Barriendo las calles de la Ciudad de México

Testimonio recogido en la Ciudad de México por Arthur Lorot

Me crié en el mercado de la colonia Guerrero, un barrio popular del centro del Distrito Federal. Allí está toda mi familia: mi mamá, mis hermanos, mis tíos. Se puede decir que soy nativo del mercado, al cual llegué a los dos días de nacido.

Tenía seis años cuando empecé a trabajar ya formalmente por indicación de mi papá. Ya cambiaron las cosas, pero todavía hace 42 años había que obedecer la orden del padre. Desde allí empecé a trabajar en la basura, la sacaba de los puestos y la llevaba al basurero. En la época de mangos estaba todo mugroso y los comía con las manos negras, pero nunca me he enfermado; con la vida callejera se te hacen anticuerpos.

En el mercado se generaba mucha basura, hasta 15 toneladas en época navideña. Era una buena feria porque me ganaba hasta un peso, y me sentía rico porque con 20 centavos me comía dos tacos de cecina y un refresco. El dinero todavía valía mucho.

Me juntaba con las personas que llevaban la basura hasta los tiraderos. En esos tiempos nada más existían dos basureros, que eran el bordo de Xochiaca y Santa Fe. Toda la basura que salía del Distrito Federal iba para allá. En ocasiones ayudaba a cargarla en los camiones, y hasta llegué a tener mi camión de carga.

Estuve en el mercado hasta los 19 años, cuando empecé a trabajar para el servicio de Limpia y Transportes, un brazo de los servicios urbanos de la Delegación Cuauhtémoc -ahí sigo ahorita-.

A esa edad me junté con una persona que tenía dos hijas, dos mujercitas. La más chica iba a cumplir tres años y queríamos hacerle su fiesta de presentación, pero me había quedado sin trabajo. Entonces fui a buscar a mi papá para que me prestara dinero. Me dijo que mejor me iba a conseguir trabajo y me llevó a la Delegación Cuauhtémoc, cuyo jefe tenía formación militar. Su forma de ser era muy dura y yo me sentía muy chiquito enfrente de él. Me dijo que me presentara al día siguiente en una bodega donde guardan los carritos y el poco material que nos da la delegación. Aprendí luego que el Distrito Federal está divido en zonas, las zonas en sectores y que cada sector tiene su bodega.

En una de esas bodegas me presenté, contento porque, como tenía el camión de carga, pensé que iba a entrar de chofer. Cuando me dieron un carrito de basura, como el que tengo todavía, sentí mucha pena porque pensé ¿cómo creen que voy a ser barrendero? Me daba pena que me vieran porque me mandaron exactamente a la colonia Guerrero, donde tenía a todos mis amigos. Me daba pena pero por compromiso con mi mujer, y para hacerle su fiesta a la niña, empecé a trabajar de barrendero.

Hoy tengo 48 años y veo la mano de mi papá en el hecho de que me pusieran en la mera colonia en la que vivía. Como todos los jóvenes, me gustaba la mala vida y en la Guerrero se armaban todo tipo de negocios. Era una zona donde vivían muchos artistas, luchadores y boxeadores; en esa época lo de moda eran las fotonovelas, y todos salimos en alguna al menos una vez. Allí estaban los cabarets y el cotorreo. Se puede decir que no tomaba el buen camino y por eso mi papa me metió a trabajar en esta misma colonia donde vivía. De alguna manera me corrigió.

Entonces tenía 20 años, mi mujer con las dos niñas y mi base en el trabajo, pero todavía tenía pena. Me tapaba la cara para que no me vieran mis amigos. Pasó como un año y medio en el que no aceptaba ser barrendero. Dejaba mi carrito por Tlatelolco y seguía trabajando en el mercado. Para mí la basura no generaba nada porque no conocía este tema. Ahora me doy cuenta que es muy diferente.

Antes de terminar el segundo año de trabajo, iba por la calle de J. Meneses. Era víspera de Navidad y andábamos viendo con mi mujer cómo encontrar dinero para los regalos de las niñas con un sueldo que era muy poca cosa. En eso pensaba cuando me habló una señora y me dio una bicicleta “Vagabundo” para niño. Luego me dio un triciclo y varios juguetes que, para ella, ya no servían. En este momento me puse a pensar porque me dio juguetes y, además, dinero para que me los llevara. Ese mismo día y en esa misma vecindad me llevé como 150 pesos y muchos juguetes. Empecé a abrir los ojos sobre lo que puede generar la basura, porque al llegar fui a buscar a mi mujer y cuando vio los juguetes dijo: “Ya están los Reyes”.

De ahí empecé a levantar un poco la cabeza, pero pasaron unos diez años más hasta que se me quitó la pena por completo. Poco a poco aprendí que se vendía el aluminio, el cartón, el plástico, y que de 15 toneladas de “desperdicios sólidos” -como lo llaman ahora, pero que siempre fue basura- tal vez queda una tonelada que no se puede vender.

Un año después de esto me quitaron el trabajo durante seis meses. Seguía trabajando sin cobrar sueldo y nunca me enseñaron el papel donde me daban de baja, solo sabía que me habían quitado mi plaza. Fueron tiempos de mucha necesidad porque apenas había nacido mi primera hija. Nació muy débil, muy flaquita, y necesitábamos dinero para los gastos médicos. En este momento todos mis amigos me voltearon la cara, y tuve que vender mi vochito para pagar el hospital. Allí aprendí lo difícil que puede ser la vida.

En este tiempo me invitó un compañero que ya tenía 30 años de servicio a una fiesta familiar en su casa, y al llegar quedé muy sorprendido porque vi que era dueño de un edificio enorme y que tenía varios coches del año. No se parecía nada al compañero que veía todos los días recogiendo basura. Allí es cuando me enteré de la cantidad de dinero que puede generar la basura, como lo demostró Rafael Gutiérrez Moreno, el “Rey de la Basura”, que controlaba el Bordo de Xochiaca y llegó a legar varios millones de pesos a cada uno de sus 50 hijos.

Empezaba a valorar lo que había perdido y, aún sin sueldo, me aferré a trabajar porque no sabía de dónde más generar dinero. Todavía no me enseñaban el papel que me daba de baja, pero supe que le habían dado mi plaza al sobrino del jefe del servicio de entonces. Poco tiempo después, gracias a mi papá y al secretario del sindicato me dieron otra plaza, que todavía tengo después de 28 años de servicio.

De allí me interesé en los reglamentos y en todo lo que puede proteger a los trabajadores. Muchos de nosotros no sabemos a qué tenemos derecho, como yo en esa época, y la mayoría de los que nos representan sólo defienden sus intereses. Por eso hoy soy delegado sindical.

Ahora las cosas cambiaron mucho y no se puede generar tanto dinero con la basura. Hubo muchas restricciones y prohibieron “pepenar”, es decir, separar la basura y vender lo que se puede. Todavía no se aplica como tal, pero si llega a pasar nos quitarían una gran parte de nuestros ingresos. Con 28 años de servicio y el pequeño extra que me dan por ser delegado sindical, gano 2 mil 500 pesos a la quincena, más mil de propina y otros mil de la “pepena”.

El sueldo no ha aumentado igual que los gastos cotidianos, pero la carga de trabajo sí. Éramos más de 700 trabajadores en la zona centro del Distrito Federal, y ahora solo quedamos 36. Los presupuestos de la delegación aumentan cada año pero no nos llega el dinero, más bien somos nosotros quienes debemos pagar para arreglar nuestro carrito o comprar nuestra escoba.

Muchos se quejan de que están sucias las calles, pero estamos en ellas desde la madrugada para que se vean limpias, empujando 50 kilos de basura hasta el camión y barriendo kilómetros de banquetas. Sin los miles de voluntarios informales que viven de la pura propina y pepena, las calles del Distrito Federal serían un caos, pero las delegaciones no quieren contratarlos y prefieren congelar las plazas para reducir los presupuestos.

Publicado el 04 de febrero de 2013

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