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Atentados del 11-S, cuando la libertad tiene un precio

Erasmo Zarazúa Juárez*

El 11 de septiembre de 2001, al menos cuatro atentados ocurrieron en territorio estadounidense: dos aviones se impactaron contra las torres gemelas; uno, en el Pentágono; y otro más, cuyo objetivo era el Capitolio, se estrelló en un descampado.

El texto que se presenta a continuación, fue escrito en aquel año por el Dr. Erasmo Zarazúa Juárez, académico de la IBERO. Aquí, la crónica:

No fue difícil encontrar el lugar, sólo hay que seguir el rastro de muerte y devastación. Conforme me acerco, los edificios no se pueden ver pues cubiertos están y las banquetas de grietas llenas van. Un silencio sepulcral reina en la Zona Cero, interrumpido por el sonar de las herramientas que en lugar de construir, se usan para desmontar y recopilar.

Ahora, en el país de la libertad sólo se puede leer y escuchar: “stop” “closed” y “no”. Para cualquier atracción, hay que pasar por el punto de revisión: mochila, cuerpo, bolsas, tenis e incluso reloj son sometidos a inspección.

En el down town todavía se muestra en las fachadas el polvo que se esconde y recuerda todo. En el Burger King de la esquina, los zarpazos de los escombros aún se pueden ver. Toda la ciudad está en reconstrucción, las estaciones del subway de las líneas N y R están en reparación, pues el peso de más de cinco edificios y dos aviones las convirtieron en un pequeño túnel bajo gran presión.

El drenaje y el gas pasan, al igual que la electricidad, por caminos alternos y nuevos, es decir, a ras del suelo, ya que en el fondo todo cable o tubería no existe más. La opinión pública está dividida: reconstrucción de un nuevo WTC o construcción de in Memory Honor; la democracia está a prueba.

Proliferan a lo largo y a lo ancho pequeñas barricadas de concreto donde sólo se ve el escudo NYPD. Mallas y alambradas son el pan de cada día para cada peatón, los accesos son cada vez más limitados. En bardas ya sean de metal, concreto o madera lucen las fotos de la esperanza de que algún día el ahora héroe regrese.

Un cartel muestra doctores, rescatistas, enfermeras, policías, obreros y bomberos, además un Superman que contempla a estos hombres y mujeres de todas las razas exclamando un ¡wow! Los rostros con lágrimas todavía se ven en la zona, junto a las señales de información turística que nadie se ha molestado en cambiar y que aún indican cómo llegar y dónde están las Torres Gemelas.

La policía lo ve y lo oye todo. Más que humanos, los uniformados parecen los robots más sofisticados. El equipo que ahora portan tiene enlace directo con la CIA y el FBI; además, llevan armas de alto poder, vehículos de gran capacidad y aparatos para detectar radiación.

Los bomberos conducen los camiones más modernos que se conozcan, no porque se sustituyera el equipo viejo, sino porque se quedaron sin herramientas, ya que las antiguas unidades fueron aplastadas entre los escombros que ahora están vertidos en Long Island.

Los ingenieros trabajan ahora como arqueólogos, las piezas más cotizadas son los discos duros del ordenador; estos son buscados entre los hierros retorcidos y sometidos a investigación, pues en su interior hay información de las oficinas clasificada como superior.

La ciudad da gracias a los héroes, además de advertir en carteles que la libertad tiene un precio y en las funciones de cine se invita: “Únete al ejército más poderoso de la historia y protege a tu nación”. Mientras, la inocencia de los niños se expresa en sus playeritas que dicen: “Cuando sea mayor, quiero ser bombero de New York”.

*Erasmo Zarazúa Juárez es académico e investigador del Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

 

Este material se comparte con autorización de la IBERO

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