En el marco del Paro Nacional sostenido desde el 28 de abril en Colombia, estudiantes y profesores de la Brigada Comunicativa Cali Resiste, colectivo emergente que visibiliza las vulneraciones a derechos humanos ejercidas por las fuerzas públicas y militares, analizaron el discurso que usa el gobierno colombiano uribista para legitimar la violencia contra la protesta social al estigmatizar las manifestaciones y denominarlas «terrorismo vandálico».
En Colombia la palabra “terrorismo” se impuso desde el lenguaje presidencial a comienzos del siglo XXI. De la Presidencia hizo tránsito a instituciones, medios de comunicación, redes sociales, al habla de la gente.
“Terrorismo” y “terroristas” fueron términos que se propagaron en el lenguaje global —y que se replicaron ajustados a nuestro medio— tras la declaración de la “Guerra contra el terror” del presidente George Bush luego de los atentados del 11-S. En aquel contexto, Bush anunció que la nación conoció el mal. Entonces la palabra terrorismo se cargó con una dosis de sentimiento moral y nacionalista.
En Colombia estas palabras se incrustaron en nuestro lenguaje cuando se negó la existencia de un conflicto y en el lugar del adversario se puso al terrorista. Calificar al disidente político como terrorista fue una forma de endurecimiento del lenguaje público y una negación del estatus político del contradictor.
Este uso del lenguaje fue un paso hacia la construcción de un enemigo interno cuya extinción quedaba legitimada socialmente por las palabras que empezaban a tornarse comunes, a definir la realidad. Amenazada por el terrorismo, en nombre de todos la nación autorizaba acabar con el enemigo. Una moral cifraba las contradicciones en una lucha maniquea entre el bien y el mal. Una forma de moral desplazaba a la política.
Tras el Proceso de paz de La Habana y el posterior acuerdo entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc, el enemigo con nombre propio desapareció. No quedó enemigo, no quedó amenaza, no quedó a quien ponerle el rostro del mal. Sin embargo, aquel lenguaje no desapareció, continuó tan duro como antes. Tampoco se dieron pasos para acabar la inequidad, para aliviar el malestar acumulado.
Entonces, ante el vacío dejado por el viejo enemigo, hacía falta encontrar la nueva encarnación del mal, un nuevo enemigo. ¿Dónde encontrarlo? Donde haya expresión airada de desacuerdo. ¿A quién estamparle su rostro…? Sin embargo, no hay un enemigo. Hay personas inconformes, cansadas, enfurecidas, urgidas de un cambio en sus condiciones de vida.