Ponencia presentada en el MUAC, C.U. (CDMX), 23 de mayo de 2018 – de Francesca Gargallo Celentani:
A finales del siglo pasado, un grupo de feministas empezamos a desplazarnos de Chile a Bolivia, a Guatemala, a México. Nos reuníamos para hablar de los derechos humanos de las mujeres entre la sorna de los abogados y las dudas de la filósofas: ¿si las mujeres somos humanas, por qué un tipo específico de derechos humanos, acaso no somos iguales? Eran los años en que se extinguían las dictaduras de América del Sur y se firmaban documentos de paz en toda Centroamérica. Nosotras conversábamos y nos pasábamos la palabra sobre el tema del cuerpo. El cuerpo que quiere ser libre, que es tangible, que cruza fronteras y que se transforma en la historia. El cuerpo que se desplaza, narra, se pasa la palabra.
También el cuerpo instrumento del hacer política y de la reivindicación de justicia. Margarita Pisano, en particular, insistía en que es en el cuerpo donde leemos las vicisitudes del ser humanos: las huellas de la tortura, del hambre, del miedo, así como de una vida con derechos a la alimentación y a la libertad de movimiento. El concepto de Habeas Corpus literalmente se traduce como Que Tengas Cuerpo, es decir que lo puedas exhibir. Para las mujeres era un concepto fundamental para explicar porque lo personal es político: exhibir el cuerpo de las mujeres contraviene la reclusión doméstica, las limitaciones a su libertad de movimiento y afirma su derecho a la integridad física y moral. Habeas Corpus ante la desaparición del cuerpo prueba, del cuerpo vida, del cuerpo libertad.
En esos años como hoy la desaparición era una práctica de sustracción del cuerpo a la lectura política, a los rituales del despido afectivo, a la memoria colectiva. La desaparición como práctica de tortura sustraía la prueba de la misma a la historia de las personas. La desaparición había involucrado hasta entonces a ejércitos y a una maquinaria de guerra, que utilizaba en ocasiones a la policía civil y cuyo fin era provocar terror de no ser, no pensar, no actuar como un ser dominado por la ideología de estado. Si bien la desaparición de los cuerpos tras las batallas, devorados por los cuervos o las hienas, por el fuego o los entierros rápidos, ha sido una práctica común durante la historia de las guerras, la desaparición en sí como práctica represiva es otra cosa.
Hace unos cuatro años, otra caminante del continente, la refugiada política hoy académica mexicana Pilar Calveiro, apeló a la huella estético-política de los aparatos de desaparición. Los nazistas utilizaron un complejo industrial para borrar todo vestigio de las poblaciones que intentaron desaparecer: comunistas, gitanos, eslavos, judíos, personas con discapacidad. La cultura del trabajo alemana, luterana y capitalista, moral y esforzada, proporcionó una fachada aceptable a los complejos de exterminio, un lema “El trabajo los hará libres” y hornos crematorios insertos en una arquitectura industrial como aparato visual de domesticación y aceptación. Los militares mexicanos en su guerra sucia y los militares argentinos durante la dictadura utilizaron el complejo militar y las cárceles, pero sobre todo la aviación y los discursos, poemas, representaciones patrioteras de los espléndidos cielos de la patria y el inmenso océano que la rodea para desaparecer los cuerpos de las personas, aventándolas durante los así llamados “vuelos de la muerte”. Hoy en día en México es la actividad artesanal, sin ningún revestimiento discursivo, sino desde la estética brutal de la necesidad y el arreglo, la que proporciona las formas de la desaparición al complejo contubernio entre fuerzas represivas del estado, delincuencia y paraestatalismo autoritario: tambos soldados en un taller, repletos de ácido donde disolver los cuerpos, quemas de basureros donde lanzar los cuerpos, carnicerías donde despedazarlos.
Todas las formas de exterminio y las prácticas de represión, asesinato y desaparición conllevan migraciones forzadas masivas. Las 40 guerras en acto contra las poblaciones civiles de países y regiones hoy arrojan la cifra de 66 millones de personas desplazadas de manera forzada en el mundo. El informe Tendencias Globales de 2016, de Acnur (la agencia de las naciones unidas para los refugiados), describe como veinte personas cada minuto hoy deben dejar sus casas para huir en búsqueda de protección. Cada año más de diez millones de personas se vuelven nuevos desplazados que deambulan y se concentran, se desplazan y sufren vejaciones, racismo y rechazo. Muchos se convierten en víctimas de traficantes de personas, otros son descreídos por autoritarias migratorias de países a los cuales apelaron para salvaguardar sus vidas. Mueren ahogados en el Mediterráneo, le disparan encima desde la frontera estadounidense, se deshidratan en los desiertos de África y Asia. En los campos de refugiados las mujeres sufren violencia sexual por los suyos y por los agentes que deberían protegerlas.
Siempre según ACNUR, tres países han expulsado el 55% de la población refugiada del mundo. Siria, con 5,5 millones de personas; Afganistán, con 2,5 millones y Sudán del Sur, con 1,4 millones. Por otro lado, tres países son los que concentran el mayor número de personas desplazadas internas: Colombia, con 7,4 millones de personas; Siria con 6,3 millones, e Irak, con 3,6 millones. En los seis casos de trata de países de ingresos medios y bajos, próximos a situaciones de conflicto. La guerra que desde 2006 se lleva a cabo en México contra la población civil tiene por supuesto efectos negativos sobre la permanencia con seguridad de la población mexicana en sus lugares ancestrales.
Según la Comisión Mexicana en Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, en México se dan dos formas de desplazamiento interno, el primero gota a gota, casi invisible, que involucra a personas o a grupos familiares que abandonan su comunidad por la violencia y las amenazas de grupos armados, y el segundo, masivo que moviliza diez o más núcleos de convivencia después de un ataque dirigido a los habitantes de una comunidad. Los pueblos indígenas son los más afectados, casi como si con la violencia constante de la última década se reinauguraran las políticas de desindianización de México, muchas veces denunciadas por ellos. Michoacán, asimismo, se ha revelado junto con Chiapas el lugar donde más gente ha debido desplazarse en los últimos dos años. Según la misma Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, durante el año 2016 se registraron veintinueve episodios de desplazamiento masivo en el país, impactando en al menos 23,169 personas, en doce entidades del país: Chiapas, Chihuahua, Durango, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Oaxaca, Sinaloa, Tamaulipas, Veracruz y Zacatecas. De estos episodios de desplazamiento veinte fueron causados de manera directa por la violencia. Además, de 2009 a 2016 ,310,527 personas han tenido que desplazarse por conflictos territoriales, religiosos o políticos. En 2017 otros 25 actos de violencia arrojaron 20,390 personas de sus casas y territorios. En lo que va de 2018, 6,090 personas han sido expulsadas de los municipios chiapanecos de Chalchihuitán y Chenalhó por bandas paramilitares. En los actos de violencia están implicados no sólo narcotraficantes, extorsionadores, traficantes de personas, ejército, marina, policía y diversos grupos paramilitares, sino también agentes de empresas mineras, eólicas, de hidrocarburos y empresas de semillas genéticamente modificadas que quieren poner fin a las resistencias campesinas contra sus actividades de despojo ecológico. En realidad, la cifra de personas desplazadas en México es muy difícil de calcular y podría rebasar el millón de personas. Proyectos mineros, asaltos, saqueos de los negocios, amenazas, reclutamientos forzados por parte de sicarios y narcotraficantes son directos responsables del abandono de los propios territorios.
En particular es muy difícil hablar de un tipo de población desplazada que nadie considera: los familiares, amistades, convivientes y madres, hijas y padres de las mujeres y hombres desaparecidos que están obligados a desplazarse para seguir los tortuosos caminos de las instancias gubernamentales para acceder a información acerca de ellos. Se trata de una población que se pauperiza rápidamente debido a la urgencia de la búsqueda de justicia. Hay asociaciones de madres y de familiares de desaparecidos que calculan que podrían ser 300 000 personas en todo el país las que han dejado casa, trabajo, relaciones de amistad para desplazarse en busca de fosas clandestinas, centros de detención abusiva, posibles lugares de reclusión y esclavitud laboral, o para marchar, para denunciar, para hacer plantones frente a las secretarías de Gobernación, ante los tribunales. Esta población es fácilmente víctima de agresiones armadas. Un caso de muchos quizás explique cómo: en 2014, Maricela Orozco fue convencida por un conocido que su hijo Gersón, por el cual había pagado un rescate, estaba en otra casa de su municipio, en Medellín, Veracruz. Otro de sus hijos y su yerno fueron acribillados al irlo a buscar. La policía recomendó entonces a Maricela Orozco, a su esposo y a su hija que abandonaran rápidamente su casa, sus bienes, sus amistades porque los iban a asesinar. Solos y empobrecidos se enfrentaron a la ineficiencia y las trabas burocráticas de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV). El 18 de diciembre de 2017, después de tres años de deambular con otras madres por los caminos de México, Maricela identificó el cuerpo de su hijo: se encontraba, junto con otros 300 cráneos y 17 mil restos óseos, en la gigantesca “narcofosa” que familiares de desaparecidos hallaron en Colinas de Santa Fe, en el Puerto de Veracruz.
Ahora bien, si la estética práctica, laboral, inserta en la cultura de un país es la que proporciona las formas de la desaparición a los aparatos represivos de ese mismo país, es la estética de las prácticas solidarias de la gente que desafía el miedo que provocan esos aparatos la que rescata la memoria del cuerpo que tras ser secuestrado, torturado, asesinado es intentado borrar hasta no dejar huella. Dibujos, esgrafiados, canciones y poemas quedaron en las paredes de los campos de exterminio llamados campos de trabajo del nazismo. Las crónicas del horror y la poesía de las cárceles de Argentina y Chile resuenan en la conciencia colectiva de un continente. En Perú, entre 1980 y 2000, setenta y cinco mil personas fueron desaparecidas durante la guerra entre gobiernos represores y una guerrilla etnocida, ambos abocado a la destrucción de los pueblos indígenas de los Andes y la selva amazónica. La escultora Lika Mutal, en una esquina del campo de Marte de Lima, decidió darles nombre, memoria, un regreso simbólico a la tierra para venerar su paso por la vida. En 2007, instaló una piedra en el centro de un estanque y la rodeó de espirales de cantos rodados en los que escribió el nombre de cada persona desaparecida de la que tuvo noticia. Cuarenta mil piedras dispuestas en la silueta de un puma. La idea y los nombres se los proporcionó una exposición de diversas fotógrafas y fotógrafos, “Yuyanapaq”, que documentaba los años de las masacres políticas, con rigor y empatía con las víctimas. Senderos de grava de mármol morado bordan un vasto espacio bajo los árboles donde quedarse a meditar. En la piedra central, de granito negro, Lika Mutal ha insertado una piedra recogida en los arenales de Paracas que, como un ojo doliente, lagrimea sin cesar.
En México no estamos en el tiempo del después de la represión, sino en el mientras. Quizás entre la década de 1970, la de la Guerra Sucia, y la de 2010, la de la mal llamada Guerra al Narco, sólo hubo un interludio de siempre relativa legalidad en el actuar de las fuerzas represivas del estado. Digo relativa porque las denuncias de abusos y corrupción de parte de los agentes siempre fueron altas. Además no puede obviarse la desaparición de la verdad mediante la negación del número de muertos en los desastres naturales y civiles que pueden poner en evidencia la ineficiencia del estado o la corrupción de sus agentes. Por ejemplo, durante más de 30 años el número de víctimas de los sismos del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México fue tan incierto que pasaba de los poco más de 3000 muertos de los datos oficiales a los más de 100 000 de algunas organizaciones de topos y organismos no gubernamentales. Apenas en 2015, el Registro Civil de la Ciudad de México informó que murieron por politraumatismo, aplastamiento, asfixia, y todas las causas asociadas con los terremotos, 12 mil 843 personas. La duda en la población capitalina, sin embargo, no se ha disipado.
Igualmente, en la memoria de los testigos y activistas que llegaron a socorrer a la gente en Guadalajara el 22 de abril de 1992, el Sector Reforma parecía “zona de guerra”, “territorio bombardeado”, “una destrucción total”. El estallido fue provocado por un derrame de gasolina en los ductos urbanos y el gobierno de Jalisco reconoció 212 víctimas fatales, miles de lesionados y 69 desaparecidos. En esa ciudad tan católica se ha erigido una capilla a la memoria de los fallecido y se han escrito crónicas, novelas y poemas que hablan de muchos más muertos y desaparecidos. El escultor Alfredo López Casanova erigió por lo tanto una Estela contra el Olvido, un monumento alrededor del cual la gente se reúne a recordar.
De la misma manera, es brutal y violenta la política de negación de los asesinatos y desapariciones de mujeres por ser mujeres. Desde 1993, en la fronteriza y maquiladora Ciudad Juárez, las madres de las víctimas se organizaron para denunciarlo. Gracias a su ejemplo, más madres, familiares y organizaciones feministas se han manifestado en todo el país contra la desaparición de mujeres jóvenes y de todas las edades. El término feminicidio se acuñó en México debido a la necesidad de expresar la realidad. Si bien, a través de una red de observadoras que presionan a las autoridades para reconocer los feminicidios se ha establecido que en México mueren 8 mujeres al día a manos de hombres que las matan porque son mujeres, el número de desaparecidas y las causas de las desapariciones quedan en una terrorífica nebulosa que apela a cuerpos en riesgo: la trata de personas, el tráfico de órganos, la esclavitud doméstica, la reproducción forzada, la muerte por tortura sexual durante filmaciones clandestinas y otra larga lista de horrores. Parecería que si antes de la revolución feminista de la década de 1960 las mujeres desaparecíamos de la historia porque nuestros quehaceres nunca eran recogidos, ahora que aparecemos en las escuelas, los actos políticos, los museos, el sistema se organiza para desaparecernos en la muerte.
Desde 2011 en la Ciudad de México, y posteriormente en 70 ciudades y pueblos de México y del mundo, grupos de artivistas activistas decidieron visibilizar la realidad de muerte que se vive en el país. De las muchas actividades estéticas que han organizado para reunir a la sociedad contra la desaparición forzada y los asesinatos voy a referirme a las del bordado. Los cuerpos son, como los bordados, tejidos: se forman de células en movimientos como puntos, tienen colores y cobijan, tocan, pueden desgarrarse. Las bordadoras y bordadores que zurcen el tejido social caminan hacia los puntos de encuentro y se acompañan para narrar con hilos y agujas, apelan a los cuerpos que evocan. A aquellos de los que tienen la evidencia del muerte, porque otras y otros activistas han ido a buscar sus huesos, a rescatar sus nombres, a exigir pruebas de ADN, como lo poetizó, en 2012, Sara Uribe en su poemario-libreto-crónica Antíg
Bordar para embellecer y para escribir es una práctica muy antigua; las culturas son todas, básicamente, culturas textiles. A la desaparición de pueblos, personas, expresiones durante la Conquista y el largo coloniaje, las mujeres bordadoras de los dos continentes americanos se opusieron bordando en sus camisas, huipiles y piezas para pagar impuestos lo rombos de sus corazones, los alacranes, las muertes y las formas de resistencia que los colonialistas no sabían leer. Bordar para intervenir las ciudades en las que los habitantes deambulan guardándose el dolor y la vergüenza creada por los aparatos de estado y los medios de encubrimiento informativo es un acto histórico que llega al presente y apela a la estética de la emoción colectivizada. Los bordados para una paz con justicia y los bordados contra los feminicidios que se realizan en colectivo y se cuelgan en tendederos en los parques, entre los árboles de una avenida, en las rejas de una oficina de gobierno donde miles de personas llegan a pedir por sus hijas e hijos son una expresión estética de vida y un documento histórico que cualquiera puede retomar para no dejar en el olvido al cuarto de millón de personas asesinadas y a las 11 personas desaparecidas en México en el periodo que va de 2006 a 2018.
¡Vivas y vivos se los llevaron, vivas y vivos los queremos!