Ilustración: Sebastián Damen
Ganadería, monocultivo de árboles y cultivo de arroz son algunas de las producciones características de Corrientes, una provincia donde lagunas y humedales abarcan el 35 por ciento del territorio. Y también es notoria la injusta distribución de la tierra: el 13 por ciento de las grandes estancias ocupan el 82 por ciento de la superficie agropecuaria.
Escoltada por los ríos Paraná, al norte y este, y el Uruguay, al oeste, la provincia de Corrientes se despliega a lo largo de 88.199 kilómetros cuadrados. El agua es una constante del paisaje correntino y se presenta en forma de ríos, lagunas y esteros, que ocupan alrededor del 35 por ciento del terreno y alimentan una sorprendente biodiversidad. Tal es el caso de los Esteros del Iberá, un tejido de humedales ubicado en el corazón de la provincia: segundo en extensión a nivel mundial y declarado sitio Ramsar por su importancia internacional para la conservación.
Este ecosistema, además, es un punto de referencia que divide a la provincia en dos grandes regiones: oriental y occidental. Al este, se ubican los departamentos con mayor superficie dedicada a la actividad agropecuaria, sobre todo a la ganadería y al cultivo de arroz, como Mercedes y Curuzú Cuatiá. Según datos del último Censo Nacional Agropecuario (CNA) —realizado en 2018 y publicado en 2021— el 69 por ciento de la superficie provincial está ocupado por la actividad agropecuaria y, de esta fracción, menos del ocho por ciento (unas 479.576 hectáreas) corresponde a implantaciones (principalmente monocultivos de pinos y eucaliptos). El resto del terreno se distribuye en otros usos, de los cuales el 80 por ciento se caracteriza por la presencia de pastizales, destinados al pastoreo.
Justamente, la ganadería ha sido, desde que se introdujo hace 400 años —según apunta la bióloga Renata Nicora Chequin—, una de las principales actividades económicas en la provincia. Poco más de tres millones de cabezas de ganado vacuno se distribuyen en 8.495 de las 10.945 explotaciones agropecuarias (EAP) registradas en el último censo. Le siguen en importancia, muy por debajo, el ganado ovino (con 488.723 cabezas) y equino (con 109.646 animales): el primero como fuente de carne y lana, principalmente, y el segundo como fuerza de trabajo y uso exclusivo de las chacras y estancias.
En cuanto a la superficie implantada, el 63 por ciento (322.801 hectáreas) corresponde a monocultivos de pinos y eucaliptos. Esta cifra contrasta significativamente con la relevada por el Consejo Federal de Inversiones en un informe presentado en 2018, donde señala que, ya para entonces, ascendían a 516.711 las hectáreas con monocultivos forestales.
Después de Misiones, Corrientes es la provincia con mayor superficie de “bosques” artificiales. El 37 por ciento restante se distribuye en otros cultivos, predominando el de arroz, con poco más de 71.000 hectáreas, que la convierten en la principal productora de este cereal a nivel país.
También se destaca el cultivo de forrajeras perennes como la brachiaria y la setaria (unas 31.000 hectáreas), la yerba mate (18.000 hectáreas localizadas en el noreste provincial) y el raigrás, una forrajera anual (más de 10.000 hectáreas). En la lista, siguen los frutales con una superficie que supera las 20.000 hectáreas, de las cuales poco más de la mitad corresponde al cultivo de naranjas.
Menos manos en la tierra
La actividad agropecuaria perdió más de 700 mil hectáreas entre 2002 y 2018, según indican los respectivos censos. En ese mismo lapso, las EAP descendieron de 15.244 (2002) a 10.945 (2018). En contraste, se observa un significativo aumento de las EAP sin límites definidos, que pasaron de 571 en 2002 (lo cual representó una abrupta caída desde 1988), a 1254 en el año 2018.
Los datos van a contramano del total país, donde este tipo de explotaciones descendieron en más del 37 por ciento en el mismo periodo, según refieren Eduardo Azcuy Ameghino y Diego Fernández en su análisis de los resultados del CNA 2018. Este tipo de explotaciones marcarían, según los autores, las unidades de producción asociadas con el campesinado tradicional y los pueblos originarios.
Al mismo tiempo, se observa una marcada concentración de las tierras: el 82 por ciento de la superficie total destinada a la actividad agropecuaria se distribuye en 1.233 EAP (con límites definidos) de más de 1.000 hectáreas cada una. A medida que crece el tamaño de las posesiones, decrece la cantidad de propietarios: 64 EAP de entre 10.000 y 20.000 hectáreas se reparten el 14 por ciento de las tierras y 23 fincas de más de 20.000 hectáreas ocupan el 15 por ciento del mapa. El 18 por ciento que resta de la superficie total se divide en 8.458 EAP de menos de 1.000 hectáreas y, de éstas, el 68 por ciento ocupa menos de 100 hectáreas cada una.
En síntesis: menos del 13 por ciento de las propiedades abarcan el 82 por ciento de la superficie total dedicada a la actividad, mientras más del 87 por ciento de las EAP se dividen el 18 por ciento restante de los suelos. En otras palabras: mucha tierra en pocas manos y muchas manos en poca tierra.
Pastizales y humedales versus monocultivos
Pese a la marcada predominancia de los pastizales, entre 2002 y 2018 se perdieron más de 1.300.000 hectáreas de estos ambientes. Esta merma de superficie se debe, según apunta Renata Nicora Chequin —quien además integra la organización Defensores del Pastizal—, a “un proceso transicional de la ganadería extensiva al monocultivo forestal” y agrega que “cada vez son más los campos ganaderos arrendados o vendidos para ese fin”.
Favorecidos por condiciones agronómicas aptas, un paquete legislativo afín (como las leyes nacional 25.080 y 26432 o provincial 6496) y exenciones impositivas, los clústeres forestales han irrumpido en la zona del río Uruguay y el borde más occidental de los Esteros del Iberá. Según apunta Emilio Spataro —licenciado en gestión ambiental y miembro de la Red Nacional de Humedales (ReNaHu)—, la promoción y desarrollo del sector forestoindustrial en Sudamérica es parte del diseño de políticas neoliberales, vinculadas con organismos bilaterales. Su impulso estuvo pensado como parte de la cadena de producción de papel, pero en general la madera sale de la provincia con “bajísimo valor agregado”, puntualiza.
No obstante, los monocultivos de árboles continúan expandiéndose y le ganan terreno a humedales y pastizales. Esto pone en riesgo el hábitat natural de muchas especies amenazadas y patrimonio cultural correntino, porque el pastizal, por ejemplo, “está fuertemente ligado a nuestras costumbres laborales, etnofarmacológicas, de vivienda, artesanales” y también a leyendas y personajes del lugar, según enumera Nicora Chequin.
Y lo mismo sucede con los humedales, que a falta de una ley que los proteja corren grave peligro. Contra una legislación de este tipo se expresó la Coordinadora de Entidades Productivas de Corrientes (que nuclea a sociedades rurales y asociaciones arroceras, forestales y citrícolas de la provincia). Fue en una declaración publicada en el marco del Plenario de Comisiones convocado en el Congreso de la Nación para tratar los proyectos de ley. Francisco Velar, productor ganadero y miembro de la Sociedad Rural de Corrientes —una de las firmantes— defendió su oposición a la ley y opinó que “va a ser paralizante de la actividad económica del país y el acta de defunción de nuestras economías regionales” .
Desde la organización socioambiental Guardianes del Y’verá salieron al cruce de estas declaraciones, al señalar que “lo único que mata a la producción es el deterioro de los ecosistemas, el cambio climático y la falta de gestión ambiental”.
“También la oposición de las cámaras empresarias forestales, representadas por AFOA (Asociación Forestal Argentina), a la ley de humedales, ha sido explícita desde el primer proyecto de ley, en el año 2011”, apunta Spataro y explica que este sector “tiene una clara conciencia de que una ley que llame al ordenamiento territorial de humedales, a priorizar sus servicios ecosistémicos, va en contra de los intereses económicos que ven solamente al humedad como un área vacante a llenar de pinos, eucaliptos o álamos”.
Además de las consecuencias que el modelo forestal tiene para el ambiente —al sustituir la diversidad por un monocultivo— “ha implicado un fuerte desplazamiento de comunidades rurales, con muchísimas situaciones de conflicto”, afirma Spataro y señala el departamento San Miguel como un caso testigo.
Por su parte, Nicora Chequin apunta que, en todos los tramos de la cadena forestal, los trabajadores se encuentran mayormente precarizados y enumera 461 casos (informados por los medios de comunicación entre noviembre de 2019 y octubre de 2021) de personas, incluyendo niños y adolescentes, que no estaban registradas o eran sometidas a regímenes de esclavitud.
Pese a los daños ambientales y sociales, la baja rentabilidad y la precarización laboral que denuncian desde ReNaHu y Defensores del Pastizal, la silvicultura cuenta con respaldo oficial. Como grafica Spataro: “Hay un fuerte acompañamiento y decisión del Estado de impulsar un modelo que es negativo para el ambiente y negativo para las comunidades”.
Agrotóxicos y muertes
Según los datos del Censo Nacional Agropecuario (CNA) 2018, la superficie tratada con agroquímicos (entre fertilizantes, fungicidas, herbicidas e insecticidas) asciende a poco más de 275.448 hectáreas en total, en el lapso de un año. Los frutales, según el registro, son las plantaciones más tratadas con estos preparados y, en el otro extremo, están las legumbres. Sin embargo, los datos no reflejan el uso de agroquímicos en cultivos industriales (como la yerba mate) o en los “bosques” implantados.
Más allá de los números, existe una realidad que no muestran los censos: las vidas afectadas y las muertes que producen los agrotóxicos. Corrientes sabe de eso. En 2011, Nicolás Arévalo y su prima Celeste Estévez se intoxicaron con endosulfán, en la localidad de Lavalle. Nicolás murió cinco días después. Tenía 4 años. Celeste, de 7, sufrió lesiones graves. Por estos hechos, el productor hortícola Ricardo Prietto fue enjuiciado y finalmente condenado por homicidio culposo en 2020. José Carlos “Kily” Rivero también tenía 4 años cuando murió, en diciembre de 2012. La autopsia reveló presencia de un compuesto que se utiliza para tratar las plantas de tomate que se cultivan en Puerto Viejo (Lavalle), donde vivía. En septiembre de 2017, en Mbucuruyá, la vida de Rocío Pared, de 12 años, se interrumpió cuando comió una mandarina contaminada con carbofurán. El 29 de abril de 2021, Antonella Sánchez, de 16 años, media hermana de “Kily”, falleció en su casa de Puerto Viejo, a raíz de un cáncer originado, presuntamente, por los agrotóxicos.
Luego de las muertes de Nicolás y Rocío, el endosulfán y el carbofurán fueron prohibidos, pero se siguen empleando otros agroquímicos sobre cuyos daños alertan estudios científicos y asambleas socioambientales.
Volver al pasado para reinventar el futuro
De alguna manera, las muertes de Nicolás y “Kily” hicieron nacer la cooperativa Yvy Maraney (“Tierra sin mal”, en guaraní) en 2015, al plantear la necesidad de pensar y trabajar alternativas al uso de agrotóxicos. En el inicio fueron capacitaciones que se llevaron a la práctica en un comedor. Desde entonces, no paró de crecer.
Hoy la cooperativa —ubicada en la capital provincial— cuenta con 100 miembros, muchos de ellos campesinos forzados a emigrar desde el interior correntino, que trabajan en terrenos periurbanos, aplicando los principios de la agroecología a huertas, viveros y granjas, según cuenta Sergio Mendez, cofundador y coordinador.
Yvy Maraney es una de las cuatro cooperativas que integran la Federación Campesina Guaraní (Fecagua), fundada en 2016, que además nuclea a siete comunidades guaraníes. Esto representa a casi 600 familias que habitan en 22 pueblos y parajes de la provincia, afirma Cristian Piriz, coordinador de la Federación. Esta construcción asamblearia permite a las cooperativas trabajar en el desarrollo de una agricultura y ganadería sustentables, mercados populares y ferias. Además de la producción primaria, se elaboran artesanías, quesos y chacinados, apicultura y se realizan compras conjuntas de insumos para abaratar costos, entre otras actividades.
No son los únicos casos: en el último Censo Agropecuario fueron registradas 62 Explotaciones Agropecuarias (EAP) que aplican la agroecología, 25 la agricultura orgánica y cinco la biodinámica. Este modelo ya está inaugurado y, desde la experiencia, Piriz afirma y subraya: “La agroecología no solo es el camino más potable para generar un cambio en las condiciones en las cuales vivimos, sino que dejó de ser una alternativa para pasar a ser la opción principal que debemos tomar y apoyar”. En igual sentido se pronuncia Mendez: “Más que posible, la agroecología es un modelo de desarrollo necesario, un saber ancestral que es preciso recuperar para un mundo más sustentable, sano y biodiverso”.
Además de los beneficios ambientales, la agroecología se plantea como “una forma más rentable”, dice Mendez, ya que los productores ahorran los altísimos costos que tienen los agroquímicos, a la vez que fomenta una mejor distribución de la tierra y el capital, beneficiando a más familias. “Es la antítesis del agronegocio, que además de afectar el ambiente y concentrar la tierra y el capital, contamina la salud de los productores y de los consumidores”, afirma Mendez.
Desde la producción ganadera, Nicora Chequin también considera necesario revisar las prácticas en el manejo de los pastizales para preservarlos. “Creemos que la ganadería es un tipo de producción que llevada a cabo de cierta forma puede no sólo convivir con los pastizales naturales, sino también con la fauna local”, opina.
* Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur
Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva