Texto de la participación de Alfredo López Austin en la presentación del proyecto «Derecho de réplica. Hablan los pueblos»:
No por vanagloria, sino para que sean evaluadas adecuadamente mis palabras, debo aclarar que allá por el año de 1963, ya hombre maduro, ingresé a trabajar como funcionario medio en el Instituto Indigenista Interamericano e inicié así profesionalmente mis relaciones con el indigenismo.
Era la época que Andrés Medina considera decisiva en el indigenismo mexicano, limitada por los años 1960 (muerte de Manuel Gamio) y 1970 (muerte de Alfonso Caso). Grandes pensadores habían planteado en forma nítida sus bases filosóficas muchas décadas atrás, ideas que en los años 60 cristalizaban institucionalmente. El propio Gamio había propuesto en 1916, en su obra Forjando Patria, que los indígenas debían ser integrados, por medio de la asimilación cultural, a la sociedad mestiza, para lo cual debían perder su calidad de indios. Moisés Sáenz, por su parte, partía de la idea de que civilizar era uniformar, con lo que robustecía la idea de que el problema de México radicaba en la diversidad cultural.
Bajo estos principios se estableció oficialmente en Pátzcuaro, en 1938, el Congreso Continental Indígena, que postuló que los indígenas debían ser asimilados a la llamada “cultura universal”. Se habló entonces del respeto de los valores positivos de las tradiciones indígenas. Esto permitía, obviamente, que dichos valores fuesen juzgados y aceptados desde la perspectiva de aquella “cultura universal”. Derivado de este congreso, dos años más tarde, en 1940, se estableció el Instituto Indigenista Interamericano, con sede en México, y ocho años después, durante el sexenio de Miguel Alemán Valdés, el Instituto Nacional Indigenista, que operó durante más de 50 años.
Para 1963 los postulados oficiales habían arraigado orgánicamente gracias a la obra del más grande pensador del indigenismo de estado, Gonzalo Aguirre Beltrán. Aguirre Beltrán había establecido en 1955 las bases teóricas de los centros coordinadores. Su propuesta fue la estructura ejecutiva de una labor que, más allá de su tendencia paternalista y asistencialista de asimilación, llevó innegables beneficios inmediatos al campo; pero la obra de asimilación avanzaba por muchas otras vías, entre ellas las del Instituto Lingüístico de Verano, una institución protestante de carácter abiertamente evangelizador, siempre sospechosa de intervencionismo estadounidense, que dominaba el estudio de las lenguas indígenas.
Muy pronto abandoné la carrera burocrática. Mi interés era otro: el estudio de la historia antigua; pero la experiencia adquirida en las actividades indigenistas me había demostrado claramente que el conocimiento del pasado indígena no puede ignorar el presente. Por ello, las relaciones entre el gobierno y los pueblos indígenas en el marco nacional captaron permanentemente mi atención y, ya como investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México, seguí pendiente de los grandes momentos históricos en los que, dentro y fuera del país, se luchaba por transformar radicalmente aquellas relaciones que no debían estar basadas en la asimilación y la integración.
El movimiento estudiantil de 1968 cimbró no sólo mi ámbito universitario, sino al país entero, reclamando otro tipo de relación estatal entre la sociedad y el gobierno. En el ámbito de la antropología, notables investigadores lanzaron un reto a la orientación científica y política dominante: en 1970 Bonfil Batalla, Nolasco, Olivera, Warman y Valencia publicaron el libro De eso que llaman antropología mexicana, obra que atacó frontalmente la teoría de la asimilación e integración del indígena, propugnando la autonomía y autodeterminación de los pueblos. A nivel continental, aunque con un enfoque en la situación de los pueblos sudamericanos no andinos, se celebró en enero de 1971 la reunión de Barbados, en la que se hicieron públicos los abusos gubernamentales y de organismos religiosos sobre los indígenas. En dicha reunión se postuló que los indígenas son los únicos que deben hacerse cargo de su liberación.
En México, el Instituto Nacional Indigenista reduplicaba sus funciones por medio de sus 80 centros coordinadores. Fortalecía así su labor asistencial; pero mantenía firme su actitud paternalista y soportaba en forma creciente los vicios de la burocracia. Las críticas, incluso las provenientes de miembros de la propia institución, llevaron a Luis Echeverría a convocar en 1971 una sesión extraordinaria evaluativa, reunión que Aguirre Beltrán reseñó y editó ampliamente en el número 9 de la famosa colección Sep/Setentas con el título de ¿Ha fracasado el indigenismo?
Independientemente de la acción gubernamental, por iniciativa de los pueblos, tuvo lugar tres años después el Primer Congreso Indígena, celebrado en San Cristóbal de las Casas, al que asistieron más de mil tzotziles, tzeltales, choles y tojolabales. Su lema fue la igualdad de justicia. Los propios indígenas hicieron valer sus voces. Para contrarrestar aquel magno acto, el gobierno de López Portillo organizó en Pátzcuaro, en 1976, el Primer Congreso Nacional de Pueblos Indios, al que siguieron, con tutela oficial, los Consejos Supremos Indígenas.
El malestar, no simplemente nacional, sino continental, llevó a la segunda reunión de Barbados en 1977. Allí, después del análisis de las formas de dominación padecidas históricamente por los indígenas, se concluyó que los pueblos tenían el derecho a formular y realizar sus propios proyectos de liberación, y que una de las vías para lograrlo era la alianza con otros grupos no indígenas que participaban del anhelo común de la descolonización nacional.
Las condiciones adversas aumentaron con el avance del neoliberalismo. En México dicho avance fue notable a partir del sexenio de Miguel de la Madrid, en la medida en que las grandes empresas invaden y arrasan con el territorio para satisfacer sus ambiciones económicas. En respuesta, la lucha de los pueblos se ha acrecentado y llegó a un punto culminante con el levantamiento zapatista en 1994.
Continúan las protestas populares en contra de los proyectos de “desindianización” de México. Cada vez están más respaldadas, en forma decisiva, por muchos intelectuales indígenas fieles a los ideales de sus pueblos. Ahora la lucha no sólo es nacional y continental: se hace oír en los más importantes organismos internacionales. En ellos se pretende despertar conciencias, aunque también existan oposiciones que se mantienen ciegas ante la destrucción de los individuos, de los pueblos, de la diversidad del pensamiento, de la existencia misma del planeta. Entre las voces de conciencia fue invaluable la opinión crítica y documentada de un gran antropólogo mexicano: Rodolfo Stavenhagen. La Organización Internacional del Trabajo aprobó el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes. En él se establecen firmemente las bases democráticas con las que los gobiernos, de buena fe y puntualmente, deben consultar a los pueblos indígenas las medidas legislativas o administrativas que los afecten antes de proceder a la exploración o explotación de sus proyectos. Con la aprobación del convenio por el Senado mexicano en 1990, los pueblos indígenas cuentan con las bases legales para exigir el respeto y el cumplimiento de sus derechos.
El 1° de julio de 2018 la historia de México dio un gran vuelco. El hartazgo de largos sexenios neoliberales de corrupción motivó que un amplísimo sector de la población mexicana votara por el cambio. Las esperanzas fueron múltiples y complejas: entre ellas descolló la de la implantación de un régimen verdaderamente democrático. Las elecciones fueron ganadas por el pueblo mexicano, que esperaba que el triunfo lo llevase a una transformación global y profunda.
Hace unos cuantos días, la noche del domingo 6 de este mes, topé accidentalmente en la televisión con las palabras de uno de los actuales funcionarios, Paco Ignacio Taibo II. Habló Paco Ignacio del valor de la opinión pública en todo sistema democrático; incluía en esta opinión la participación de la disidencia. Estoy seguro de que muchos mexicanos estamos en absoluto acuerdo con la posición de Paco Ignacio. Sin embargo, ahora surgen las demandas de los pueblos indígenas que exigen su derecho de réplica. Todos sabemos la causa. No todos los impulsores políticos del nuevo régimen aceptan una democracia que implique disidencia. Se sostiene, abiertamente, que la forma de lograr el cambio es la sumisión al dirigente único.
El 21 de noviembre del año pasado, cuando Andrés Manuel López Obrador era ya presidente electo y días antes de asumir su cargo, un grupo numeroso de ciudadanos presentó su parecer general sobre un megaproyecto que afectaría la vida de muchos pueblos indígenas. La respuesta pública de López Obrador fue tajante, concluyente, dolorosamente sorpresiva para quienes anhelamos la democracia. No fue un razonamiento, sino una serie de descalificaciones injustificables. Y esa fue, lamentablemente, la obertura de una forma personal de enfrentar los asuntos de Estado. Quien no está de acuerdo con los designios superiores es contrario al cambio, a México; es un representante de los regímenes corruptos del pasado. Hay buenos y malos, en una división primaria y maniquea de “quien no esté conmigo está contra mí”. Es un discurso que, igual que los discursos de Trump y Bolsonaro, fomenta el odio; marca con la descalificación al disidente; divide a la población; acalla voces; enciende fanatismos y genera la docilidad de los voceros. ¿Merece esto el pueblo que triunfó en las urnas? ¿Merecen esto los pueblos indígenas que pretenden ser autores de su propio destino?
El nuevo régimen no ha cumplido su primer año. Creo, más allá de todo ingenuo optimismo, que aún es tiempo de recomponer las formas de relación entre el gobierno y la sociedad entera. Son indispensables el concurso plural del pensamiento; el debate integral de directrices; el concierto de voluntades; el diálogo sincero, de buena fe, sin mistificaciones ni ejercicios pro forma. Es indispensable la transformación.
El Dr. Alfredo López Austin es digno de todo respeto y admiración por su trayectoria académica, integridad y calidad humana. Espero que su voz sea escuchada por este gobierno cuyo lema es: No robar, No mentir, NO traicionar (al pueblo de México).
Sooy guatemalteca y aquí tenemos el mismo pasado histórico, 21 dialectos y etnias. Aquí todos estos gobiernos neoligerales,narcos y sedientos de los U.S.- no han llegado tanto como en Mexico, pero si conozco el sentir de los pueblos de mi patria, esto lo demostró que el 4o.lugar en elecciones presidenciables., lo ganó una india guatemalteca. Eso quiero decir mucho. Estoy de acuerdo con la tesis de no civilizar, como sinonimo de domesticar y uniformar. Deben ser los pueblos indígenas quienes presenten sus propuestas de acuerdo a su idiosincrasia. y a su vez de presentar su caso con «agiornamiento».
Hoy me entero que el entrañable Alfredo López Austin deja este mundo para fluir extraespacialmente, su compromiso, lucidez y claridad académica, personal y su espíritu colmado de humanismo rebelde, nos deja su legado.