Confinados bajo el plástico

Dani Cabezas

Foto: Álvaro Minguito

El Campo de Níjar, en Almería, es un lugar sobrecogedor. No solo por su inconfundible paisaje desértico y su cielo infinito, que adquieren su máxima singularidad y belleza en el Parque Natural del Cabo de Gata, sino también, y muy especialmente, por el artificial ecosistema que se ha ido desarrollando allí en las últimas décadas.

Desde los años 70, y exponencialmente a partir de los 90, la comarca se ha convertido, tras El Ejido, en el lugar del planeta que concentra un mayor número de invernaderos, en una de las pocas construcciones humanas perfectamente visibles desde el espacio. En concreto, y en el caso de Níjar, 5.744 hectáreas que conforman un mar de plástico que se extiende hasta donde alcanza la vista. Invernaderos bajo los que crecen los tomates, pimientos, pepinos, calabacines, melones o sandías que viajan después al resto de España y, sobre todo, a los principales países de Europa. 

Almería es la provincia española con mayor porcentaje de población extranjera (18,7%), prácticamente el doble de la media española (9,5%). Miles de migrantes que, en su mayoría, trabajan recogiendo toda esa fruta y verdura por cantidades que rondan los 30 euros al día. Lo hacen bajo un sol abrasador en verano y sufriendo las inclemencias de unos inviernos que, una vez cae la noche, son más fríos de lo que cabría pensar para el sur de la Península. 

Los trabajadores viven a solo unos metros de las explotaciones agrícolas, en asentamientos precarios construidos a base de palés y plásticos desechados de los propios invernaderos que, a menudo, están impregnados de productos químicos. Chabolas que se incendian con frecuencia y que carecen de luz y acceso a agua potable, y en las que la manera más extendida de conseguir agua para cocinar y lavarse es pinchar la tubería que transporta el agua de riego, contaminada con pesticidas, o incluso la propia balsa que la contiene, y almacenarla en los bidones que anteriormente contuvieron esos mismos pesticidas. 

PANDEMIA EN LOS INVERNADEROS

A las durísimas condiciones de vida de los asentamientos se suma, estos días, el estado de alarma provocado por la pandemia de coronavirus y la obligación de permanecer en el interior de los hogares, salvo para ir a trabajar o por causa de fuerza mayor. Una situación en la que colectivos como este son los grandes olvidados.

El pasado día 13, la Asociación de Organizaciones de Productores de Frutas y Hortalizas de Almería (Coexphal), que agrupa a 83 empresas que producen el 65% del volumen del sector en la provincia, comenzó a repartir carteles y documentación en inglés, francés, árabe, ruso y rumano con recomendaciones para luchar contra el coronavirus: básicamente, lavarse las manos con frecuencia y guardar la distancia de seguridad durante su jornada laboral.

Invernaderos asentamiento
Asentamiento de trabajadores de invernaderos en Almería. ÁLVARO MINGUITO

De puertas hacia fuera, al menos a juzgar por los escasos titulares dedicados a los trabajadores de la zona, la situación está bajo control. Entre los escasos incidentes, la Guardia Civil ha multado a varios de estos trabajadores por no respetar la norma de permanecer en sus casas. Los últimos, esta misma semana: siete jóvenes africanos, cuatro de Mali y tres de Senegal, han sido multados por permanecer en la calle. 

Pero la realidad de los asentamientos es mucho más compleja que en cualquier otro lugar. Y la vida en ellos, infinitamente más difícil de lo habitual en tiempos de cuarentena. “Esto es una catástrofe”, cuenta con la voz quebrada Rachid, trabajador marroquí que vive en uno de los poblados. “Estamos aislados del mundo, no recibimos ninguna ayuda, no hay comida y el trabajo se ha vuelto escaso, casi inexistente, porque la temporada del tomate ha terminado”, explica. Rachid echa la vista atrás: difícilmente hubiera imaginado lo que le esperaba al otro lado del Estrecho. “Vine aquí soñando en mejorar mi situación y estoy pasando los peores días de mi vida”, lamenta. 

REALIDAD DIARIA, AHORA AGUDIZADA

Araceli Fuentes es monja de la orden de las Mercedarias de la Caridad. Es de Granada, aunque vive en la localidad de San Isidro de Níjar. También es, a buen seguro, la persona del pueblo que más y mejor conoce a los trabajadores de los invernaderos. Nadie como ella en toda la zona tiene tanto contacto con la realidad diaria de quienes recogen fruta y verdura bajo los plásticos: los acoge, les prepara comida, les consigue ropa, les da clases de español, les procura asistencia sanitaria. Los escucha y asesora. Los ayuda, en definitiva, en todo lo que puedan necesitar. Y ellos la veneran y respetan como a una madre. 

“En estos asentamientos vive hacinada muchísima gente. Si llega el virus, van a morir todos”

“Vengo de llevar comida a una mujer. Está encerrada con sus cuatro hijos, sin poder salir”, cuenta Araceli a El Salto. “Ha sido maltratada por el marido y tiene mucho miedo. Solo que nos abriera la puerta ya ha sido una odisea, pero al final lo hemos conseguido tras mucho insistir y le hemos podido dejar comida para varios días”, relata.

La visita ha tenido lugar en el asentamiento conocido como El Hoyo, en la vecina localidad de El Barranquete. Allí está la que se conoce como ‘La Rotonda de la vergüenza’, uno de los lugares que mejor ilustran la paradoja del lugar: a un lado, invernaderos de última generación; instalaciones millonarias dotadas de la tecnología más puntera. Al otro, la miseria más absoluta.

Mar de plástico invernaderos
Mar de plásticos en Almería. ÁLVARO MINGUITO

“Mucha de esta gente está sin trabajo y sin poder salir de su chabola”, cuenta Araceli. “Las condiciones allí son tremendas: en estos asentamientos vive hacinada muchísima gente. Si llega el virus, van a morir todos. Cuando les hemos dicho que volveríamos la semana que viene, nos han suplicado que no tardáramos tanto. Su situación es extrema. Estamos intentando que los militares les pongan un punto de agua cerca”, explica. 

“No pueden seguir las recomendaciones de lavarse las manos porque no tienen agua, ni guardar las distancias de seguridad porque viven hacinadas tres, cuatro y hasta cinco personas en chabolas minúsculas”

Raquel Ruiz no tiene demasiada esperanza puesta en los militares, como tampoco la tiene en las distintas administraciones que han dado la espalda a la realidad oculta de los invernaderos de Almería. Por eso, entre otras cosas, hace un año puso en marcha el proyecto Bicis para Almería, con el que recoge bicicletas usadas de toda España para donarlas a los trabajadores y trabajadoras de la zona. Desde que llevara dos docenas de ellas en una furgoneta desde Alcalá de Henares (Madrid), donde vive, ya ha entregado más de 70, y tiene otras 60 esperando para ser entregadas a sus nuevos dueños una vez pase el confinamiento.

“Un vehículo como la bicicleta es esencial para estas personas: con ella pueden desplazarse hasta los invernaderos, a menudo a muchos kilómetros de distancia de los asentamientos. Y gracias a ella pueden transportar agua desde los municipios cercanos ─explica─. En una situación como la actual, nuestro proyecto tiene más sentido que nunca”.

SISTEMA INMUNE DEBILITADO

Como Araceli, Raquel conoce bien las calamidades de los habitantes de los asentamientos. “Estas personas están absolutamente expuestas al coronavirus y a cualquier otra enfermedad ─denuncia─. No pueden seguir las recomendaciones de lavarse las manos porque no tienen agua, ni guardar las distancias de seguridad porque viven hacinadas tres, cuatro y hasta cinco personas en chabolas minúsculas. Sus sistemas inmunitarios están muy debilitados por la falta de una buena alimentación y de unas condiciones de vida dignas. Además, viven entre basura, ya que aquí no existe ningún sistema de recogida de residuos”. 

Cabría preguntarse si esta crisis sanitaria se traducirá en una mayor visibilización de la problemática de colectivos tan vulnerables y desprotegidos como los trabajadores de los invernaderos de Almería y de otras tantas zonas de España. Pero los que conocen su realidad sobre el terreno no son precisamente optimistas.

“No creo que esta situación pueda derivar, de ninguna manera, en una mejora de las condiciones de vida de estas personas”, lamenta Raquel. “Ojalá sirva para que más gente sepa lo que está ocurriendo aquí y para para que nos volvamos más humanos y más solidarios, pero reconozco que soy pesimista al respecto”, finaliza. 

Este material se comparte con autorización de El Salto

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