Colombia ¿una nueva masacre?

Texto y fotos: Oleg Yasinsky

Había una vez en la sierra colombiana de La Macarena, un río considerado por algunos el más bello del planeta. Se llamaba y se llama todavía, Río Caño Cristales. Unas minúsculas microalgas pintando sus brazos, lo convierten en un arcoíris postrado en el monte, que parece emerger de un sueño. Durante décadas este territorio fue teatro de combates entre el ejército y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y los primeros turistas pudieron apreciar sus colores solo hace unos diez años. Se suponía que con el acuerdo de paz con la guerrilla, el bello Caño Cristales iba a convertirse en un lugar de peregrinación para los amantes de la naturaleza. Pero no fue así; ahora se está secando. Sus siete colores se desvanecen. La petrolera norteamericana Hupecol, dueña de una licencia para explotar la selva aledaña, termina los últimos preparativos legales y técnicos para arrasar con la zona. Como siempre, no faltarán los medios serios y los periodistas profesionales que encontrarán otras causas de la muerte del Caño Cristales. Y como siempre, no faltará el ruido distractor de unos y el silencio cómplice de otros, para asegurar que el mundo olvide que había una vez un mágico lugar en el corazón de la sierra de La Macarena.

La muerte anunciada del Caño Cristales no se entiende fuera de la lógica que motivó la negociación de la paz con la guerrilla, una paz encargada al gobierno colombiano por la administración de Obama, dentro de una relación de subordinación total, “la alianza estratégica”.

El primer objetivo de la firma de paz fue sacar a la guerrilla de los territorios con la mayor riqueza natural de Colombia – sus minerales, bosques y ríos – para garantizar un fácil acceso y control de las transnacionales sobre estos recursos.

El segundo fue despejar de la guerrilla la zona fronteriza con Venezuela, abriéndola para una posible invasión militar norteamericana desde territorio colombiano. Por razones geográficas y de topografía, un desembarque en Venezuela por el Caribe se veía más difícil y costoso y las guerrillas podrían obstaculizar el avance de las tropas del agresor en los territorios selváticos fronterizos.

La tercera razón – tal vez la menos nombrada – fue desocupar el ejercito colombiano del conflicto interno, para poderlo enviar a otras regiones del mundo. Colombia es el único país latinoamericano que gestiona su ingreso a la OTAN y ya firmó con esta organización los primeros acuerdos. Su abundante carne de cañón, fogueada en la guerra civil colombiana, serviría a la OTAN en las guerras que se cocinan para el futuro.

Seguramente habrá también varias otras motivaciones, que aun desconocemos, pero el tema es que el tan importante y necesario acuerdo de paz nunca fue producto de una buena voluntad de las partes, sino que nació de los intereses económicos y geopolíticos del gobierno de los Estados Unidos de América, por una parte y de la derrota – primero política y luego militar – de las FARC, por otra. Demás está decir que la intención del gobierno colombiano – aparte de Nobel de la Paz para el presidente Santos – más que el fin del conflicto armado fue el desarme unilateral de la guerrilla, y después de la concreción de este objetivo, se pudo dar el lujo de no cumplir o cumplir a medias sus compromisos.

Las FARC, como la guerrilla más antigua del continente, llegó a ser también tal vez la más conservadora y al insistir en los viejos métodos de lucha y organización, simplemente no supo adecuarse a los tiempos modernos y sufrió la derrota. Creo que no es suficiente hablar sólo de una creciente desigualdad tecnológica: los fusiles guerrilleros contra los “misiles inteligentes” de última generación. Porque antes de perder en términos militares, la guerrilla perdió políticamente por su práctica de secuestros de civiles y su relación comercial con los grupos del narcotráfico; prácticas muy comprensibles desde la necesidad de financiar la guerra, pero éticamente injustificables.

A su vez, el estado oligárquico, controlando los medios de comunicación y eliminando sistemáticamente a los más brillantes intelectuales de la izquierda, supo usar con máxima eficiencia todos los errores e incoherencias de la guerrilla, para crear y difundir en las grandes ciudades una imagen distorsionada de las FARC, acusándolas de casi todos los males del país. La población, por su parte, cansada de décadas de violencia, simplemente optó por el postor más fuerte, que era el gobierno.

Según la versión de las FARC, el país llegó a un empate armado que podría haber durado décadas más, cobrando cada año miles de vidas de guerrilleros, soldados y civiles. Por eso, las FARC insistieron en el término “dejación de armas”, en vez de “entrega”, ya que jamás reconocieron su derrota militar. Pero fue una derrota. Rechazada por una enorme mayoría de la población y golpeada por armamentos cada vez más sofisticados y mortíferos, la guerrilla no tuvo otra opción que negociar, como la única alternativa a su exterminio.

La redacción final del acuerdo de paz demoró casi 5 años y ocupa 310 páginas. Es un trabajo muy serio que aborda las causas del conflicto y traza unas líneas de acción del estado para prevenir este tipo de situaciones en el futuro. La sociedad colombiana jamás prestó a este documento la atención que merece. Hasta hoy, solo un 10% de los colombianos leyó el texto completo y cerca de un 40% alguna vez leyó alguna parte de los acuerdos. Y la mayor parte de los acuerdos queda en el papel.

En febrero de este año, la Comisión Internacional de Verificación de los Derechos Humanos en Colombia denunció en un informe que mientras las FARC cumplen con todo lo acordado, el gobierno ha cumplido solo un 18,5% del acuerdo, tramitando 12 de las 34 medidas acordadas. En el caso de la Reforma Rural Integrada – el punto central del Acuerdo de Paz en un país donde un 80% de la tierra está en manos del 1% de sus habitantes – el gobierno cumplió solo con un 5% de sus compromisos. Otro compromiso era con la seguridad de los luchadores sociales y los ex combatientes de la guerrilla, vía el combate y desarme de las bandas paramilitares. Desde la firma de los Acuerdos de Paz el 24 de noviembre del 2016, fueron asesinados 22 ex guerrilleros y más de 230 líderes sociales, indígenas y luchadores por la paz, lo que el Ministro de Defensa Luis Carlos Villegas atribuyó a “líos de faldas y retaliaciones personales”. Ahora en promedio asesinan a un líder social cada tres días y la reacción de la justicia sigue siendo nula.

Hay torpezas que saben a traición. Las FARC, al final de la negociación con el gobierno, como gesto de su buena voluntad antes de la firma del acuerdo de paz, entregaron al ejército la lista completa de sus combatientes. Varios de ellos jamás habían sido detectados por los servicios de inteligencia y ahora casi 7 mil personas que dejaron las armas, confiando en la palabra del gobierno, están en la mira de las bandas paramilitares, formadas, financiadas y entrenadas por el estado colombiano para combatir la subversión. La mayoría de ellos y de ellas jamás tendrán escoltas, que les corresponden solo a los mandos, ni la posibilidad de un asilo político fuera del país. Ni siquiera pudieron terminar el bachillerato. Por la misma razón, tampoco les servirá el generoso ofrecimiento del gobierno cubano de 1000 cupos para estudiar gratis medicina en las universidades de la isla. Una enorme mayoría de los jóvenes ex guerrilleros no tienen el nivel de escolaridad necesario para la universidad, y muchos de los que irán a estudiar a Cuba jamás estuvieron en el monte.

En las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) – lugares donde se ubica hoy una gran parte de la guerrilla desarmada – las relaciones entre los ex combatientes y los policías a cargo de la seguridad, se ven cercanas y cordiales. Pero las patrullas militares que circulan con las armas desenfundadas dejan muy en claro quienes se quedaron con los fusiles y quienes ahora mandan.

Las ex guerrilleras que fueron a dar a luz a las casas de sus familias – normalmente muy pobres y normalmente en pequeñas ciudades de provincia – tuvieron de inventar leyendas sobre su vida anterior para los vecinos y tratan de salir poco y hablar poco con la gente desconocida. Tienen mucho miedo. Se sabe que en las grandes ciudades las bandas tienen orden de matar a los ex combatientes que retornan.

Varios ex combatientes de la guerrilla se sienten engañados, pero jamás lo dirán en las entrevistas, para no ser acusados de ser detractores del proceso de paz. Tampoco volverán a tomar las armas, porque decidieron que ya no más.

La prensa toma dulces fotos de los ex guerrilleros compartiendo con los policías. Sus nuevos héroes son los líderes del paramilitarismo y de las FARC, hoy confesando sus pecados, pidiendo perdón y abrazándose frente las cámaras y el público que se emociona. Dan náusea.

El torpe y contradictorio manejo de las cúpulas de las FARC en el terreno político no es ninguna sorpresa. Heredando o más bien arrastrando una derrota no reconocida, la guerrilla de ayer trata de convertirse en un partido político, empuñando un manojo de recetas y consignas que fracasaron en el siglo pasado. Igual que la misma herramienta arcaica del quehacer político que es un partido. Llevado por una desigual negociación de paz hacia un terreno hostil y desconocido, como es el circo político colombiano, con absolutamente todo en contra, el partido de las FARC se expone a una pronta desaparición. Hoy ni siquiera son necesarios los burdos montajes al estilo película de bajo presupuesto de Hollywood, como era el de la DEA contra el comandante Santrich… Simplemente, antes de participar en política, las FARC deberían haber tenido un proyecto, y aun no lo tienen.

Se supondría entonces que como las FARC – tal como están hoy – no representan ni en lo más mínimo una amenaza para el sistema, y en la Colombia de hoy, a diferencia de otros momentos históricos, no existe ni la más remota posibilidad de toma del poder por la izquierda radical, una nueva masacre de una nueva guerrilla desarmada ya no seria necesaria y hasta contraproducente para la imagen del poder.

Sin embargo, durante los últimos meses los grupos armados siguen copando las zonas que las FARC dejaron libres tras los acuerdos de paz, mientras el gobierno insiste en negar el regreso del paramilitarismo y prefiere usar el absurdo eufemismo “bacrim” – bandas criminales. En algunos territorios la población votó contra los acuerdos de paz, temiendo justamente eso; el reemplazo de la guerrilla por las bandas paramilitares. La prometida presencia del estado sigue en el papel. Mientras los ex guerrilleros esperan una mínima, casi simbólica, ayuda estatal para su integración, varios ex paramilitares – desmovilizados, semidesmovilizados y los que en realidad no son ex – siguen recibiendo el financiamiento estatal, además de sus tradicionales y mucho mayores ingresos provenientes del tráfico de drogas y personas, y de la empresa privada. Los altos mandos de las FFAA siguen siendo sus amigos y socios.

La otra y la última guerrilla colombiana – la del Ejercito de Liberación Nacional, sigue en armas. Es difícil pensar que las dejen en estas circunstancias. Después de una razonable crítica de las debilidades de los acuerdos entre el gobierno y las FARC, acuerdos a puerta cerrada, sin involucrar a toda la sociedad en su discusión, el ELN sigue atacando a las fuerzas de orden, matando a otros pobres, como son los soldados y policías, y convocando en los territorios bajo su influencia “paros armados” – acciones que atemorizan a la población, aumentan el número de adversarios del proceso de paz y fortalecen a la derecha para las próximas elecciones.

El favorito para las próximas elecciones presidenciales, Iván Duque, que representa a la extrema derecha, habla de una inminente “modificación” de los acuerdos de paz en caso de ser electo, lo que debe entenderse como la anulación de los acuerdos. La prensa oficial, en las manos de siempre, ya prepara a la opinión publica para no escandalizarse tanto con los “ajustes de cuentas entre los subversivos” y prioriza el tema futbolero de la copa de Moscú, donde por fin irá el equipo colombiano.

Colombia es el único país de América Latina que en las últimas seis décadas no vivió ni un solo día de paz. En el año 2013 se publicó la cifra de 220.000 muertos desde 1958, civiles en su inmensa mayoría. A este número hay que agregar los 6 millones de campesinos expulsados de sus tierras por la guerra. Hace poco, el ministerio de Turismo invitaba a Colombia con la frase “El único riesgo es que te quieras quedar”. Pero el cuerpo y el alma de este alegre y hermosísimo país están mutilados por la guerra.

La historia de la dejación de armas por las guerrillas colombianas, es una historia de masacres. La más grande fue consecuencia del primer intento de las FARC para dejar las armas o pasar a la lucha política legal, creando el partido Unión Patriótica, en 1985. El precio de la esperanza significó casi 5000 vidas de sus mejores cuadros políticos, asesinados por los paramilitares y agentes del estado.

Una nueva masacre es inminente. El sistema hace tiempo que perdió su norte y racionalidad y una vez más se prepara para arrasar con todo. El objetivo militar será cualquier voz disidente o disonante, cualquier territorio que pretende dignificar y recuperar su memoria y cualquier aire que huela a la organización de los de abajo.

Este es un mal momento para la discusión de ideas políticas. Hay que salvar vidas. Por supuesto, si todavía es posible.

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