Brasil en Rojo

Spensy Pimentel

Brasil, país del pasado

«País del futuro» solía ser un apodo que mi generación veía aplicado a Brasil. El golpe de 2016 se ha esmerado en el firme propósito de exterminar esa idea. Como decía recientemente, uno de los ministros del Supremo Tribunal Federal quiere que volvamos a ser «un país feo».

Si usted piensa bien, mucho de lo que se ha logrado avanzar en América Latina desde los años 90 tuvo que ver con esas ideas sobre el futuro. Darcy Ribeiro solía hablar sobre el inmenso potencial de nuestro continente, donde se forjó una «humanidad nueva». El elogio al mestizaje, por cierto, adquiere tonos inaceptables en ciertos autores. Pero no en Darcy. El mestizo, para él, es un hecho resultante de los 500 años de colonización – existe y necesita un proyecto. ¡Y ese proyecto es prometedor!

En los años 80, Brasil vivió tiempos ambiguos – había la esperanza de la redemocratización, mezclada con la constatación rápida de que no teníamos líderes a la altura de conducirla. Cuando intentamos decidir libremente los rumbos del país, en 1989 – ingenuos que éramos ante la democracia representativa, después de más de dos décadas de dictadura –, la farsa para garantizar que nada saliera del control de las élites fue grosera. El hechizo se volvió contra el hechicero: Collor fue un desastre, y en poco tiempo ya había sido sacado a la fuerza del poder. Nueva escenificación torpe, y el PSDB inició su gobierno bajo las bendiciones del sistema internacional de poder.

Entonces, en medio de todo aquel teatro de segunda categoría, nos sorprendían las noticias sobre el levantamiento zapatista de 1994. Fue un soplo de esperanza para muchos em América Latina, en el momento del derrocamiento del llamado «socialismo real» y de una crisis sin precedentes en Cuba, en función del fin de la Unión Soviética.

Sí, había el Consenso de Washington, pero el zapatismo – junto con todas las fuerzas que se articularon en torno a él, en una inmensa red de solidaridad – lanzaba una contraposición a la altura. En los años que siguieron, surgió el movimiento altermundista, culminando en las grandes manifestaciones de 1999-2001 y en la creación del Foro Social Mundial, en Brasil.

Al mismo tiempo, se avanzaba en la conquista de gobiernos – Chávez, Lula, Evo, Correia, Kirchner. El llamado «progresismo latinoamericano» siguió entusiasmando a mucha gente, por algunos años, antes de que se resaltaran las contradicciones y límites de los diversos proyectos políticos.

Por supuesto estamos hablando de una diversidad de situaciones, que ha incluido desde compromisos muy sinceros y proyectos bastante consistentes hasta el puro y simple engaño y oportunismo. Pero había algo en común: todos estos gobiernos estaban anclados en una sensación de esperanza sobre el futuro. En suma, nadie quería aceptar el vaticinio de Fukuyama sobre el «fin de la historia» y no fue difícil para algunos gobiernos incluso administrar esas esperanzas como un padre que guarda la caja de chocolates sobre la heladera, para entregar poco a poco a los votantes pequeñas dosis de sueños realizados, al tiempo que mantenían intactos diversos privilegios de las élites.

El hecho es que hace mucho tiempo no nos distanciaba tanto la posibilidad de dejarnos afectar por el apasionante discurso de un Darcy Ribeiro. Ahora no – todo el peso del «realismo capitalista» recae sobre nosotros. Los servicios públicos, las reglas laborales, las jubilaciones – nada de eso es viable, todo esto tiene que dejarse de lado, aunque esté inscrito en nuestras Constituciones, aunque sean derechos conquistados después de décadas de luchas sangrientas. Y lo peor es que una parte expresiva de la población acepta esas ideas así nomás.

En el ámbito global, también, el discurso predominante es apocalíptico – miles de investigadores de las más diversas partes del mundo advierten que el medio ambiente está pasando por un gigantesco colapso, debido a la voracidad con que se dilapidaron los recursos naturales a lo largo de los últimos dos siglos. Por supuesto, toda la masa de datos producida por los científicos y todas las alertas que vienen siendo emitidas por los pueblos indígenas de todo el mundo son convenientemente ignorados en la composición del escenario presentado por el «realismo capitalista».

En el campo de los derechos civiles, algunos ya decretan el fin de la privacidad. Los estados y las empresas disponen de instrumentos de control de los ciudadanos en una escala inimaginable hace pocos años. La era del big data expone de forma inédita la precariedad de los procesos democráticos que legitiman nuestros sistemas políticos – que, paradójicamente, siguen de pie, funcionando, aunque ya esté absolutamente claro como no pasan de una farsa grosera.

Por ahora, seguimos aplastados bajo el peso del «realismo capitalista». La presente esperanza «utópica» manifestada por un sector expresivo de la población brasileña en el actual debate electoral, por ejemplo, parece ser la de elegir a un líder que reproduzca los hechos del actual presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Alguien que avale y conduzca una gran matanza de los grupos sociales que puedan ser considerados culpables por las desgracias vividas por el país. Una vieja película.

No por casualidad, algunas piezas de campaña de la extrema derecha en Brasil apelan a antiguas fotos de escuelas públicas o de playas de Río de Janeiro, comparando los escenarios con lo que consideran la situación de «desmantelamiento general» en la actualidad. La utopía de la extrema derecha es volver a un pasado imaginario, tan precario como la sanidad mental de una familia de élite en una tragedia de Nelson Rodrigues, tan bizarro como el imaginario de los personajes burgueses de Machado de Assis. Y por ahí seguimos, firmes ¡hacia el abismo!

 

Brasil, país do passado

“País do futuro” costumava ser uma alcunha que minha geração via aplicada ao Brasil. O golpe de 2016 tem se esmerado no firme propósito de exterminar essa ideia. Como disse, recentemente, um dos ministros do Supremo Tribunal Federal – querem que voltemos a ser “um país feio”.

Se você pensar bem, muito do que se conseguiu avançar na América Latina desde os anos 90 teve a ver com essa ideia. Darcy Ribeiro costumava falar sobre o imenso potencial de nosso continente, onde se forjou uma “humanidade nova”. O elogio à mestiçagem, por certo, adquire tons inaceitáveis em certos autores. Mas não em Darcy. O mestiço, para ele, é um fato, resultante dos 500 anos de colonização – ele existe e precisa de um projeto. E esse projeto é promissor!

Nos anos 80, o Brasil viveu tempos ambíguos – havia a esperança da redemocratização, misturada com a constatação rápida de que não tínhamos líderes à altura de conduzi-la. Quando tentamos decidir livremente os rumos do país, em 1989 – ingênuos que éramos perante a democracia representativa, depois de mais de duas décadas de ditadura –, a farsa para garantir que nada saísse do controle das elites foi grosseira. O feitiço voltou-se contra o feiticeiro: Collor foi um desastre, e em pouco tempo já tinha sido apeado à força do poder. Nova encenação escancarada, e o PSDB iniciou seu governo sob as bênçãos do sistema internacional de poder.

Então, em meio a todo aquele teatro de 2a categoria, eis que nos surpreendiam as notícias sobre o levante zapatista de 1994. Foi um sopro de esperança para a América Latina, no momento da derrocada do chamado “socialismo real” e de uma crise sem precedentes em Cuba, em função do fim da União Soviética.

Sim, havia o Consenso de Washington, mas o zapatismo – junto com todas as forças que se articularam em torno dele, numa imensa rede de solidariedade – lançava uma contraposição à altura. Não à toa, nos anos que se seguiram, surgiu o movimento altermundista, culminando nas grandes manifestações de 1999-2001 e na criação do Fórum Social Mundial, no Brasil.

Ao mesmo tempo, avançava-se na conquista de governos – Chávez, Lula, Evo, Correia, Kirchner. O chamado “progressismo latino-americano” seguiu empolgando muita gente, por alguns anos, antes que se ressaltassem as contradições e limites dos diversos projetos políticos.

É claro que estamos falando de uma diversidade de situações, que incluiu desde engajamentos mui sinceros e projetos bastante consistentes até a pura e simples enganação e oportunismo. Mas, havia algo em comum – todos esses governos estavam, também, ancorados em uma sensação de esperança sobre o futuro. Em suma, ninguém queria aceitar o vaticínio de Fukuyama sobre o “fim da história” e não foi difícil para alguns governos até mesmo administrar essas esperanças como um pai que guarda a caixa de bombons em cima da geladeira, para entregar pouco a pouco aos eleitores pequenas doses de sonhos realizados, ao mesmo tempo em que mantinham intocados diversos privilégios das elites.

O fato é que há muito tempo não nos distanciávamos tanto da possibilidade de deixar-nos afetar pelo apaixonante discurso de um Darcy Ribeiro. Agora não – todo o peso do “realismo capitalista” recai sobre nós. Serviços públicos, regras trabalhistas, aposentadorias – nada disso é viável, tudo isso tem de ser deixado de lado, mesmo que esteja inscrito em nossas Constituições, mesmo que sejam direitos conquistados após décadas de lutas sangrentas.

Em âmbito global, igualmente, o discurso predominante é apocalíptico – milhares de pesquisadores das mais diversas partes do mundo alertam que o meio ambiente está passando por um gigantesco colapso, graças à voracidade com que se dilapidaram os recursos naturais ao longo dos últimos dois séculos. Claro que toda a massa de dados produzida pelos cientistas e todos os alertas que vêm sendo emitidos pelos povos indígenas de todo o mundo são convenientemente ignorados na composição do cenário apresentado pelo “realismo capitalista”.

No campo dos direitos civis, alguns já decretam o fim da privacidade. Os estados e empresas dispõem de instrumentos de controle dos cidadãos em uma escala inimaginável há poucos anos. A era do big data expõe de forma inédita a precariedade dos processos democráticos que legitimaram nossos sistemas políticos – que, paradoxalmente, seguem de pé, funcionando, ainda que já esteja absolutamente claro como não passam de uma farsa grosseira.

Por ora, seguimos esmagados sob o peso do “realismo capitalista”. A presente esperança “utópica” manifestada por um setor expressivo da população brasileira no atual debate eleitoral, parece ser a de eleger um líder que reproduza os feitos do atual presidente das Filipinas, Rodrigo Duterte. Alguém que avalize e conduza uma grande matança dos grupos sociais que possam ser considerados culpados pelas desgraças vividas pelo país. E além de tudo, esse filme é velho.

Não por acaso, algumas peças de campanha da extrema direita no Brasil apelam a antigas fotos de escolas públicas ou de praias do Rio de Janeiro, comparando os cenários com o que consideram um “desmantelo” atual. A utopia da extrema direita é retornar a um passado imaginário, tão precário como a sanidade mental de uma família de elite numa peça de Nelson Rodrigues, tão bizarro como o imaginário dos personagens burgueses de Machado de Assis. E por aí seguimos, firmes rumo ao abismo!

Dejar una Respuesta

Otras columnas