del Gobierno tardó en llegar, se vieron obligados a salir a buscar trabajo, violando las normas de confinamiento para poder alimentar a sus familias.
Tal fue el caso de Iquitos, la ciudad amazónica más grande del Perú y el área urbana más grande de la Amazonía que no es accesible por carretera. Para cuando el Gobierno declaró el confinamiento nacional, probablemente el coronavirus ya se estaba propagando silenciosamente a través de los atestados barrios adyacentes a los puertos y alrededor de los límites de la ciudad.
El primer caso se reportó el 17 de marzo y la primera muerte, el 30 de ese mes. La Dirección Regional de Salud fue sorprendida sin preparación y se apresuró a organizarse, reservando el hospital público regional especialmente para los pacientes con COVID-19. Sin embargo, ese hospital y otros centros de salud tenían poco personal incluso antes de la pandemia, y la región pronto comenzó a operar con aproximadamente la mitad del número habitual de médicos.
Algunos salieron de permiso porque estaban en grupos de alto riesgo, otros enfermaron o fueron puestos en cuarentena. De los 239 médicos fallecidos por COVID-19 en el Perú, 23 eran de Loreto.
En unas cuantas semanas, el hospital estaba sobrepasado. Los pasillos y las salas de espera se convirtieron en pabellones improvisados. Cuando no quedaron camas, los pacientes yacían en colchonetas en el suelo, cada uno sujeto por un tubo flexible a un cilindro de oxígeno. Algunas personas informaron que los cuerpos envueltos en sábanas se amontonaban más rápido de lo que podían ser retirados.
Luego, Iquitos se quedó sin oxígeno. La planta generadora de oxígeno del hospital estaba operativa solo en parte cuando sobrevino la pandemia, y la demanda superó rápidamente su capacidad. Familiares desesperados de pacientes en estado crítico hacían cola durante horas frente a las dos plantas generadoras privadas de la ciudad.
Fiel a la ley de la oferta y la demanda, el precio de un cilindro de oxígeno que habría costado unos US$150 en enero se había disparado a US$1000 en mayo. Las medicinas esenciales, también escasas, se volvieron inalcanzables para los familiares cuyos ingresos se habían evaporado. Los pacientes morían por falta de oxígeno. Otros, negándose a ir al hospital, donde serían separados de sus familias y podrían perder la vida de todos modos, morían en casa.
Extrañamente, el recuento oficial de casos aumentaba poco y el número de muertes se mantuvo estable durante días en torno a 90. Sin embargo, esas cifras eran una ilusión. En parte, el bajo recuento de casos se debió a la falta de kits de prueba: solo se contabilizaban oficialmente los casos que daban positivo y, siendo los kits escasos y el tiempo precioso, los médicos trataban a cualquier persona con síntomas como si fuera paciente de COVID-19. Hubiese sido sometido a la prueba o no.
Pero el bajo número de muertes tenía otra explicación aún más sombría: todos menos uno de los miembros de la Unidad de Epidemiología del hospital estaban enfermos con el virus, así que no había personal para actualizar los registros. Era un infectólogo, Luis Espinoza, quien dedicaba un poco de tiempo a poner al día la base de datos lo mejor que podía, dado el anticuado sistema en parte manual. Para mediados de mayo, tenía un gráfico alarmante que mostraba que el número de muertes era nueve veces el recuento oficial.
Ahora la cifra oficial es casi 1000, pero sigue siendo un subregistro, según Carlos Calampa, quien preside de la Dirección Regional de Salud de Loreto. Su oficina ha registrado 2456, pero estima que la cifra real serían unos 3500.
Dejados a su suerte, los indígenas se organizaron. En algunas comunidades, las familias abandonaron sus hogares y se adentraron en el bosque, construyendo refugios donde esperaban remontar la pandemia con alimentos que cazaban, pescaban o cultivaban en pequeños huertos. Otras comunidades intentaron cerrarse a la gente de fuera, pero eso resultó difícil, a medida que los familiares que habían emigrado a las ciudades buscaban regresar a casa cuando el dinero y la comida escasearon. Además, el aislamiento solo funciona si la comunidad tiene territorio suficiente para alimentar a todos sus miembros, situación que no siempre ocurre en las comunidades amazónicas peruanas.
La pandemia tardó más en llegar a Pucallpa, a pesar de que la ciudad tiene un enlace terrestre con la costa peruana densamente poblada. Pero las autoridades no emplearon ese tiempo para aprender de la experiencia de Iquitos y prepararse para una ola de pacientes, y el hospital de Pucallpa pronto también se vio sobrepasado.
Debido a que muchos indígenas se mostraban reacios a ir al hospital, Shimpukat Soria y los otros jóvenes que habían enviado hojas de matico a Cantagallo se organizaron. Denominándose el Comando Matico, comenzaron a promover remedios tradicionales, no solo hojas de matico, sino también jengibre, cebolla, ajo y eucalipto, entre quienes luchaban contra la enfermedad en casa. Una parroquia católica les prestó espacio para montar un refugio para pacientes que no querían ir al hospital, pero cuyas familias no podían cuidarlos en casa.
“Rompimos el protocolo”, dice Soria. “Hemos tenido contacto con las personas. Hemos utilizado vaporización, masajes corporales, conversar con el paciente. Hemos sido psicólogos también, [para] dar ánimo.”
Los miembros del Comando, que ahora son 12, incluido un chamán, usan una combinación de medicina tradicional y medicina occidental, con énfasis en el tratamiento de los síntomas en un esfuerzo por evitar que las personas se enfermen tanto que necesiten ser hospitalizadas.
Esto no se incluía en los mensajes oficiales del Ministerio de Salud, a pesar de que eran traducidos a los idiomas indígenas, sostiene Shimpukat Soria. Decirle a la gente que se quede en casa, cuando la mayoría de las actividades en las comunidades indígenas se llevan a cabo al aire libre, enfatizar el lavado de manos cuando se carecen de fuentes de agua potable y centrarse en la hospitalización en lugar de aconsejar a las personas sobre cómo tratar los síntomas y tranquilizarlas fueron medidas contraproducentes, añade.
Luis Gutiérrez Alberoni, pediatra especializado en salud intercultural, quien ha trabajado en salud intercultural con la OPS y ahora es consultor en el Perú, es del mismo parecer. “La medicina tradicional no es una pastilla”, dice. “Es una forma de tratarse integralmente, donde las hierbas son un elemento más de la cosmovisión.”
Y explica que la medicina tradicional adopta una visión más holística, esforzándose por restaurar la relación saludable de una persona con la familia, la comunidad y el medio ambiente, mientras que la medicina occidental se basa en la teoría de los gérmenes, con el objetivo de curar al individuo de la enfermedad.
Incluso en ciudades como Iquitos y Pucallpa, los indígenas buscan primero la medicina tradicional y consideran que la medicina occidental es complementaria, añade Gutiérrez.
En su opinión, cerrar la brecha entre las dos requiere diálogo. Los profesionales de la medicina occidental y las autoridades de salud, en particular, deben escuchar a los curanderos y miembros de las comunidades indígenas y aprender de ellos a fin de cerrar la brecha entre los dos estilos de atención en salud.
Shimpukat Soria quisiera que la Dirección de Salud del Gobierno en la región Ucayali, de la cual Pucallpa es la capital, reconozca los esfuerzos del Comando Matico y le brinde asistencia y alguna remuneración. Hasta el momento, el único reconocimiento ha provenido de grupos no gubernamentales, incluido un premio por innovación de la empresa telefónica Movistar.
Después de la primera ola de la pandemia, el albergue del Comando Matico en Pucallpa estuvo vacío por un tiempo. Sin embargo, para mediados de diciembre, estaba nuevamente con pacientes, lo que para Soria podía presagiar una segunda ola de infecciones.
Efectivamente, desde enero, el número de contagios en el Perú ha aumentado vertiginosamente, llegando en seis semanas al pico de muertes que se registraba en agosto del año pasado.
Las cifras en la selva reflejan esta realidad. En Loreto, la incidencia de casos de COVID-19 subió de 6 a 60 por 100 000 habitantes en el mes de enero y, nuevamente, hay desesperación por la escasez de oxígeno medicinal. En Ucayali, la incidencia aumentó de 18 a 67 por 100 000 en el mismo tiempo. En las dos regiones, las unidades de cuidados intensivos están casi a su máxima capacidad.
“Lo que buscamos [en Pucallpa] es un apoyo, que [el Comando Matico] sea parte fundamental de la Dirección Regional de Salud, y que nos incluyan como médicos tradicionales, para continuar nuestro trabajo”, dice Shimpukat Soria.
Imagen principal: Ritual con ayahuasca. Foto: Sebastián Castañeda para PxP
*Esta publicación es parte de un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina. Licencia Creative Commons, con mención del/los autor/es y la fuente (PxP).
Publicado originalmente en Mongabay Latam