Andando, hablar de la guerra

Manuel Nogueras

Foto: Manuel Nogueras

LLEGAR Y ESCUCHAR

Desde hace casi veinte años recorro a pie la cordillera del Alto Atlas y sus confines desérticos inmediatos; también, algunos sistemas montañosos menores que la circundan y desde los que me es permitido disfrutarlo en su grandeza, objetivar su perfil y su lejanía. Llegué para trepar a lo más alto de sus cimas, penosamente cargado con una mochila llena de prejuicios invisibles que aún no he conseguido vaciar del todo pero, nada más descender del Jbel Toubkal, entendí que mi implicación con todo aquello iba a trascender del vano reto deportivo para entrar en un terreno donde irían de la mano lo antropológico, lo existencial, lo político. Seré siempre un extranjero, aunque tras tanto tiempo entre el pueblo amazigh, probablemente sea el forastero familiar necesario, ese con el que se dialoga y al que se escucha con una cierta calma. Ya no soy un intruso.

Fui, eso sí, en resumidas cuentas, un anónimo agente colonial, un ignorante de libro al que sólo salvó, en parte, un vestigio de la capacidad infantil de adaptarse a la sorpresa. He hecho, de esta manera, miles de kilómetros, unas veces sin rumbo, otras con la precisa ruta que dibuja una búsqueda concreta. Quise andar para hacer todo más ancho y, ahora, almaceno en la memoria nombres, hombres y mujeres, almaceno dolores. También el relato popular, capturado en la cotidianeidad, de un tiempo convulso, la interpretación de la naturaleza de sus fracturas, esas que luego no se leen en los libros, que deberían llamarse historia. Por eso he visto desde allí, cómo no, vivir la inmediata guerra remota y, así, he entendido que todos vivimos todas las guerras. Hablamos entre esos colosos minerales, algunos momentos, de ella, de la guerra, ésa que no hay ni que nombrar, la común, la concreta. Lo hacemos muy poco, sí, en contadas ocasiones, como si estuviera de más, como si no quisiéramos verla existir, como si no existiera, y ese silencio habitualmente toma la dimensión de algo natural y tranquilo.

BIN LADEN, EL OTRO Y EL LEÓN DEL DESIERTO

Bin Laden llegó hace tanto tiempo… De improviso, volando, como sólo lo saben hacer determinados mitos, se introdujo hasta en la más remota aldea del Atlas por el único medio posible, por el más impreciso e indetectable de los túneles: la antena parabólica. La misma antena que con su presencia bizarra aturde el imaginario -sólo aparentemente ingenuo- del turista occidental, que estropea su idílica visión de los pueblos de barro y piedra apelotonados en las laderas, colgados en los desfiladeros, inesperadamente rebosantes de gente.

En los vetustos televisores se vieron caer, aquel remotísimo 11 de septiembre de 2001, las Torres Gemelas y, en otros más modernos, ya con su pertinente retícula de píxeles, se siguen viendo pasar guerras. Guerras lejanas que son una, íntima, tan próxima como remota. Representada, más que resumida, en la reflexión expresada, apenas unas semanas después de los atentados de Nueva York, y con sincera precisión, por unos muchachos con los que en Merzouga compartía una manta y unas frutas maduras: “si alguien se tira un pedo en Afganistán, huele aquí. Olerá siempre también aquí, amigo, porque nadie os va a sacar de la cabeza el convencimiento de que, desde aquí hasta allá, todo es lo mismo, todos somos lo mismo”.

La condena a ser un Uno determinado y definido por el Otro, desde sus pasiones, desde sus contradicciones, desde su sintaxis, desde su poder

Ese Otro vigoroso, aparentemente libre, siempre con los recursos y el tiempo suficiente para irrumpir en tu aldea, en tu vida, para condicionar dramáticamente tu economía. Bellas, bellos, ilustrados, a veces cariñosos e infantiles, desconfiados, temerosos, volátiles. -“Nunca nos mandan, después, la foto”-. Ese Otro que también, sin del todo serlo, es el de los bombardeos a los Ait Atta en el Saghro en los años treinta, el de los aviones atacando con gas mostaza en el Rif los exactos días de mercado, el que arrasó Argelia, el ocupante de Túnez, el amigo de Israel. Todos estábamos, una tarde, viendo ese largometraje en el que Anthony Quinn interpreta a Omar Mukhtar, el León del Desierto, el héroe libio de la resistencia frente a los italianos; yo era el único europeo y recuerdo cómo me atravesó un abrumador sentimiento de vergüenza. Mukhtar, fue, por supuesto, asesinado por los fascistas y esa película jamás ha sido distribuida en Italia. En 1982, se prohibió su exhibición por “dañar el honor del ejército”. Su director, Moustapha Akkad, fue paradójicamente asesinado con su hija el 2005 en un atentado de Al Qaeda en Amman, Jordania, en el hall del hotel donde casualmente se hallaba. Era de Alepo, no sabemos qué queda de Alepo.

LA GUERRA DISCRETA, LA TELEVISIÓN

Ahora, ya, siempre está agazapada la guerra para asomarse discreta, repentina y puntual, hasta en el último de los rincones. Junto a los culebrones latinos convenientemente arabizados, las series turcas y el fútbol (“¿Barça, Madrid?”), detallada en los noticieros, esos que veo en soledad y silencio en algún restaurante popular, sorbiendo suavemente la sopa y que, tantas veces, abren con un cazabombardero despegando, con destellos de explosiones en Damasco, en Afrin, con humo de misiles, con un entierro tumultuoso y multitudinario en Gaza. Como si fuera consustancial a la condición de televidente musulmán, se encuentre donde se encuentre, el hecho de convertirse en observador de primera fila de cada carnicería posible. Como víctima, como verdugo, como estupefacto testigo de una catástrofe que ni es propia ni deja de serlo.

La pantalla no escucha, sólo habla. Hablaba sin hablar Bin Laden, hablaban esos extraños talibanes, los barbudos de Egipto, el Jeque Yassin desde su silla de ruedas, los asesinos encapuchados con perfecto acento inglés de Londres, con el puñal en una mano y aferrando con la otra, por el cabello, a un rehén occidental y tembloroso, presto al sacrificio. Y en ella gesticula también, enfático, Erdogan, envuelto en banderas rojas con la media luna blanca, saluda hierático el odiado Assad… Pero, de la misma manera, trae sonriendo a las mujeres combatientes en Rojava, con sus largas e inmensas trenzas, los adolescentes palestinos acurrucados y sudorosos tras la barricada, la selección de fútbol que irá al mundial (¡cómo lo celebramos, a los pies de la Koutoubia!), a Benzema, a Zidane -“es de la kabilia, bereber, amigo, como todos nosotros”-, a unos ancianos, en semicírculo, tocando concentrados el bandir en el programa de folklore. Todos, reconvertidos en un incomprensible, en un inesperado Nosotros forzado desde el otro lado del espejo.

Antes de aquel 2001 en que charlábamos compartiendo naranjas tras andar durante horas, ya pasaban muchas cosas, pero lejos, y sólo ocasionalmente extendiendo su roce a los arrabales de la vida campesina

Los ataques del hotel Asni, los constantes controles de carretera de finales de los noventa (“buscando argelinos”), los rumores difusos de que algo se cocía en las barriadas de las grandes urbes, relatados por los hijos retornados tras otra campaña trabajando en la construcción. Mientras, afinando la mirada, se podía intuir cómo, en el extranjero, el continente de las grandes noticias, se articulaba el monstruo del conflicto. O, mejor, la renovada expresión del conflicto de siempre, un conflicto explicado en el imaginario popular como extensión del reciente pasado colonial, como la necesaria prolongación de una persistente y tenaz rivalidad religiosa explicitada en toda una galería de actitudes e instrumentos culturales. “Las cosas siempre han sido desgraciadamente así -me repetían los taxistas, los muleros, los estudiantes- las cosas siempre se han organizado entre nuestros mundos de esa manera”. Desde Saladino, desde las Cruzadas, desde Granada. Y yo, entonces, echaba la vista atrás, recordaba las lecturas adolescentes, la caída de Acre, las viejas canciones de la guerra colonial, mi tío abuelo, veterano de la guerra del Rif repitiendo, con la razón perdida: “África, África, disparaban”…

ESE HORROR NO ES NUESTRO

En todas partes, identidad: “Esos que van cortando cabezas no son de aquí, esos son europeos, no son nuestros”. Jóvenes musulmanes retransmitiendo en directo decapitaciones, atravesando Europa hasta el escenario del horror para alimentarlo. Desde Bristol, desde Nantes, desde Ceuta, desde Amberes, desde el extrarradio barcelonés, hasta Siria, hasta cualquier rincón de Oriente Próximo. Personajes barbarizados a los que no consideran propios y que la mayoría ubica en un universo remoto de inmolación, lejos, increíblemente lejos del rutinario combate por la subsistencia. Resulta complicado entender qué puede ver el extranjero en común entre ese horror que parece no tener límites y la endurecida pero previsible cadencia de cada día en esos valles, en esos pueblos de barro y piedra, en esos huertos impolutos y silenciosos. Un país dentro del país (¿quizás el país verdadero?) cuya existencia no escinde trabajo de vida ni vida de religión y, por ello, deviene inasible sin un ejercicio de comprensión que los viajeros parecen, en tantas ocasiones, incapaces de realizar. “No me preguntéis más de religión. Todos los extranjeros preguntan siempre por nuestra religión. ¿Por qué os importa tanto la religión?”.

He escuchado las mismas palabras repetidas una y mil veces, la misma pregunta formulada en tashelhit, en árabe, en kurdo, en farsi, desde la atlántica Essaouira hasta la frontera de Irán.: “¿Es por el petróleo y la religión, verdad…?” Un conflicto, pues, identificado a la vez en su aspecto religioso y en el colonial, la intuición colectiva de un occidente en permanente alerta frente a lo musulmán incrustada en el subconsciente comunitario. Y, a la vez, paradójicamente, la mano tendida, siempre tendida desde los universales comunes de solidaridad y justicia: “al final, en todas partes, mandan los ricos, nos tenemos que entender los pobres, nos roban siempre, siempre es lo mismo.”

ES LA CIUDAD

“Aquí, de eso, no hay. Aparecen algunos días, son pesados, piden algo de limosna… Pero están en la ciudad, los barbudos”. Es la ciudad, son las ciudades, encarnando una promesa difusa de otra vida y, también, un concreto sentimiento de desconfianza, de riesgo, de ajenidad. En la fractura entre el mundo rural y el urbano se genera un lugar lleno de contradicciones, de preguntas y, a la vez, rico en recursos explicativos. La violencia está en la ciudad porque la violencia es la ciudad. Si algo malo puede pasar, será en la ciudad; “en las nuestras, en las vuestras, mira Londres, Paris, Barcelona”. Allá, quien sabe, pudiera sucederle algo a un extranjero. “Aquí, no, nunca pasa nada , ¿sabes lo lejos que estamos de la Siriya?”.

Allá sí, en la urbe es posible. Allá todo llega antes, todo fermenta de diferente manera, allá es el mundo desconocido, deseado y temido a la vez

En el espacio urbano habita la economía y con ella, también, la desolación y la rabia. En la ciudad, a la que los chicos van a buscarse la vida, es donde pasan las cosas. De allá han salido esos muchachos que han capturado combatiendo tan lejos (“lo hemos visto en la tele”). Allá se malearon, o los engañaron, o los convencieron. De existir un combate será en ese espacio, y de él llegarán -llegan- diminutos pero constantes restos de finísima metralla.

AHORA

Al principio, hace ya tanto años, los feroces ataques de Casa, de Madrid; más tarde, la voladura del café Argana, esa puñalada en el corazón. Después, una implacable y densa sucesión de carnicerías: Egipto, Túnez, el mercado navideño de Berlín, Barcelona… Los atentados en la misma Francia golpearon durísimamente al turismo, esa otra televisión: “a veces, pienso que no quiero ver más mundo; nunca he salido de aquí y, con vosotros, todo me viene a casa, me pasa por delante, igual soy por eso afortunado”.

Tras cada orgía de ira, el flujo de visitantes se resiente, de un modo evidente, en estas montañas. Ocasionalmente sobran mulas, muleros, tiempo para pensar, para observar y para fabular. “Antes no pasaban casi aviones entre esas cumbres. Desde lo de Túnez, pasan. Es la guerra, seguro, es por la guerra”. Me cuentan, también, la observación fantástica -en el más amplio sentido de la palabra- de que, coincidiendo con la caída de Gadafi, en algunos lugares, en las gargantas, en los desfiladeros, se fue apagando el eco. “Es por los satélites, algo han hecho, han absorbido la fuerza del eco, lo han desviado”. No puedo creerlo, evidentemente no puedo hacerlo pero, a la vez, no puedo dejar de acariciar la idea, no sé si desde la observación antropológica, la poética o la histórica. Junto a los cuentos de genios y túneles habitados por ogros, conviviendo con el árbol sagrado cubierto de exvotos, con la cueva en cuya fuente nos mojamos la cabeza para no envejecer, la presencia metálica del aquí y del ahora, materiales pero invisibles. Reales como el miedo, también mágicos, cada vez menos ajenos.

“Y hay nubes distintas, mira, ves”… Otra vez, como siempre, mirando arriba, al cielo

Pasan los reactores e intentamos interpretar su estela, su diferencia con otras estelas, nos abstraemos en su observación, en su desaparición, en su fuga. Si se dejara en paz a la tierra, al ritmo que la tierra necesita, quizás no pasaría nada. “Fíjate, tengo de todo: agua para el huerto, sol, trigo para hacer pan, no hace aquí tanto frío como crees. Un poquito más y sería el paraíso”. Es el durísimo Jbel Saghro y no puedo dejar de contemplar, sin juzgar, esa minúscula parcela, la casa prácticamente vacía, las inmensas paredes de rocas negras que la rodean, la tarde cayendo.

Las ovejas se están recogiendo y huele intensamente a tomillo. Vamos a buscar romero, que está en flor, “hacen buena miel las abejas con el romero, ¿sabes, forastero?”. Puede la turbulencia contener en su interior un inmensidad de gotas de paz, es imposible precisar cuántas, por qué, durante cuánto tiempo.

 

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