Si vamos por temporadas a trabajar, igual vamos contando los meses, que ya vamos a regresar al pueblo, que allá hay quelites para comer, calabaza y todo eso. Por ejemplo, en los campos que vamos no hay, de quelites no hay nada (Rocío, R. julio 2022).
En Sinaloa el calor es asfixiante bajo el plástico de los invernaderos. Allá no hay árboles que den sombra como en la milpa, ni la brisa fresca de la montaña que seca el sudor fruto de la fatiga por el trabajo del campo. Para Rocío, como mujer, ir a Sinaloa representa levantarse al alba para cumplir una doble labor, la de madre de familia y la de jornalera. En los campos agrícolas, a veces ha tenido que trabajar de lunes a domingo, sin descanso, y al terminar la jornada, llegar a preparar la cena: tortillas de maseca a falta de maíz, entre el cansancio y el recuerdo de su pueblo en donde no falta quelites, pero sí falta trabajo.
-“¡Xocoyoli, xocoyoli!”- grita de manera entusiasta Itzel de tres años, mientras que junto a su madre, Rocío, recorren el campo, buscando entre la maleza y entre los tonos verdes de los arbustos y los árboles, el color lila del xocoyoli, una flor que crece solitaria y a escondidas entre el resto de flores y plantas que tupen las montañas. Acompañada con tortilla es muy sabrosa, cuenta Rocío, al tiempo que encuentra una y la toma decidida, pero con delicadeza para no romper el tallo: “es un poco ácida, como el limón, y te la puedes comer así nada más”. Allá en Sinaloa no hay xocoyoli -comenta Rocío-, y a veces, cuando sale a trabajar fuera, junto con su familia, en los campos del centro y norte, extraña los quelites y el sabor del xocoyoli que tanto le recuerda a su pueblo, Ayotzinapa.
Aproximadamente a unos 45 kilómetros de Tlapa de Comonfort, siguiendo la carretera hacia Chilpancingo, se encuentra Ayotzinapa, municipio de Tlapa. Sus calles sinuosas y el cauce de un arroyo que serpentea entre las casas forman el paisaje de este pueblo nahua de poco más de 1,200 habitantes. Una iglesia de color amarillo, decorada con banderas de papel de colores amarillo y morado, que agita el viento, armoniza el paisaje, al tiempo que un altavoz comunica, a lo largo del día, los principales anuncios de interés general: la venta de frutas y verduras a un costado de la cancha de basquetbol, la venta de pollo o carne, la llegada de compradores de sombreros de palma, una reunión comunitaria, o cualquier evento considerado como importante.
Así, alrededor de esta cancha, se concentran las mujeres, a veces acompañadas por sus niños y niñas. Desfilan desde sus casas; por las calles se les ve andar presurosas con sus bolsas al brazo; algunas se encuentran en su camino, y entonces se saludan, se preguntan por algún familiar; se quejan de los precios altos; de las mil tareas de la casa, o de la lluvia que no para, que encharca las calles, y que cuando dura días no deja ir a trabajar la milpa o echa a perder las cosechas; hablan sobre los ausentes, los que están en Estados Unidos o Canadá, tal vez en Sinaloa o Sonora, se desean buena salud, y entre risas se despiden.
También en el atrio de la iglesia o en el salón de bienes comunales se concentra la vida pública, sobre todo por las tardes, luego de que hombres y mujeres, y a veces también niños y niñas, acuden a las parcelas a trabajar la tierra, a desyerbar, sembrar, regar, a convivir con sus abuelos, a compartir la memoria, y aprender de su relación con la tierra, con el pueblo… Ahora todo lo que siembran es para autoconsumo, “ya nada se vende, luego viene la lluvia y se lleva todo… por eso nos vamos”, suele decir la gente de Ayotzinapa.
Todos los años así es, pues el maíz lo sembramos nada más para comer, fríjol, calabaza, puro para comer porque ni para venderlo porque está bien barato el litro, y aparte ahorita el fertilizante está bien caro, si lo vas a comprar para que siembres maíz, tú misma para que lo compres está bien caro, ahorita 400 el bulto, imagínate: el maíz ¿cuánto está? 5 pesos, 6 pesos, y llevarlo hasta Tlapa, más el pasaje está bien caro, pues lo que sembramos nomás es para ir comiendo (Rocío R. julio 2022).
Migrar, salir del pueblo y trabajar la tierra lejana y ajena -la de productores y empresarios agrícolas, nacionales e internacionales- a cambio de algunos pesos se ha convertido en la costumbre, en la única alternativa laboral, ante la falta de empleos y del abandono al campo por parte del Estado.
Pues la gente acá casi toda es migrante porque por lo mismo, como te digo, no hay ningún tipo de trabajo, ni para hombres ni para mujeres. Casi todo el pueblo, ahora en estos tiempos ya no hay temporadas así que salgan, ya es de todo el año, o sea que ya no hay descanso. Vienen de Sinaloa, se van para Guanajuato, se van para Aguascalientes, así está la gente, se van, otros vienen (Rocío Ramírez, julio de 2022).
Entre mayo y septiembre el pueblo despierta a la vida, al sonido del altavoz se unen los acordes, los cantos y la música de los bailes organizados en la cancha, al lado del río, alguien se casa, al día siguiente hay un bautizo, unos quince años, quizá un cumpleaños, y así, la fiesta con su música envuelve cada rincón del pueblo. Las fiestas son así una oportunidad para verse, reencontrarse y festejar juntos y juntas antes de que comience de nuevo la temporada. Cada año, la temporada implica el no saber, la incertidumbre y la necesidad.
No es porque nos gusta, sino que vamos por obligaciones, ¿por qué? porque tenemos hijos que mantener, y aquí, como te digo, no hay nada, nos es por gusto. A veces nos causa tristeza porque dejamos a la familia, nadie sabe si vas a regresar, o donde los dejaste en el camino. No sabes lo que te puede pasar, a veces nos vamos con toda la familia, los niños, y si pasa un accidente, pues nimodo, en las comunidades es lo que enfrentamos diario (Rocío Ramírez, julio de 2022).
*Posdoctorante Conacyt IIJ-UNAM