Soy limpia soy verdadera no sigo el juego; eso los cabrea no les gusta que una vea claro en ellos quieren que una crea sus lindas palabras o por lo menos que haga como que.
Simone de Beauvoir, La mujer rota.
Annie Ernaux comienza a escribir en el preciso instante en que se hace la verdad. Una verdad que siempre ha estado ahí, pero que se manifiesta, en sus propias palabras, cuando se produce un «cambio de creencias» (Ernaux, Perderse). Si tuviésemos que resumir el sentido transversal que recorre la obra de Annie Ernaux, podríamos sintetizarlo en la explicación de su condición: la conceptualización de la vergüenza. Acercarnos al trabajo de la autora nos sumerge en el umbral de una problematización definida por Isabelle Charpentier como «sociología política de la literatura». La escritora concibe su propia obra como una relación entre la autobiografía literaria y el socioanálisis; un trabajo entre la literatura, la sociología y la historia (Ernaux, Una mujer).
Su proyecto se construye en la tensión dialéctica entre la «subjetividad» y la «estructura», sin tropezar en el profundo abismo de lo que Pierre Bourdieu denominó como «l’illusion biographique» [la ilusión biográfica]. La literatura de Annie Ernaux, desde la decidida conciencia de su situación, se introduce peligrosamente en la intersección de la realidad sostenida por dos fuertes violencias: la dominación de clase y la masculina. Por encima de la defensa enfática de una subjetividad sin ataduras y narcisista, la escritura que reivindica Ernaux nace de la idea de ser una etnóloga de sí misma; de explicar, desde su experiencia inserta en estructuras, cómo se reproduce la desigualdad, social y sexual.
La autora articula un yo sumergido dentro de su entorno, con la firme convicción de caminar por la intrincada calzada de las estructuras y las determinaciones. Asimismo, pone nombre a la infelicidad inherente a la opresión, como la misma Ernaux señala, a partir de sus dos referencias en la toma de conciencia: Simone de Beauvoir, que descubre en 1959, suponiendo para ella «una revelación» que le permite comprender su condición de mujer; y el descubrimiento de la obra Los herederos, de Bourdieu y Passeron (1964), que le otorgaría las herramientas para explicar su experiencia de clase: el papel de la escuela y la familia en la reproducción de la desigualdad social.
En el acercamiento a la literatura y al estudio, Ernaux emprende un camino que la alentaría a salir de su entorno para acceder «al mundo dominante de las palabras» (Ernaux, Una mujer). Una toma de conciencia atravesada por el peso de los orígenes y el deseo de huir de ellos que la conduce a no estar a gusto en ninguna parte: sólo en el saber y la literatura (Ernaux, Los años). De hecho, en una reciente entrevista de Ernaux concedida a Nathalie Collard, después de la publicación de Memoria de chica, en 2016, insiste en no entender cómo podríamos no ser feministas en un mundo atravesado por la insoslayable violencia masculina; y cómo podríamos no tener conciencia, atendiendo a nuestra experiencia, de la dominación de clase.
Una existencia determinada por el ‘ser para otros’
La obra de Annie Ernaux se articula desde el equilibrio entre la fuerza de las cosas y la de los proyectos (De Miguel, El legado de Simone de Beauvoir en la genealogía feminista: la fuerza de los proyectos frente a La fuerza de las cosas). Bajo esta premisa, tomando a la filósofa existencialista Simone de Beauvoir ―su gran maestra―, Annie Ernaux escribe desde la conciencia de rellenar el vacío que producen las cosas. En su obra Los años revelaría que el saber y la literatura se convirtieron en sus armas de lucha contra el «hundimiento que le conduce a esa naturaleza femenina». Es precisamente este hecho el que impulsa su escritura, que se articula desde la interpretación de sus problemas individuales ―la experiencia― en clave política. Asimismo, sus problemas personales son los de todas: Annie Ernaux logra reconstruir una historia del Nosotras. La adscripción de las mujeres al universo de lo privado y a la institución del matrimonio, la violencia machista dentro del seno de su propia familia, o la sexualidad y el amor, son algunas de las cuestiones ―atravesadas por el género― que vertebran su obra.
Ernaux insiste en no entender cómo podríamos no ser feministas en un mundo atravesado por la insoslayable violencia masculina; y cómo podríamos no tener conciencia, atendiendo a nuestra experiencia, de la dominación de clase
Su experiencia como mujer se inscribe en una estructura, el sistema patriarcal, y relata, en clave sociológica, cómo se construye el ser mujer, siempre un Ser para otros condicionado por la situación (Beauvoir, El segundo sexo). Es así como la autora articula su memoria desde la historicidad: las creencias y los valores, las instituciones de la familia y la escuela, para ahondar en sus contradicciones (Ernaux, La vergüenza). En un contexto de igualdad formal para las mujeres, y de proclamada libertad, reconoce perseguir una igualdad que, fuertemente condicionada por la lectura de Beauvoir, nunca logra tocar (Ernaux, La mujer helada). Es así como llegamos a uno de los trasfondos de su obra: la crítica a la influencia de la mirada masculina, al sistema patriarcal, en los proyectos de las mujeres.
Se percibe en La mujer helada (1981) donde se ve anclada a la esfera privada, cuidando a los hijos y atendiendo las labores del hogar, abandonando ―atada al matrimonio― sus proyectos; una etapa de su vida que define como «insignificante» e «indecible». La autora reflexiona, evocándonos a una temprana Betty Friedan (1963), que ya se refería al malestar que no tiene nombre ―haciendo alusión a la angustia de las mujeres en las cárceles de los hogares― sobre su libertad, condicionada por la situación. Sin embargo, la autora no se queda ahí; ahonda en el estigma de la soltera, que define, con fuerte pegada de Beauvoir, como una existencia vacía. Además se autodefine, en otra etapa de su vida atravesada por la espera a un hombre, como «madre y puta para él». Esta idea nos permite realizar no sólo una crítica a la división patriarcal público-privado, que sirve a sus intereses, sino también a su consecuencia: la dicotomía mujer pública-privada (Pateman, El contrato sexual). En palabras de Celia Amorós, estaríamos ante las idénticas, sin principio de individuación, frente a los iguales: los sujetos.
La necesidad de reconocimiento y reciprocidad vertebran las obras Perderse y Pasión simple, que nos evocan los relatos de ficción de La mujer rota, de Simone de Beauvoir. Por un lado, la narración de una ruptura que se extiende, que no llega, que mantiene a la protagonista en una espera condicionada por no reconocer su vida para sí: «hubo un tiempo en el que podía ir al cine, incluso al teatro, sola. Es que no estaba sola. Estaba su presencia en mí y alrededor de mí. Ahora, cuando estoy sola, me digo: “estoy sola”. Y tengo miedo» (Beauvoir, La mujer rota). Pero también en Monólogo, donde se percibe el desgarro de una mujer que se siente abandonada por su entorno; determinada por la necesidad de la mirada masculina.
Asimismo, encontramos en la obra de Ernaux una huella importante de su experiencia con el amor y la sexualidad. Según sus propias palabras: «sé muy bien que lo que me hace escribir es eso, la falta de realización del amor, ese abismo» (Ernaux, Perderse). Una etapa de su vida en la que todo es espera, en la que los proyectos quedan apartados por la fuerza de las cosas. Por otro lado, mención aparte merece El acontecimiento, relato de su aborto clandestino en la Francia de los años 50; y La vergüenza, intento de asesinato del padre a su madre. La autora comprende los buenos gestos del padre, posteriores a la violencia contra su madre, como lo normal, frente a la vergüenza de lo anecdótico. Sin embargo, se descubre en la incomprensión de una escena que solo consigue contar a sus amantes ―que no la comprenden por la fuerza de la fratria―; una escena «sin palabras ni frases» que la aterra durante largo tiempo: el buen trato deja de ser una garantía de futuro.
La desolación de sentirse una tránsfuga de clase
El descubrimiento de Simone de Beauvoir, que le permite contextualizar los acontecimientos que había vivido en el fatídico verano de 1958, relatado en Memoria de chica, escenifica al mismo tiempo el alejamiento de la familia. En su adolescencia, la literatura contribuyó a certificar una lejanía que posteriormente se iría agravando. Al mismo tiempo que la obra de Beauvoir le proporcionaba herramientas intelectuales para comprender su posición en el interior de la dominación masculina, servía de vehículo de desidentificación con su familia. Empezaba a constatar algo que ya latía inconscientemente en ella desde los años en los que había asistido a una escuela privada y católica en su municipio natal de Normandía: la existencia de dos mundos sociales. La atracción que empezaba a sentir por Simone de Beauvoir, sus ambientes relatados, las historias contadas y experiencias vividas, le conducían irremisiblemente fuera de su lugar de origen. Estaba comenzando a habitar el mundo de la cultura legítima. Un mundo ajeno e inexistente hasta ese momento para una chica cuyo horizonte, tal y como relata en La vergüenza, no era ver más allá de su lugar de origen popular.
Nuestro punto de partida debiera ser el relato de la experiencia como reflejo de la opresión; de la infelicidad inherente a la injusticia. Es trascendental entendernos en la ‘situación’. Articular lo privado en clave política, construir la memoria colectiva de la ‘vergüenza’
Este continuo alejamiento de los lugares comunes del hogar familiar: gustos, lenguaje, horizonte de expectativas, sensibilidad y percepción del mundo social, genera la escisión del yo como consecuencia de un conflicto interno ininterrumpido con el que lidiar en la existencia. Es lo que desde la sociología crítica de Pierre Bourdieu se denomina habitus escindido. De esta forma, la lectura que hace de Pierre Bourdieu a partir de 1972 como describe en La distinction, oeuvre totale et révolutionnaire [La distinción, obra total y revolucionaria], le permite reconciliarse con todo aquello que había rechazado; un mundo del que había huido y por lo que siente el profundo dolor de los tránsfugas de clase: los que perciben su marcha y su atracción por la cultura legítima como una traición. De ahí que Ernaux, tras la muerte de su padre, quiera recuperar su memoria como proceso para la reconciliación con un pasado que sólo la distancia le permite: «reuniré las palabras, los gestos, los gustos de mi padre, los hechos importantes de su vida, todas las señales objetivas de una existencia que yo también compartí» (Ernaux, El lugar).
Asimismo, obras como La distinción, de Pierre Bourdieu, ayudaron a Annie Ernaux a comprender el proceso que provocaba que, mientras se interesaba más por la alta cultura y la gran literatura, se alejara de su clase de origen. Este desgarro de quien no se siente parte de ningún sitio, por evocar las palabras de otro tránsfuga de clase, el británico Richard Hoggart, consolida en Ernaux el compromiso feminista y de clase de escribir para «vengar a su raza»: luchar contra la dominación social y masculina. No obstante, toda vez que la literatura la alejaba de su medio de origen, supuso para ella también la toma de conciencia, la apertura a problemas insospechados. El dolor social que experimentaba en su vida ―por su condición de oprimida económica y culturalmente― se tornaba menos pesado cuando era capaz de arrojar luz sobre los espacios y las formas de la violencia social.
La obra de Ernaux representa la valentía de relatar la alienación. De hecho, como ella misma señala en Perderse, su obra representa, «aún más», la valentía de relatar la alienación «en la vida». La literatura de Ernaux, inscrita en las estructuras, ahonda por tanto en contradicciones que no son (solo) el reflejo de la alienación, sino de contar la verdad. Es así como concreta en su vida las palabras de su maestra: «cuando uno ha vivido tanto para los demás, es un poco difícil reconvertirse, vivir para sí mismo» (Beauvoir, La mujer rota). El feminismo es una forma de vivir individualmente, en palabras de la propia Beauvoir, lo que no implica asumir una coherencia que, entendemos, únicamente puede servir de brújula. Nuestro punto de partida debiera ser el relato de la experiencia como reflejo de la opresión; de la infelicidad inherente a la injusticia. Es trascendental entendernos en la situación. Articular lo privado en clave política, construir la memoria colectiva de la vergüenza. Este es el punto de partida para dignificar un modo de vida y denunciar la alienación que conlleva (Ernaux, El lugar).
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