A la memoria de Fernando Martínez Heredia,
entrañable guevarista gramsciano
Una de las figuras más descollantes del marxismo latinoamericano es sin duda la de Ernesto “Che” Guevara, nacido casualmente un 14 de junio, en el mismo día y año en que José Carlos Mariátegui celebra su cumpleaños número 33 y son paridos los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. No son éstas, por cierto, las únicas coincidencias y afinidades que tiene con el Amauta. Entre ellas, quizás una de las más notables es la centralidad que ambos le otorgan a los procesos educativos y a la formación política en el marco de sus respectivos proyectos emancipatorios, algo que los sitúa entre los revolucionarios más sugerentes y originales de Nuestra América.
En el caso específico del Che, es conocida su afición constante por el conocimiento y la investigación de la realidad latinoamericana, en aras de su radical transformación, desde sus tempranos años de joven estudiante de medicina. Será durante ese trashumante periplo -realizado entre 1951 y 1955- que se irá politizando a partir de la experiencia concreta y el contacto directo con territorios y vivencias de lo más diversas, signadas en la mayoría de los casos por la pobreza y la opresión extrema. De ellas deja un minucioso registro en sucesivos diarios de viaje, donde las reflexiones filosóficas y políticas se conjugan con poemas y cartas intimistas, así como en artículos periodísticos que publica en Centroamérica y en apuntes de lecturas o anotaciones bibliográficas, que llegan a involucrar como propuesta la futura elaboración de un libro, sobre la función social del médico en los lugares más postergados de nuestro continente. Este prolongado e intenso período iniciático marca a fuego a Ernesto Guevara, como atento estudiante de esa frondosa y compleja escuela a cielo abierto que constituye para él América Latina, a tal punto que en las hojas donde brinda testimonio de su primer viaje escribe: “este vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí”, y en vísperas de su cumpleaños número 24 sentencia de manera premonitoria que “aunque lo exiguo de nuestras personalidades nos impidan ser vocero de su causa, creemos, y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia.”.
Tras una breve estancia en la Guatemala de Jacobo Arbenz, para cuyo gobierno pone a disposición sus conocimientos médicos y su compromiso militante en defensa de los intereses populares frente a la arremetida golpista liderada por Castillo Armas, recala en México, donde conoce al núcleo de exiliados cubanos que darán origen al Movimiento 26 de Julio, y se embarca en el proyecto de liberar definitivamente a la isla caribeña del yugo que la oprimía. La Sierra Maestra será su segunda escuela sin tinglado. En ella alterna en un comienzo su rol de médico y combatiente, e impulsa ya como guerrillero -luego de abandonar su botiquín y resolver “el dilema de elegir entre la medicina y mi deber de soldado revolucionario”– espacios de alfabetización y educación popular junto con el campesinado. Asimismo, en 1957 crea Radio Rebelde y el periódico El cubano libre, con similares fines formativos y de concientización de las y los guajiros. Sin duda que tanto el Che como Camilo Cienfuegos -y más aún el propio Fidel- cumplieron no solamente un papel descollante, sino incluso único, en el proceso revolucionario cubano. El Che llegó a plantear como hipótesis que sin Fidel la revolución no hubiese sido siquiera posible (al respecto, vale la pena leer su maravilloso y formativo texto titulado “Cuba: ¿excepción histórica o vanguardia de la lucha anti-colonista?”). Sin embargo, es importante incluir y ponderar sus aportes y su rol dirigente, en el marco de un proceso sumamente complejo y multifacético, de sujetos, organizaciones, geografías y variadas relaciones de fuerzas, así como temporalidades y ritmos históricos diversos. En particular, revalorizar en ese marco el papel del campesinado como sujeto político y educador colectivo, pero también el del movimiento obrero y el de la juventud, así como el protagonismo estudiantil y el de las mujeres, que en muchos casos quedan opacados o directamente se omiten en el relato épico militante (¿o acaso fueron sólo “barbudos” quienes entraron triunfantes a La Habana?). Un interesante y pedagógico escrito del Che que apela a una lectura de este tipo es “Lo que aprendimos y lo que enseñamos”. Publicado significativamente el 1 de enero de 1959 en el periódico Patria, en él aparece el mutuo aprendizaje y la reciprocidad de saberes (es decir, no la dicotomía saber/no saber, sino la diferencia y complementariedad de saberes) que circulan entre el núcleo inicial del Movimiento 26 de Julio y las masas campesinas de la Sierra Maestra, durante ese conocerse y re-conocerse como partes fundantes de un mismo proyecto revolucionario.
El año 1959 oficia de parteaguas en Cuba e incluso a escala continental y mundial. Para el Che, es el cierre de un período de lucha encarnizada y a la vez el inicio de un proceso de sistematización -de “teorizar lo hecho”, de acuerdo a sus propias palabras- y de enorme aprendizaje colectivo, pero también de apuesta estratégica por sentar las bases de la nueva sociedad en gestación, es decir, de la autodeterminación del pueblo cubano sin copiar modelos ni implantar receta alguna. En este contexto convulsionado -donde de lo que se trataba era de incendiar el Océano, según la emotiva anécdota relatada por Fernando Martínez Heredia-, el papel del Che es clave en la batalla de ideas y en la disputa cultural en favor de un socialismo anti-burocrático y participativo, cuya columna vertebral debía ser la creación del hombre y la mujer nuevos, desde una perspectiva integral. En cada una de estas apuestas pedagógico-políticas, al Che lo obsesiona aportar a la creación de las condiciones subjetivas que fortalezcan el proyecto emancipatorio en curso, y dentro de él aprender y enseñar a analizar con cabeza propia, ya que como supo afirmar ese magistral educador popular que fue Fidel Castro, durante los convulsionados primeros años de la revolución cubana, no se trataba “de adoctrinar, de inculcarle de ‘a porque sí’ algo a la gente, sino de enseñar a analizar, de enseñar a pensar, a darles elementos de juicio para que comprendan” por sí mismos. A la vez, este planteo se combinaba con la necesidad de que la formación política fomente la organización revolucionaria, en la medida en que, al decir del Che, “si no existe organización, las ideas, después del primer impulso, van perdiendo eficacia, van cayendo en la rutina, en el conformismo y acaban por ser simplemente un recuerdo”.
Es interesante también recordar que la manía de llevar cuadernos de viaje o diarios de campaña, no es un rasgo sólo de su momento juvenil, sino que esta presente en el Che hasta sus últimos días de vida, en tanto compromiso personal de asumir al registro y la transcripción en apuntes, de lo sentido, reflexionado y vivido, como parte ineludible de los procesos de lucha y construcción política colectiva. Este conjunto de borradores debe concebirse una dimensión central de la obra militante del Che, ya que en ellos el pensamiento autónomo y la “teorización de lo hecho” darán vida a textos emblemáticos para el estudio riguroso de -y la intervención activa en- los procesos emancipatorios de Cuba y de Nuestra América, entre los que se destacan Pasajes de la guerra revolucionaria y La guerra de guerrillas. Sin embargo, este tipo de materiales no constituyen una cantera de tácticas y estrategias correctas para todo tiempo y lugar. Antes bien, ofician de estímulo -o brújula amautica- para la reflexión y la acción distantes de todo dogmatismo, ya que el estudio específico de cada realidad concreta es uno de los principios básicos del marxismo, por lo que tal como llega a expresar de manera lapidaria en una de sus cartas el Che, los manuales tienden a desvirtuar los fundamentos del marxismo o a reducirlos a un dogma, en particular los “ladrillos” elaborados por la URSS, debido a que “tienen el inconveniente de no dejarte pensar; ya que el partido lo hizo por ti y tú debes digerir. Como método, es lo más antimarxista, pero además suelen ser muy malos”.
No obstante, sería injusto reducir la concepción de la formación política en el Che, a la lectura y al estudio colectivo del marxismo, o incluso de otras tradiciones revolucionarias ajenas a él, pero imprescindibles para todo/a militante crítico, salvo que se pretenda reducir toda cultura emancipatoria a mero “seguidismo ideológico”, tal como denuncia en aquella misma epístola. De acuerdo a Guevara, la emulación, el trabajo voluntario y el ejemplo cotidiano son enormes formadores de conciencia, la arcilla o base sobre la cual prefigurar una subjetividad contraria a la que nos impone el capitalismo como sistema de dominación múltiple. En efecto, la escritura y difusión de textos como El socialismo y el hombre nuevo en Cuba -donde afirma que durante la edificación del socialismo “la sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela” -, tiene como presupuesto a las numerosas jornadas de trabajo voluntario en las que participa tanto en el campo como en la ciudad, al igual que la enconada polémica en torno a la importancia de los estímulos morales (y como contra-cara, la furibunda crítica a la pretensión de querer “construir el socialismo con las armas melladas del capitalismo”), resulta impensable sin las batallas diarias que libra como presidente del Banco Nacional o en tanto Ministro de Industrias (donde fomenta, además, seminarios de lectura detallada de El Capital entre sus empleados e incluso junto a otros activistas), o en todo su itinerario global como internacionalista activo y solidario en Africa, Asia y América Latina. Estas y otras iniciativas desplegadas dentro y fuera de Cuba, en conjunto, constituyen el ejemplo más cabal de esa amalgama y unidad indisoluble entre formación teórica y aprendizaje práctico, entre pensamiento crítico y acción transformadora, como faro estratégico a lo largo de su ajetreada vida.
Así como advierte contra la creación de “asalariados dóciles al pensamiento oficial” y “‘becarios’ que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas”, reconoce públicamente ante la juventud cubana que “todos somos convalecientes de ese mal, llamado sectarismo”. A contrapelo de estas tendencias, la formación y el estudio anti-dogmático, al igual que la praxis colectiva solidaria, deben de acuerdo al Che despojar las viejas taras y ataduras inscriptas en las conciencias y acciones de las clases populares. En franca polémica con aquellos sectores más conservadores o pragmáticos del proceso en Cuba, afirma: “Nosotros no concebimos el comunismo como la suma mecánica de bienes de consumo en una sociedad dada, sino como el resultado de un acto consciente; de allí la importancia de la educación y, por ende, del trabajo sobre la conciencia de los individuos en el marco de una sociedad en pleno desarrollo material”. Se trata, por tanto, de potenciar el “desarrollo al máximo de la sensibilidad ante cualquier injusticia”, “ir con afán investigativo y con espíritu humilde a aprender en la gran fuente de sabiduría que es el pueblo”, practicar “constantemente la discusión de los problemas a todos los niveles”, la “autocrítica como una tarea constante”, y “hacer hincapié en los errores, descubrirlos y mostrarlos a la luz pública para corregirlos lo más rápidamente posible”. Cada una de estas máximas son para el Che anticuerpos certeros contra la burocratización y el estancamiento del pensamiento crítico, y en tanto y cuanto se ejerciten a diario, aceleran la creación de esa subjetividad irreverente, nutrida por grandes sentimientos de amor y que torna irreversible el tránsito hacia el socialismo, ya que la construcción de la mujer y el hombre nuevos no pueden, según él, forjarse a partir de la imposición: “no se puede directamente por decreto -dirá- cambiar la manera de pensar de la gente, la gente tiene que cambiar su manera de pensar por convencimiento propio”. En última instancia, de lo que se trata para el Che es de convencer para vencer.
En esta tarea titánica de construcción del socialismo, la juventud cumple un papel fundamental, y uno de sus deberes es “empujar, dirigir con el ejemplo la creación del hombre del mañana. Y en esta creación, en esta dirección está comprendida la propia creación”. Ruptura de la enajenación y ejercicio de la creatividad colectiva son procesos simétricos, que incluyen la lucha frontal contra todo tipo de conformismo y también la necesidad del relevo generacional de cara a un futuro que se prefigura en el presente. Aquí, nuevamente, la labor formativa de aquellos/as más jóvenes y el despojarse de cualquier privilegio o cargo burocrático, es algo prioritario y saludable para el Che: “Creo que hemos desempeñado con cierta dignidad un rol importante”, les confiesa con suma humildad, “pero este rol no sería completo si no supiéramos retirarnos a tiempo. Otra tarea de ustedes es crear gente que no reemplace, de modo que el hecho de que seamos olvidados como cosas del pasado, sea una de las señales del rol de toda la juventud y de todo el pueblo”.
Resulta emblemático que hasta en el momento de su caída en combate en la selva boliviana, el Che lleva encima un gran morral de cuero con diversos libros y con su infaltable cuaderno de apuntes. Lo antiguerrillero por definición: un enorme peso a cuestas para garantizar la autoformación y el registro cotidiano, en una coyuntura de movilidad constante y huida, asediado por cientos de soldados. Ya herido, incluso el tramo final de su vida lo transita en una escuela, y es una maestra la única que lo auxilia y le acerca un plato de guiso. Frente a eso, como supo recordar magistralmente Ricardo Piglia, las últimas palabras del Che son pedagógicas al extremo, porque corrige lo que hay escrito en la pizarra de la escuelita de La Higuera. Con su manía formativa hasta la muerte, le comenta a la mujer que le falta un tilde a la frase “Yo se leer” (¡sí, saber era el verbo conjugado en ella!). Esta escena militante hasta el último soplo de su agonía, como proceso dialógico y de enseñanza también, curiosamente con una maestra, dice mucho respecto de aquella invariante vocación de estudio y formación permanente en el Che.
Hace algunas décadas, Pablo González Casanova escribía desde La Habana que América Latina es uno de los continentes en que más y mejor se piensa. Pero también se lamentaba de que no sabemos hacer eco de las transformaciones e interpretaciones del mundo, que con la vida hacen nuestros mejores hombres, recreando las ideas y prácticas pasadas. Es muy probable que tuviera en mente, en aquel primer territorio libre de América, al Che, nuestro pedagogo de la revolución.