“Lo que aprendimos durante años en la escuelita de educación popular trashumante nos ha nutrido para enfrentar esta situación”, asegura Mari, del barrio 12 de Julio en la periferia de Córdoba. Un barrio ocupado en el que viven 300 familias, que abrieron calles y colocaron la luz y el agua trabajando en colectivo. Funcionan en asamblea, están instalando ollas comunitarias y huertas familiares con apoyo de las vecinas más comprometidas.
La Trashumante, formalmente Universidad Trashumante, surgió en la década de 1990, “en un contexto en el que la gente estaba descreída de los gobiernos y de la política”, explica Mariana. “Salimos a trashumar con el Quirquincho –el autobús con el que hicieron extensas giras- en busca de ese otro país para encontrarnos con el abajo profundo, para aprender otras formas de hacer política”.
Durante años la Trashumante recorrió los pequeños pueblos que apenas figuran en los mapas y son invisibles para la política mediática. “Le llamamos pedagogía intimista, que consiste en escuchar a los grupos locales. Nos encontramos con mucho fatalismo y mucha quietud y ahí nos dimos cuenta de la persistencia del virus de la dictadura militar a través del miedo”.
Piter sostiene que “la primer trashumancia fue salir de un proyecto de extensión en la Universidad de San Luis, migrar de lo institucional a la intemperie, porque dentro de las instituciones estaba todo podrido y el pensamiento critico era muy conformista”.
Agrega algunas palabras a ese concepto de pedagogía intimista: “No salimos a buscar una nueva teoría política racional que explique lo que estaba pasando, sino cómo la gente estaba sintiendo la coyuntura y cómo la estaba resistiendo”.
Mariana explica que durante años se dedicaron a “cavar y rodar abajo”, pero en 2008 dieron un vuelco: militaban en organizaciones integradas por personas de clase media, en general universitarias que ponían sus esperanzas en las instituciones que la Trashumante rechazaba. “Ahí nos decidimos a trabajar en los territorios de los sectores populares, para que ellos mismos dirigieran sus propias organizaciones”.
Crearon un nuevo proyecto: la Escuela de Formación de Educadores de los Territorios Populares o, simplemente, escuelita. Las razones las pone Piter: “La pedagogía de las y los oprimidos estaba siendo capturada por la clase media y la creación de la escuelita tiene que ver con salir del lugar de enseñarle a la gente y empezar a compartir con las compas de los barrios sobre las formas de organización y de educación”. La red tiene tres principios: autonomía, autogestión y horizontalidad que, dice Mariana, “están llenos de contradicciones”.
Varias vecinas del barrio 12 de Julio participan en la escuelita, como Ana que se dedica al área de salud y autocuidado. “Trabajamos con hierbas medicinales y nos articulamos con el dispensario”, se escucha la voz entrecortada por la pésima conexión que tienen con internet.
Gabi participa en el área de educación. “Tres veces por semana trabajamos con niños y niñas para ayudarlos en la tarea escolar y también apoyamos en conseguir semillas para las huertas”. Cultivan alimentos como zapallos para las ollas comunitarias y plantas medicinales para tratar las enfermedades crónicas, que se multiplican en la pobreza.
A Mari la conocí hace varios años en la escuelita: “Las ollas las hacemos con lo que tiene cada vecino en su casa. Uno aporta una zanahoria, otra un paquete de fideos y la otra una o dos cebollas. Tenemos algunas donaciones de la iglesia y de amigos profesionales de la Trashumante. Le decimos a la gente que abran más ollas, una por cuadra si se puede, porque del Estado no llega nada”.
El Encuentro de Organizaciones, una corriente inspirada en el movimiento piquetero (desocupados) luego de la insurrección de diciembre de 2001, aporta alimentos fruto de sus movilizaciones para presionar al Estado. “No queremos donaciones de gente que nos pone condiciones, como algunas iglesias que nos traen comida pero quieren que pongamos las banderas de la iglesia”.
En el espacio La Soñada, en el barrio Autódromo, Yaqui que se formó también en la escuelita sostiene que en estos días el principal objetivo de la organización del barrio es estar junto a los niños y las niñas. También formaron una olla comunitaria para alimentar a los abuelos y embazadas. En la escuelita debatieron sobre la centralidad del autocuidado.
“La pandemia nos ha mostrado lo que somos capaces de hacer, todo lo que aprendimos durante años de formación lo estamos poniendo en práctica y nos hizo mucho más fuertes”, siente Mari. Yaqui agrega que en los barrios hay más organización y más capacidad de hacer que antes de la cuarentena: “Aparecen manos solidarias de gente que no conocemos, hay un olorcito a solidaridad”.
Imposible no mencionar la violencia de género. “En el barrio hubo incendios y mujeres lastimadas, pero todo el barrio se unió para darle una mano a esas familias”, cierra Ana. No esperan nada del Estado, ni alimentos ni justicia. “Se nota la necesidad de la gente de estar junta”.
En apretada síntesis, esta es la historia de dignidad de un colectivo de educadores populares que dejaron las aulas para compartir con recicladores de basura y changarines, para hacer posible que los de más abajo dirijan sus organizaciones, sin “jefes” provenientes de las clases medias ilustradas.
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“Una niña o un niño pueden pasar toda su vida, hasta que sean ancianos, en espacios autogestionados por las vecinas y los vecinos que son los que llevan adelante estas tareas”, relata con parsimonia el padre Carlos Olivero, de la Villa 21-24 de Barracas, en la ciudad de Buenos Aires.
En la mayor “villa miseria” de la ciudad, el padre Charly, como lo conocen los vecinos, vive y trabaja en la Parroquia de Caacupé desde 2002. La iglesia fue construida por los vecinos en minga: mientras ellos hacían la mezcla y colocaban los ladrillos, ellas preparaban el almuerzo y sostenían el trabajo comunitario. El nombre se lo pusieron los migrantes paraguayos, por la virgen la más emblemática de su país.
En la villa funciona una red impresionante de hogares, relata Charly: para abuelos, embarazadas y recién nacidos, jardines de infantes, para personas trans, para pacientes de diversas enfermedades como HIV y tuberculosis, para consumidores de drogas y para acompañar a personas privadas de libertad cuando salen de prisión.
Cuentan además con una escuela de oficios donde los jóvenes estudian, unos mil cada cuatrimestre, una escuela primaria y una secundaria. A la hora de enumerar los trabajos en la villa, es imposible no perderse. Charly va sumando espacios y tareas. “El Hogar de Cristo está centrado en el cuidado de los más vulnerables, personas en calle, en consumo, liberados. Tenemos una granja para mujeres con sus hijos y cooperativas para cuando los ex consumidores se reinsertan”.
Visitan a más de 300 personas sometidas al sistema penitenciario, pero con una cualidad que los diferencia otros proyectos: “Los que van a visitarlos son compañeros que estuvieron privados de libertad y por lo tanto saben de qué se trata. Los acompañan para que tengan la seguridad de que cuando salgan en libertad tendrán quién los apoye”.
Seguimos sumandos: los exploradores son alrededor de 2.500, por el Hogar de Cristo pasan unas mil personas y atienden nueve comedores donde acuden un promedio de 200 personas cada día. “Imposible cuantificar”, se queja Charly con una sonrisa, ante la insistencia.
“Lo importante es que las vecinas y los vecinos son los que llevan adelante todos los espacios. Por eso te digo que una niña o un niño puede pasar toda su vida en espacios autogestionados, desde antes de nacer hasta que son abuelas. La idea es que haya propuestas sólidas para cada grupo del barrio, pero es el barrio el que los cuida”.
El padre Charly asegura que están construyendo algo “diferente del sistema”. Pertenece al movimiento de “curas villeros”, inspirado en el compromiso con los pobres que llevó al padre Carlos Mugica a comprometerse con los habitantes villa 31 (en Retiro, muy cerca del puerto), lo que le costó la vida al ser asesinado por la Triple A en 1974. Los curas villeros sostienen que vienen a las villas a aprender. Por eso Charly asegura que “más que a construir un mundo distinto venimos a conectarnos con lo que ya está, porque nuestro barrio es de inmigrantes, de gente que vino porque no tenía acceso a la salud y al trabajo”
En contra de la estigmatización de los medios –que no dejan de mentar violencia, drogas y delincuencia- sostiene que “la villa 21 es el mejor barrio de Buenos Aires, por la solidaridad, por el nivel de organización”. Durante la pandemia comprobaron la escasa noción que tienen los gobiernos, incluso los progresistas, de lo que sucede en las villas.
“Lo que hace la pandemia es hacer emerger todo lo que no estaba resuelto, la precariedad del trabajo, la falta de agua, la imposibilidad de ahorrar….y ahora emergen todos los problemas juntos”. En la villa no sólo había pobreza y trabajo informal, estaban la tuberculosis, el dengue, el HIV, las personas que viven en la calle y las privadas de libertad.
Cuando aterrizó la pandemia, multiplicaron los comedores, la entrega de alimentos a las familias y pusieron todos sus espacios al servicio del barrio. “Porque los gobiernos quieren ahorrar con la comida y los trámites burocráticos son un desastre al punto que ya nadie quiere venderles”, se indigna Charly.
Trabaja junto a los movimientos sociales del barrio, a los que considera imprescindibles. Con los militantes sociales hicieron un censo de personas vulnerables y de enfermeras e instalaron puestos de vacunación, distribuidos en las 63 hectáreas de la villa 21-24. “Aquí las personas no pueden aislarse porque viven hacinadas, hasta siete duermen en una misma cama”.
Nos recuerda que en el barrio no entran las ambulancias, por “seguridad”. Los protocolos oficiales, por lo tanto, no tienen la menor utilidad en la extrema pobreza. Por eso las organizaciones sociales superaron las diferencias para cuidar al barrio, dice Charly.
“Veo un escenario bastante difícil. En tiempos de guerra aceptamos economía de guerra, pero cuando no haya guerra las necesidades van a explotar. Queremos responder a la urgencia, pero que esa respuesta deje una capacidad instalada en el barrio”. En suma, organización.
El padre Carlos Olivero se despide con una frase casi bíblica, fruto de su experiencia vital: “Con el Estado no alcanza, porque no conoce la realidad de los barrios. Lo que venga tiene que ser con la organización popular. Esto significa que las compañeras y compañeros no ocupen cargos, para que no bajemos los brazos”.
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